Un relato salvaje
UN RELATO SALVAJE (Primer Premio 2019)
Siempre es otoño cuando ocurren las cosas más extrañas. Cuando las mareas vivas despiertan, y las olas enloquecen como monstruos negros. Cuando el mar olvida que agua y tierra fueron separadas en los orígenes para ordenar el caos, y se come la playa, y lanza contra las rocas de los acantilados todo lo que tenga la desgracia de encontrarse en su superficie.
Eso pensaba el joven médico mirando el cielo plomizo; casi dos años en aquella aldea costera y todos los días se felicitaba por haber aceptado aquel destino. Le gustaba la tranquila confianza con que le habían acogido en el pueblo. Visitaba a domicilio, montado en su cochecito de caballos, disfrutando del perfume de mil bosques, de los caminos curvados y solitarios, de la geometría ingenua del paisaje, con sembrados trazados con tiralíneas, como si la mano de un escolar se hubiese entretenido en dividir la tierra en docenas de porciones y las hubiese rayado después con un arado minúsculo, y moteado de un verde tierno o sombreado con cálidos ocres. Al atardecer volvía al pueblo, aspiraba con fruición el aroma a hierba cortada y a establo caliente, y su cochecito enfilaba la única calle enlosada del pueblo, una calle antigua y resonante, de huertos y casonas con aldabas que partían el viento en sollozos al ser golpeadas.
Y sin embargo…cuando el otoño comenzaba, cuando el tiempo se metía en agua, y los truenos descosían a zarpazos las negras nubes preñadas de lluvia, y el temporal hacía perder el rumbo a los barcos, algo cambiaba en la aldea. Vecinos que se ayudaban todo el año en las faenas del campo se miraban con recelo, amigos fraternales que se prestaban las caballerías y los aperos, dejaban de pronto de hablarse. Hasta parientes había que evitaban cruzarse en la calle. En la única taberna, cerca del puertecito, había miradas torvas y saludos sin contestar.
Pero sobre todo, las noches. A menudo le habían despertado ruidos de carros que inexplicablemente se aviaban con prisa a altas horas; voces amortiguadas, que se confundían con el ruido de la galerna, ir y venir por las calles, donde resonaban los zuecos de algunas mujeres, puertas y postigos que golpeaban, no se sabía si por el viento huracanado o por manos invisibles y apresuradas. Desde su ventana había divisado a veces luces, muchas luces, faroles sacudidos por el viento en las manos de sus porteadores, que caminaban en pequeños grupos y parecían dirigirse hacia la carretera.
Le había preguntado a la mujer del pueblo que venía a servirle todas las mañanas. Era sorda, pero el médico tuvo la impresión de que se volvía un poco más sorda aún ante su curiosidad.
Una madrugada lluviosa y cenicienta en que soplaba un nordeste suave, el médico regresaba tras atender un laborioso parto en las afueras del pueblo. Al entrar en él, vio ante la casa del herrero el carro uncido.
- “Mucho madrugamos”, le dijo deteniéndose un momento.
- “Voy por una carga de leña y tengo camino largo”, fue la respuesta.
Pero el médico vio que los caballos sudaban, como si acabasen de regresar de un esfuerzo considerable, y los cascos estaban cubiertos de arena. El herrero le saludó de un gesto vago, y subió al pescante sin añadir palabra. El médico le vio alejarse con prisa. La carga iba cubierta.
La siguiente noche sin luna, ante los primeros ruidos misteriosos, el médico se deslizó sigiloso fuera de su casa. Tras la verja, atisbó las idas y venidas, las luces cabeceando en el viento; un carro, cubierto con hules mojados que relucían negros bajo la escasa claridad del farolillo colgado del pescante pasó lentamente ante él. Lo conducía un hombre, resguardado con un sombrero plano, también de hule, que no dejaba ver su cara, y lo hacía rodar con lentitud tan cautelosa, que el chirrido de las ruedas se confundía con el del aguacero.
Sin pensarlo mucho, el médico siguió a la comitiva hasta la playa, resguardándose en las sombras. Desde lo alto del acantilado contempló lo que ya su intuición le había revelado. Multitud de vecinos, hombres y mujeres, se afanaban en la orilla, donde el mar arrojaba restos del último naufragio.
Era una rebatiña general: unos empujaban fuera del agua un enorme cajón de madera; otros, rodaban hacia la arena barricas de licor, que se acercaban empujadas por las olas. Otros más, provistos de bicheros, trataban de enganchar cuantos objetos, ropas, cajas de todos los tamaños, flotaban batidas por las olas. Dos mujeres registraban el interior de un bolsón y reñían por su contenido, que terminó en el agua. Hasta los chiquillos ayudaban alumbrando, apilando en la orilla, transportando hacia los dos carros, uno en cada extremo de la playa, donde cuatro hombres cargaban rápidamente, en revuelta confusión, cuanto los demás depositaban.
A la mañana siguiente, el médico se presentó bien temprano en casa del alcalde. A las pocas palabras, el médico comprendió; comprendió todo cuanto hasta entonces no había entendido.
El alcalde le miró despacio, antes de decirle:
- Los vecinos no hacen daño a nadie. Recogen despojos que nadie quiere.
- No lo veo yo así. El pillaje es una actividad infame. Se aprovechan de la desgracia ajena y terrible, la misma que puede asolarles a ellos cualquier día.
- Lo que el mar desdeña, es de poco valor. Las riquezas se van al fondo, lo que las olas traen no es sino algún barril de vino, cajas de víveres estropeados, menudencias en suma, que se tragará el agua si no las quiere nadie..
