Naturaleza muerta
NATURALEZA MUERTA (Primer Premio 2015)
El silencio hubiera sido redondo de no ser por el zumbido perezoso de la cámara frigorífica. Contempló la forma perfecta del pescado contra la loza, como si el mar fuera un infierno blanco y cuajado. Le gustaba, antes de comer lo que Federica le regalaba, disponer en bodegón sus manjares, las formas abstractas de la carne o el pescado, la figura esencial de la fruta con piel, el rostro arrugado del pan, la verdad del agua o alguna vez la pasión del vino en un vidrio claro. Cada fruto de la tierra y del mar debía encontrar su lugar exacto, mineral. Sólo entonces, cuando las escamas metálicas de una dorada encontraban sosiego en el aroma de la canela del flan, o la pasión de la berenjena se aquietaba con un melancólico caldo de ajo, la noche se volvía escala oscura y el viajero empezaba a comer ascendiendo hasta el corazón de la quietud.
Federica le dejaba entrar por la puerta del fondo, la de los suministros y la hilera de cubos de desechos, y le permitía sentarse en la recocina del restaurante. Eso sucedía algunas noches, no se pregunte con qué ley o cuándo. Solía ser, eso sí, algún lunes de poco trabajo, en que el dueño no aparecía a husmear entre el servicio ni a revisar la caja registradora, las reservas y la nuca de alguna camarera joven y sin papeles, o quizá algún viernes absurdo y viudo. Ella no le preguntaba nada, no le decía nada, simplemente dejaba abierta la cancela y una pequeña luz en el ventanuco, y la comida sobre la tabla. Entraba allí, en silencio, se aseaba en la pileta, se vestía un traje gris del padre de Federica, que aunque grande y póstumo él volvía humano, por si aparecía, quién sabe, el gerente o el cocinero, y cenaba.
Así sucedió la primera vez que ella le vio junto a la puerta del restaurante. Creyó que estaba examinando el menú, pero él estaba extasiado ante la perfección de un geco abrazado a un fanal. Era el final del verano y el séptimo año que había abandonado su vida anterior y se había lanzado al camino, buscando orden, silencio. Aunque nadie podría asegurar que no odiaba a sus padres o que había nacido nómada o que huía de otros brazos.
Era tal su fijeza que la impresionó.
-Pase. Pruebe nuestro menú especial.
Él se giró y la miró. No dijo nada.
Él la miró más allá de los ojos, hasta los huesos pero más allá y ella se estremeció al instante. La habían mirado más de una vez, claro, antes, cuando era joven, pero nunca así.
-Una manzana con su piel, y ya me basta.
Ella lo vio entonces y cayó en la cuenta de que, bajo su corrección y la perfecta dicción con la que paladeaba cada sílaba, en el equilibrio con la que se balanceó en dos su mensaje, había un vagabundo. Federica, temiendo ofenderlo, entró sin decir nada. Dos horas más tarde, al ir a cerrar la puerta principal él seguía allí, mirando una falena en la hiedra.
-Venga por la puerta de atrás.
La mariposa se echó a volar buscando el mar de la cristalera. Él hizo lo que le dijeron y al entrar en la pequeña estancia, con sus botes de especias, sus lomos de bacalao y un leve aroma a café y menta, vio la manzana sobre un bello plato blanco.
Se sentó. La noche en que moría ese verano era un rumor de sueños, cumplidos, rotos, por venir. Federica entró. Sin mirarlo, empezó a desnudarse. Sin miedo ni deseo. Pues no todos los actos necesitan de un porqué. Él la miró allí, en el fondo del pozo en el que él, por vez primera en años, había hecho penetrar un puñado de luz.
-Ya la he visto desnuda –le dijo.
Ella sabía que era cierto y comprendió que cuando se nos revela una verdad no necesita explicación ni ejemplos, que no puede desnudarse quien está desnudo, que él la veía así, en desnudez. Sintió que el verano moría sobre aquella mesa, donde una manzana era un corazón puro. Le sonrió, sonrió a alguien por primera vez en años, a aquel vagabundo que le devolvió la vida y la esperanza. Y le sirvió el menú especial.
-Cuando termine –le dijo-, cierre la puerta.
