A través del ángel azul de la nostalgia
A TRAVÉS DEL ÁNGEL AZUL DE LA NOSTALGIA (Primer Premio 2017)
A través del ángel azul de la ventana se desliza, holgazán y parsimonioso, parsimonioso y holgazán, el verano con sus sandalias de fina y dorada arena, con sus pasos tan lentos y ensimismados, y su camisa estampada con nubes de nácar y gaviotas de seda. Antes, cuando era más pequeño y vivíamos en el Norte, a través del ángel azul de la ventana sólo veía el discreto perfil cascarrabias del invierno en el parque. El invierno del Norte tenía las manos frías, los dedos húmedos de perpetua llovizna y el aliento gélido. Como el discreto perfil cascarrabias del invierno del Norte, sus frías manos de mármol, sus dedos de agua que repiqueteaban en las ventanas y su gélido aliento que empañaba los cristales me daban miedo, un miedo terrible, y me producían pesadillas, Elisa, me salvaba, Elisa me recitaba versos de Eliot: la primavera en invierno es su propia estación…
Es triste ser un adolescente tímido y enfermo y vivir en el claustro de tu soledad. Es muy triste alimentar tu alma de silencios y niebla; de espejismos y niebla. Uno termina inventariando e inventando el mundo a través del ángel azul de la ventana. Es triste sentir que agonizas y te ahogas dentro de una campana de cristal; que aunque grites, nadie te escuchará; que nadie puede tocarte y que no puedes tocar a nadie. Es muy triste beber el día a día como un licor amargo. La sensibilidad se agudiza como un cuchillo dentro de la carne. Te vuelves hosco, arisco y solipsista.
A través del ángel azul de la ventana veo cómo regresa Elisa cargada con las bolsas de la compra. Es como la imagen de la Justicia. Parece cansada. El cansancio la dota de una belleza maternal, evanescente y trágica. También veo a Joseph y Nicole; la encantadora, atolondrada y divertida pareja de ancianos belgas que viven frente a nuestro chalet. Los he convertido en mis abuelos adoptivos. Yo los llamo, cariñosamente, los señores Olvido. La razón para llamarlos así es Nicole, que aparece en casa cada dos por tres para suplicarle a Elisa, chapurreando un castellano cómico; por favor, un poco de sal; por favor, unos terrores de azúcar; por favor, un vaso de aceite…O cualquier otra cosa. Además de aceite, azúcar o sal, mamá también presta a Nicole libros de poesía. La señora Olvido agradece los libros de poemas y todo lo demás, y alega siempre lo mismo: que su memoria ya no es lo que era. Con sus ojos de sirena despistada y su pelo teñido de amarillo limón o de amarillo trigo o de amarillo paja parece un hada madrina que ha perdido su varita mágica. La varita mágica de los cuentos de hadas para adolescentes que no desean crecer. Cuando nos quedamos solos, Elisa me cuenta que Nicole trabajó muy duro durante treinta y cinco años para una empresa de aceros alemana, que todos los días recorría cien kilómetros para ir al trabajo, que nunca tuvo hijos, que ahora anhela no haber tenido hijos…
A través del ángel azul de la ventana contemplo cómo desayunan mis abuelos adoptivos. Cada día se repite el mismo ritual. Nicole deposita un beso en la frente del señor Olvido y una jarra de zumo de naranja en la mesa, junto a las tazas de café y las tostadas. Después de desayunar la señora Olvido se marcha a la playa a nadar durante una hora. Nicole es una gran nadadora. Su piel es oscura como la madera y sus ojos perturbadores como la noche. Cuando regresa de nadar, la señora Olvido lee en voz alta a Joseph delicados y suntuosos poemas de Emily Dickinson: ojalá fuese para ti el verano si los días de estío se te alejan…
Nicole trata a Joseph como si fuese un niño mimado o un adolescente tardío. Como si fuese el hijo que siempre quiso tener, pero nunca tuvo porque trabajaba muy duro en una empresa de aceros alemana, porque tenía que recorrer todos los días cien kilómetros para ir a trabajar y, de repente, la vida y el tiempo le pasaron por encima como un tren de mercancías. Elisa, en cambio, me tuvo a mí sin querer. Luego, la enfermedad se apoderó de mis recuerdos y de mi cuerpo y, después, papá nos abandonó. No explicó los motivos. No pidió disculpas. Simplemente, se fue; aunque yo sé que tuve parte de culpa, aunque Elisa nunca me lo ha reprochado. Se marchó con la primavera mientras yo aprendía a descifrar la trágica belleza de los poemas de Sylvia Plath: hoy la primavera hace que los instintos estén ebrios…
Fueron años duros. Elisa los llama “los años de la melancolía y el desdén”. Yo aprendí a vivir en el corazón de mamá y a mirar, a través del ángel azul de la ventana, el perfil, holgazán y cascarrabias, del invierno del Norte en el parque y el paso callado, cansino y tedioso de las estaciones.
