El Ezequiel, que se fue cerro arriba
EL EZEQUIEL, QUE SE FUE CERRO ARRIBA (Primer Premio 2021)
La hermana del Ezequiel se quedó como un pajarito al volver del lavadero.
Le flojearon las piernas en mitad de la cuesta y se tuvo que sentar sobre el cestón de ropa. Las mujeres que subían con ella lo intentaron, pero no hubo forma de que la Teresa volviera a levantarse. Como en el camposanto no quedaba tierra tuvieron que meterla en uno de esos nichos modernos, apilados unos encima de otros como los apartamentos de la costa. Casi todo el pueblo se unió al cortejo fúnebre de la Teresa. Al Ezequiel no le impresionaron las palabras del cura y se entretuvo haciendo inventario de cipreses hasta que terminó. Sin embargo, se puso blanco al escuchar el sonido húmedo de los paletazos de cemento alrededor de la lápida provisional. Al día siguiente el Ezequiel se acercó al taller del Laureano a encargar la definitiva. Buena, de granito. Tuvo que apuntar en una libreta el nombre completo y las fechas para la inscripción. Mientras lo hacía miraba de reojo las lápidas de muestra. Un guion de idéntica longitud representaba en todas ellas el trayecto comprendido entre las fechas grabadas, daba igual si había durado quince, cincuenta o cien años. O los casi treinta y siete de la Teresa, que ni llegó a cumplirlos. En ese instante el Ezequiel decidió que no quería que su vida se redujera a una minúscula línea horizontal en una placa de granito. Volvió a la casa que había compartido con su hermana, ordenó algunos papeles y prendió fuego a otros. Arrojó al pozo la vieja Astra de su padre dentro de un saco con piedras, dejó abierto el palomar, soltó al podenco y salió sin cerrar la puerta ni echar una última ojeada. El perro debió maliciarse que algo raro pasaba, porque en cuanto echó a andar se le había pegado a los talones.
El Ezequiel comprendió que el animal no iba a cambiar de idea, así que aceptó su compañía. Juntos atravesaron el pueblo para enfilar el sendero que subía por el cerro hasta el barranco. De zagales buscaban casquillos en lo más hondo, entre las zarzas, hasta que un día se despeñó un borrico y le cogieron respeto. Justo en el borde había un pedrusco que muchos del pueblo usaban de mesa para partir almendras. El Ezequiel apartó algunas cáscaras resecas con el pie y se sentó. Lo encontró de su agrado y decidió quedarse a contemplar el mundo de lejos. Allí le cogió la noche y el amanecer, y la noche y el amanecer siguientes. Algunos vecinos subieron a decirle que ya no tenía edad para andar con chiquilladas, pero ni el Ezequiel abandonaba su pedrusco ni el podenco se apartaba de su lado. El alcalde encabezó una comisión con la maestra y el médico para hacerle entrar en razón. Y el Ezequiel, ni pío. Hubo vecinos que le llevaron vino en una bota o un zurrón con merienda, pero los rechazó con un gesto mínimo y sin apartar la mirada del horizonte. Cerca del pedrusco le dejaban mantas y alguna pelliza por si el relente. No desplegó ni se puso ninguna. Los niños que se le acercaban enseguida se aburrían porque el Ezequiel no entraba al trapo de sus burlas y el podenco no les seguía el juego. Con el tiempo el pueblo se acostumbró a la silueta del Ezequiel en el cerro, quieto en su pedrusco al borde del barranco. En las partidas de mus se decía que le empezaban a subir vetas de cuarcita por las pantorrillas y que ya casi resultaba difícil distinguirlo de su asiento. Seguía sin pronunciar palabra y el podenco ya no brincaba alrededor. Solo apoyaba la cabeza en el muslo de piedra del Ezequiel y ponía una pata sobre su rodilla. Los cuartos traseros se le habían vuelto de brezo y florecían en los inviernos con un estallido de color magenta. A veces un forastero de paso sorprendía la mirada de un vecino buscando la figura del Ezequiel y su podenco. Mostrara o no curiosidad, le explicaban la historia de cómo se habían ido cerro arriba. Con los años muchos dejaron de nombrar al Ezequiel y aseguraban que aquella pintoresca piedra, tan parecida a un hombre sentado en compañía de un perro hecho de brezo, llevaba allí toda la vida. Las estaciones se sucedían.
El viento y la lluvia pulieron al Ezequiel y el sol tostaba su superficie.
Desde su privilegiado observatorio, con aquellos nuevos ojos de feldespato y arcilla, vio erizarse de antenas el trenzado de tejas y pizarra que daba forma al espinazo del pueblo. Fue también testigo del regreso de los últimos quintos. Los vio ocuparse de rebaños cada vez más reducidos y descuidar la siembra de huertas y campos. Murieron los abuelos, envejecían los padres y los hijos terminaron por rendirse. Hubo que tirar la tapia y ganar terreno a la alameda para ampliar el cementerio. El de la Teresa ya no era el último columbario, ni buenas vistas tenía ya la pobre. Se cerró la escuela y se desmoronaron las bardas de los corrales. La vía nueva dejó de lado el pueblo. Los gatos se enseñorearon de la marquesina del apeadero y los raíles sobre traviesas descoyuntadas solo llevaban a un tope oxidado. No se oyó más el eco de los pelotazos contra el frontón. Enmudeció también la voz de bronce del campanario en el que, al caer el sol y alargarse las sombras, aún se advertían los viejos aguijonazos de metralla. No brotaba humo por las chimeneas en invierno y tampoco de los asadores en verano.
Ya no olía a leña quemada, ni a estiércol fresco, ni a pasto después de la siega. No quedó nadie para recordar que el Ezequiel y su podenco se fueron cerro arriba. Solo había guiones entre fechas de granito devoradas por el verdín. Y un año, con los primeros aguaceros de la primavera, se empezaron a hundir los tejados de un pueblo vacío. Las vigas podridas sobresalían como el costillar de animales prehistóricos desventrados. Por los huecos desertaban los espectros y la memoria. A pocos kilómetros, con el reclamo de unas pozas naturales, abrieron un camping. Algunos senderistas se acercaban a lo que quedaba del pueblo para fotografiar el encanto melancólico de las ruinas, pero pocos levantaban la vista hacia el cerro. Muy de vez en cuando, el petardeo de motos de cross perturbaba el silencio. El último grupo de motoristas que pasó por allí ignoraba el nombre del pueblo hasta que lo vieron en sus dispositivos GPS. Eran muy jóvenes, casi adolescentes. Descubrieron el barranco por casualidad y les pareció perfecto. Dedicaron un buen rato a practicar descensos vertiginosos y acrobacias para colgar los videos en sus redes. Estaban a punto de marcharse cuando repararon en la piedra que parecía un hombre sentado junto a un perro de brezo. Uno le puso un casco. Otro le talló sus iniciales en los ojos con una llave. Hicieron fotos pateando al hombre de piedra y retorciéndole el hocico al perro. Cuando dejó de ser divertido empujaron al Ezequiel barranco abajo. Mientras rodaba lo seguían con la cámara de sus teléfonos. El zarzal no les permitió verlo, pero celebraron con risas embrutecidas el ruido que hizo al quebrarse contra el fondo. Cuando retomaron la ruta solo dejaron silencio y olvido detrás de la polvareda. Y, junto a las marcas de ruedas, un podenco de brezo que se asomaba al borde del barranco sin alcanzar a ver a su compañero.
Jesús Gella Yago