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Maldormida

MALDORMIDA (Primer Premio 2016)

“Le gustaba dormir cuando los otros vivían
y vivir cuando los otros dormían”.

ABILIO ESTÉVEZ

PONME UN TERCIO, Culebra -le digo acodándome en la barra. Conozco al Culebra desde que tengo memoria. Me ha visto triste más veces que nadie y siempre ha sido ese amigo extraño que sabía tantas cosas inútiles, reparar radios, hacer puentes a coches y perseguir al futuro por carreteras secundarias gritando: nunca nos someteremos, nunca llegaremos a los cuarenta, nunca iremos al ralentí de la vida, arderemos, a toda hostia, hasta el final. Ahora el Culebra lleva un bar y yo curro en una fábrica. Supongo que pudieron con nosotros. Nos arrodillamos.
¿Tan pronto?
No me sermonees, que entro dentro de una hora: jornada intensiva.
Estamos solos en el local y doy un trago profundo, que sabe a todo menos a cebada. El Culebra vuelve a la revista que reparten con el periódico de los domingos. Pasa las páginas con apatía y ruido. De repente, se detiene y suelta una especie de bufido marsupial.

No me jodas…es ella.
Que es quién.
Aquella que te gustaba tanto… Maldormida.
Y me acerca la revista.

Para muchos la gloria era ganar el Tour de Francia, sacar una oposición a notario, triunfar en el Rock-Ola. Yo una vez toqué la gloria: Maldormida.

Me veo a mí mismo a los dieciséis años, rodeado de gente, dando a luz una de esas ideas geniales que solo se materializan en la oscuridad de un garito, en medio de una canción perfecta o en una borrachera con amigos. Y entonces llega ella, lo más cerca que estaré nunca de la inmortalidad: Maldormida entrando por la puerta del Tránsito, nadando entre la gente en zig-zag hacia la boya de la barra del bar. Si las miradas son discursos, el de Maldormida hablaba de esa clase de ternura que se forja en la infancia jugando con una caja de cartón o con un cachorro cojo de pastor alemán. Imaginaba sus bostezos en latín (no había lenguaje que pudiera atraparla: ella sólo quería lenguas vivas). Iba tan pasada que chocó conmigo, tardando varios segundos en reconocerme.

Alfanhuí (así me llamaba): no dejes que nadie te robe la sonrisa. Y luego me abrazó.

Al notar su cuerpo pegado al mío, supe que podría inventar vacunas, caminar sobre las aguas, devolverle la vida a los muertos. Nunca he vuelto a sentirme tan bien. Nunca. El resto ha sido como vivir sin ganas.

Deja la chupa de ante sobre la máquina del millón Skill Flight y se estira como un gato con su jersey de angora negro, tan dado de sí que podría cobijar a dos espantapájaros, ese jersey que siempre huele a tabaco rubio y a pachulí, pantalones de cuero que se adaptan como una segunda piel, un cinturón de piezas de mechero, el pelo teñido de agua oxigenada, un pañuelo atado al cuello con descuidada ingenuidad, los labios pintados de rojo, el hoyuelo en la barbilla que solo he visto en sueños o en las películas de la nouvelle vague: una chica construida con las piezas de todas las motos que me gustan, con todas las canciones que sacan lo mejor de mí, con todas las madrugadas en las que creí conseguirlo.

Nos conocíamos de los bares. Maldormida parecía salir siempre de una fiesta, de una de esas fiestas en las que todo es posible. Cierro los ojos y la veo bailar subida al escenario, entre botas militares y maquillaje de fantasía, sudor obrero, tirantes y gabardinas negras, el humo escapando a cámara lenta de su boca entreabierta, iluminada por una intensa luz interior. Bebe durante treinta segundos, contados en voz alta por decenas de gargantas, de una botella de whisky Dyc robada de un supermercado, y luego sonríe. Se derramaba en las retinas de todo el mundo. Hombres y mujeres, yonquis y policías secretas quedan atrapados en su órbita. Y yo hubiese dado todo por atragantarme con su ternura, beberme su tristeza, sacarla de sí misma, entrar en el edificio en llamas de su alma, rescatarla y morir en sus brazos como un héroe. Con ella descubrí que había mujeres bombilla y mujeres tragaluz, y que a su lado, una chica guapa, cualquier chica guapa, parecía la madrastra de Blancanieves.

Se queda atrapada en un solo de guitarra, su corazón latiendo entre el humo y los bafles, a merced de las drogas y de los tíos peligrosos. Siempre rodeada de los más modernos, de las crestas más altas, de las amigas más locas. Siempre a merced de las hienas de la noche. Yo solía rezar para que el daño no la alcanzase, intuyendo que lo malo siempre te atrapa. Sólo era un chico corriente enamorado de una mujer excepcional.

¿Cómo debe ser tenerla?, le pregunté una vez al Culebra.

Como follar con una médium sobre la tumba de un asesino, me respondió. El Culebra es así, un bicho raro en una charca de bichos repetidos.

Maldormida sentía repulsión por su belleza, cargaba con ella como el que arrastra una pesada maleta, y por eso se castigaba: un día se rapaba la cabeza al cero, otro dibujaba caminos imposibles con un punzón. En el tedio de la semana, escribiría su nombre en las tapas de un cuaderno o en una pared, infinitas veces, recordando su sonrisa dislocada y triste mientras escuchaba en el walkman Disneylandia, de Los Burros. Nadie te enseña qué hacer con los sentimientos. Sin las canciones o los libros o las películas nos volaríamos la cabeza.