Aprendí a claudicar, a ejercer la cruel potestad del reproche y la venganza.
Aprendí que vivir es ir perdiendo cosas. En lugar de cuentos para niños, Elisame leía poemas de Salvatore Quasimodo: se oían pasar aéreas estaciones,desnudez de las mañanas, lábiles rasgos chocándose…
A través del ángel azul de la ventana, septiembre camina con paso firme y, como cada día, los señores Olvido desayunan zumo de naranja y tostadas con café. Hace unos años, después de que papá nos abandonase sin dar ninguna razón, Elisa, se vio obligada a abandonar su empleo en una importante empresa de Norte, a cambiar de ciudad y de vida y a buscar trabajo en casa para poder cuidarme. Ahora traduce a Rilke. Elisa comenta que Rilke es un poeta endemoniadamente difícil de traducir al castellano.
Para obtener traducciones fieles y aceptables hay que dedicar mucho tiempo y esfuerzo a los poemas, pero la editorial es inclemente en cuanto a los plazos de entrega y Elisa traduce a marchas forzadas, porque el otoño se nos echa encima como un salteador de caminos con su saco de hojas secas como huesos que crujen si lo agitas y sus uñas de escarcha. Y Rilke eleva la voz desde sus versos y canta: no sólo las mañanas todas del verano, no sólo cómo ellas se transforman en día, radiantes de comienzo. No sólo los días…
Hoy, a través del ángel azul de la ventana, he visto pasar la muerte de puntillas. Tenía un aire cotidiano e intrascendente. Apenas me ha dado los buenos días. Su agenda de visitas estaba completa. Joseph ha fallecido.
Sucedió mientras su mujer nadaba mar adentro como cada mañana. Elisa dice que ha debido ser un ataque al corazón. Nicole está destrozada por el dolor y la pena. Y también por la culpa. Llevaban juntos cuarenta y cinco años y habían viajado por los cinco continentes porque Joseph, a pesar de su cara de payaso bonachón y su nariz judía, trabajaba en una agencia de viajes, y siempre obtenía las mejores ofertas. La señora Olvido piensa que ha perdido un marido y un hijo. Ese hijo que nunca pudo tener porque el tiempo y la vida le pasaron por encima. Elisa le ha ofrecido a Nicole la habitación de invitados para que no pase la noche sola con su dolor y su pena, pero ha preferido velar el cadáver de su marido en el tanatorio. Mamá irá mañana al sepelio. Yo me quedaré aquí, encerrado en mi cuarto, que es como una urna de cristal donde me ahogo y agonizo. A través del ángel azul de la ventana contemplaré el porche vacío del chalet de los señores Olvido y veré cómo se aleja el verano con sus sandalias de fina y dorada arena, sus pasos tan lentos, y su camisa estampada con nubes de nácar y gaviotas de seda. Quizá un terco viento de Levante agite el nácar de las nubes y la seda de las gaviotas. Y entonces, cuando el dolor se vuelva insoportable y feroz como un lobo salvaje y la pena sea una alimaña que escarba en las heridas del corazón, entonces, elegiré de entre todos los libros de poemas que hay en la biblioteca de Elisa un libro de versos de Dylan Thomas y a modo de epitafio recitaré: Y la muerte no tendrá señorío. Aunque las gaviotas no vuelvan a cantar en su oído ni las olas estallen ruidosas en las costas…
Manuel Ramón Moya