El médico insistía:
- Son naufragios recientes. Esas cosas deberían devolverse a las familias de los náufragos, a los armadores, qué se yo; puede haber documentos de importancia, deberían ser entregados a las autoridades, a los supervivientes…
El alcalde enarcó las cejas, con un gesto cínico:
- ¿Supervivientes? no suele haberlos. Es muy bravo el mar en estas costas…
Mire, es costumbre antigua que no puede desarraigarse. La gente pasa necesidad. Se ayudan con la venta de cuatro cachivaches. Andar al raque no es delito. ¿No creerá usted que un pueblo de quinientas almas se sustenta solo con un par de rebaños y algunos huertos?
- Esa es cuestión distinta, que no puede justificar una acción tan innoble. ¿Qué pensarían esos pobres náufragos, si supiesen que alguien se aprovecha así de sus pertenencias?
El alcalde se encogió de hombros.
- De poco les han de servir tales cosas. En cambio, los vivos pueden remediarse. Así ha sido siempre.
Cuando salió de la alcaldía y atravesó la plaza, le pareció que las gentes le miraban.
Ahí comprendió también las rencillas entre parientes, las miradas torvas entre amigos fraternos: los repartos del botín, las disputas por los despojos que las olas escupían, ahítas de sus presas, sobre aquellos desgraciados eran causa de la cizaña sombría que crecía en el pueblo en cuanto los temporales recios se abatían sobre él. En aquel otoño de lunas rojizas y mareas vivas, crecían las malquerencias entre los compañeros de rapiña, camaradas de fortuna, nunca satisfechos con la suerte correspondida.
Unas semanas después, el viento comenzó una noche a rugir con furia sobre la costa. No esperó mucho el médico antes de dirigirse a la playa; las palabras del alcalde resonaban en su cabeza: nunca hay supervivientes.
La oscuridad del camino se espesaba y una niebla grisácea flotaba a los lados, enredándose en las bardas. Al doblar el recodo de la bajada notó que el faro no lucía. En su lugar, en el lado opuesto, una enorme luz blanca, colocada sobre el promontorio, protegida de la lluvia, enviaba sus engañosas señales atrayendo los barcos hacia las rompientes. Las olas monstruosas se levantaban como los hombros de un cíclope que surgiese del agua, enloquecido, dispuesto a engullir el acantilado y arrastrarlo con él al abismo. Y sobre ellas, el casco de un navío casi partido en dos, medio tragado por las olas gigantescas que lo sacudían como un lobo sacude a su presa mientras la devora.
Sobre la playa, los aldeanos como una jauría salvaje se abalanzaban sobre los desgraciados que a nado o arrastrándose, trataban de ponerse a salvo. Armados con palos y garrotes remataban a los infelices medio ahogados y les despojaban hasta de las ropas. Iban embozados, medio tapadas las caras con pañuelos que perdían en la refriega, y que algunos lanzaban lejos cuando les estorbaban. El médico reconoció a varios de los más fornidos que, sacudiendo un bote que se acercaba a la orilla, lograron volcarlo y con sus propias manos ahogaron a tres mujeres que venían en él, sujetándolas bajo el agua. Otros dos, pugnaban por arrancar los oros que brillaban en las manos de un ahogado. Algunas aldeanas, acuclilladas en la orilla, registraban minuciosamente los miembros y la ropa de un hombre joven, y una de ellas, bien prevenida con una tenaza, cortaba con destreza la cadena de oro que se resistía a abrirse.
Con el agua hasta la cintura, blandiendo trozos de madera, los raqueros golpeaban las cabezas que sobresalían entre la espuma, sin distinción entre vivos y muertos.
El médico estaba mudo de horror. Había oído hablar de los naufragadores, y nunca había creído que semejante espanto siguiera existiendo.
Las nubes se abrieron un instante y la luna, como un galeón fantasma entre celajes negros, apareció de pronto alumbrando con pálida claridad la escena infernal. El médico no pudo resistir el impulso de arrojarse al agua cuando vio flotando, braceando apenas, a una criatura, una niña de pocos años que trataba de asirse a las rocas, muy cerca ya de la orilla. Un hombre de escasa estatura y ancha espalda, con el rostro cubierto, le impidió el paso lanzándole al suelo. El médico vio brillar la hoja de una hoz, tan cerca de su cuello que se dio por muerto. Sintió un golpe en la cara y cayó de espaldas casi sin sentido, mientras el embozado volvía a su siniestra tarea. Como pudo, se arrastró hacia el camino sin que nadie en la playa volviese la cabeza para verle. Regresó al pueblo y sin entrar siquiera en su casa, empapado como estaba y con la frente ensangrentada, ensilló su caballo y se dirigió a la capital.
No volvió hasta el día siguiente, ya bien entrada la noche. Recogió sus pertenencias y al amanecer salió del pueblo escoltado por ocho hombres. El capitán del pequeño destacamento se presentó en su casa antes de que rompiese el alba y no le permitió recoger más que su instrumental y un pequeño hatillo.
- El gobernador le envía toda la escolta disponible, que no es mucha-le dijo- Pero urge salir. Se ha arrestado tan solo a los cabezas de familia, y a los hijos mayores de veinte años. A estas horas, hay más de cuarenta hombres que van de camino a la prisión real.
- ¿Y el resto?, preguntó el médico. Todo el pueblo estaba anoche en la playa.
El capitán se encogió de hombros.
- Dese prisa. Tengo cuatro hombres más a la entrada del pueblo. Y no descarto que algún muchacho o una mujer desesperada nos aguarde en un recodo del camino con la escopeta de caza de su marido.
El médico obedeció y salió de su casita tras lanzar una última mirada al hogar donde había creído que podría vivir siempre.
Le escoltaron hasta la capital y el gobernador en persona le dio las gracias y le prometió interesarse por su próximo destino.
El médico solo pidió una cosa: un pueblecito tranquilo, bien tierra adentro.
María Cureses de la Vega