Así lo hizo él. Pero antes saldó su cuenta con un poema de palabras mínimas y delgadas, donde le mostraba a la mujer madura su belleza. La segunda vez que lo vio, invisible bajo la lluvia, majestuoso, pasadas unas semanas, su corazón solitario se inflamó de nuevo y sus pasos la llevaron a la parte trasera del restaurante, donde dejó la puerta abierta y, sobre la madera herida de la mesa, un puchero de fragantes lentejas y una pata de cordero con hierbas aromáticas. Tras cerrar el restaurante, fue hasta la recocina y lo encontró sentado. No se miraron a los ojos. A su espalda, mientras él, tras disponer de las viandas en una armonía de texturas y esencias, empezaba a comer, se desnudó. A su espalda, lo abrazó. Despaciosamente él comía las lentejas, con cucharadas breves, reflexivas. En silencio, ella notaba la transformación de la materia en él, el hierro tornándose espíritu. Se levantó.
-Cuando termine –le dijo-, cierre la puerta.
Desde entonces, cuando aparecía, cuando ella lo veía a través del ventanal en el jardincillo de entrada, y nunca se sabía cuándo, pero ella lo presentía, abría la puerta trasera y le dejaba preparada la cena. El rito era claro para ambos. Al terminar, el siempre le pagaba con un obsequio. A veces era un pequeño dibujo de sus manos. Otras, una piedra misteriosa, un nido diminuto y perfecto, la foto de alguna revista, un vidrio de colores, primicias todas de sus merodeos ensimismados. Ella fue guardando estas ofrendas que, con el paso de los meses, de las estaciones, se fueron convirtiendo en un pequeño tesoro que guardaba en un anaquel de su habitación, altar ya idólatra, santuario y cubil.
-Mi primer amor se llamaba Ángel –le desnudó en el siguiente encuentro-. Nos descubrieron sus padres y tuve que marcharme del pueblo.
El hombre sonrió.
-Te amaba pero no era para ti.
Federica se echó a llorar, posiblemente treinta años más tarde de la cuenta. ¿Por qué quería desnudarse delante de aquel hombre, por qué se sentía desnuda, por qué estaba en desnudez sin mácula ni pudor ante él? El hombre sacó del bolsillo de su gabán una ramita de lavanda.
-Cada espiga tiene cien semillas. Cada semilla es una promesa. Todas mueran para germinar. Una florece.
El olor vegetal llenó la noche. Por el ventano la luna arrojaba un hilo de leche. Federica se sentó en el regazo del hombre, que estaba tranquilo, absorto, bañado por la luz. Se desató la blusa. Sus senos eran abundantes y algo vencidos, muy tímidos, pero la suya era la más dulce de las derrotas. Tomó con suavidad la cabeza del hombre y puso un pecho en su boca.
Desde siempre, los seres anhelan la unión. La consiguen a veces, pocas, con la cópula, con la palabra, con el espejo, con el silencio, con el olvido. Dura poco pues, al parecer, no está hecha de tiempo.
Ella dijo:
-Cuando termine, cierre la puerta.
Y al salir añadió:
-Gracias.
O tal vez sólo lo pensó. Sí, seguramente sólo lo pensó.
Esa noche, Federica no pudo dormir. No sabía si el hombre dejaría algo detrás, o si habría pensado que ella ya estaba satisfecha. ¿Por qué hay afinidad entre unos sabores y hostilidad entre otros? ¿Por qué la raya del tigre es de oro entre la espesura? ¿Por qué en la noche oceánica los barcos nunca se encuentran y se anhelan, pero se ignoran en las dársenas? Un hombre, una mujer, son qué, muy poco, dos montoncitos de células, de moléculas en un equilibrio precario. A veces suena la música de los astros y se encuentran y se convierten en otra cosa esos dos. Otra cosa. La cabellera ardiente de una estrella fugaz. Fugaz. Federica no sabía decirlo, pero sentía ese calor en su sexo, en sus pechos abiertos como flores bajo la luna, como si la leche volviera a subir otra vez, treinta años después, tibia, impura, dichosa.
El día fue una espera indisimulada, inmisericorde. Paseó por el parque y la angustió la visión de los niños columpiándose. Por la tarde se arregló con tal mimo que hasta a los clientes habituales les sorprendió la brutalidad de su belleza. Existía, Federica existía, hecha de carne y de tiempo.
Aguantó que todo el mundo se marchara con un deleite moroso, martirizado, para buscar lo que él podría haberle dejado.
Colgado de un clavito había una tira de papel enrollada, caracola perezosa.
-Mi nombre es Ángel.
Federica se echó a llorar. Si hubiera habido una tinaja de leche lo suficientemente grande se hubiera sumergido en ella. La cámara frigorífica arrojaba al silencio su zumbido, quebrando su núcleo.
Hasta el siguiente lunes nadie cayó en la cuenta. Solo cuando abrieron la cámara frigorífica la encontraron, desnuda, muerta, Federica. Sus senos azulados como planetas ausentes. En un plato, una manzana esperaba.
Javier Izcue Argandoña