Por mucho que corriéramos Maldormida siempre iba por delante. Pasó de tontear con las drogas a engancharse. Se buscaba la vida sableando a todo el mundo (déjame veinte duros, te los devolveré la semana que viene. Enróllate, venga, que estoy pelada). No llegó a perder la belleza, pero la luz de los ojos empezó a secársele. Era la moda. Se picaban jaco por la novedad, el desconsuelo y la angustia existencial de no dejar huella. Se picaban para quitarse esa horrible visión local del universo. Se picaban para escapar de las horas lentas y de las ciudades pequeñas. Yo me negaba a creer que un día pudiesen encontrar a Maldormida tirada en un callejón, entre cartones, como una muñeca rota. Me negaba a soñar un mundo sin ella.

Entonces, ese padre condecorado y esa familia decente, la rescató a su manera, como rescatan las familias, intentando corregir la trayectoria de un proyectil que atravesaría cualquier chaleco antibalas: la encerraron en uno de esos centros de rehabilitación para toxicómanos, entre animales de granja y paseos, actividades con cerámica y televisión, reuniones al aire libre y tabaco eternamente encendido. A las siete semanas, regresó a los bares, mansa, seria y limpia, y poco tiempo después volvía a ser el mismo animal herido, un animal de cuero que devoraba las noches de tres en tres.

Una madrugada los planetas se alinearon a mi favor. Dos tipos guapos se peleaban como carneros por ella, la chaqueta vaquera enroscada en una mano, una botella rota en la otra, la pose copiada de Perros callejeros asomándoles en la cara. Los dos eran conocidos y codiciados: el rockabilly que parecía un hijo bastardo de Elvis y aquel Paul Newman de granja que había estado con todas y que luego, años después, moriría en una bañera. Maldormida parecía hastiada, cansada del circo de gustar, había visto demasiadas veces el mismo ritual. Dijo: yo no tengo dueño. Y luego me dijo al oído: vamos. Las cortesanas coquetean, las diosas dicen: vamos.

Vivía de okupa en uno de esos barrios señoriales que se pudren sin nadie en su interior: un colchón en el suelo y velas en platos de café desportillados y frío húmedo y poemas de Jim Morrison: un maniquí con peluca rubia vestido de comunión, un espejo de cuerpo entero, un poster de Burning, una maleta de madera llena de bragas y cascabeles. Nos arrancamos los pantalones con sed y supe que la vida tenía que ser eso: el torpe deseo de mi cuerpo. Antes de dormirse me pidió en un susurro que me marchara con ella. Estuve toda la noche abrazado a su cintura, sintiendo cada latido y cada respiración, memorizando las coordenadas de sus pecas. Pero Maldormida no tenía dueño.

Pasé el verano secuestrado en el pueblo de mi madre, soñando con sus pálidos ojos azules, bañándome desnudo en pozas solitarias, huraño, desconsolado, maldiciendo a la familia, y al regresar salí a buscarla.

¿Te has enterado de lo de Maldormida?

Y pensar lo peor, el pánico al caballo, a la sobredosis, a la muerte en los portales.

Se ha marchado a Londres.

Y respirar aliviado, sintiendo al mismo tiempo una quemazón en el pecho. Porque Londres siempre la estuvo esperando. La imaginaba musa de fotógrafos y pintores, reina de una comuna de artistas en una gran casa victoriana con jardín, fantasma y estanque. La imaginaba novia de David Bowie. La imaginaba entrando de noche en el zoo, adentrándose con una minifalda en el recinto de los aligátores y recogiendo las monedas que arrojaban los turistas.

Se había marchado para no regresar, pero mi brújula nunca dejaría de señalar a Maldormida. El primer sábado me regalé una borrachera triste en su honor. Los bares estaban desoladoramente vacíos. Las canciones que me unían a ella se convirtieron en balas de plata. Tras su marcha el aire de provincias se volvió espeso y opresivo hasta que un día una sonrisa o una voz me rescataron a la ternura: me enamoré. Y luego me enamoré muchas veces más.

Miro la página buscando respuestas. Es el típico artículo sensacionalista de dominical: las peores cárceles del mundo. Me quedo hipnotizado mirando una foto en blanco y negro: un grupo de presas desafiantes, gélidas, tatuadas hasta la marca del soldador y, a un lado, en un segundo plano, Maldormida. A pesar de los años, sigue siendo ella. Lleva el pelo corto, los pómulos muy marcados, una ceja mal cicatrizada y mira al corazón de la cámara. Me mira.
Quizá nunca alcanzó Londres, quizá tuvo una vida carcelaria y horrible.

Siento los pulmones encharcados de aire del pasado. Y recuerdo que Maldormida era capaz de tocarme los cuatro lados de mi pena y que lo hubiera dado todo por atragantarme con su tristeza. Que solo me enganché a ella y el resto fueron sucedáneos, huevas de lumpus de la felicidad. Soy consciente que quizá la inventé, pero también que sus imperfecciones eran mi mejor lugar para vivir. A estas alturas de la vida, sé que algún día me mearé en el pañal de un oscuro geriátrico, y no recordaré a nadie, salvo a Maldormida.

Tenías que haberte marchado con ella, sentencia el Culebra.

Todavía queda tiempo, le digo apurando el tercio, camino de mi mochila y de mi pasaporte.

Todavía queda tiempo.

Oscar Sipán Sanz