Un hombre feliz
UN HOMBRE FELIZ (Primer Premio 2013)
Me llamo Eugenio, soy escultor por encargo –no muy acreditado, todo hay que decirlo-, vivo solo, amo el campo y me gustan las mariposas. Podríamos decir que esa es mi biografía. Pues, a pesar de tan leves señas y de tan pocas expectativas de mejora, fíjense cómo estará la crisis que no he escapado a la atención de los buscadores de clientes.
-Se ve que usted es una persona feliz, solo hay que verlo, pero la felicidad, amigo mío, carece de nombre hasta que no se domina, y se atrapa, y se disfruta. Déjeme decirlo así: se atrapa, y se disfruta.
Y aquel señor recién llegado comenzó a hablarme con su sonrisa de melocotón en almíbar.
Y yo que no quería escucharle.
-Mire, no soy feliz, así que ahórrese todo lo que viene.
¡En mala hora fuera mi advertencia!
-Razón de más…, y ya no pude escaparme.
Ahora, quién me lo habría dicho antes, tengo la misma infelicidad, y lo que es peor, no sé qué hacer con el cadáver.
Naturalmente que podría explicarlo todo, tal como ocurrió, hasta el más mínimo detalle. Esa es una posibilidad, pero me temo que el mundo no está preparado para entender que cuando uno no está dispuesto a escuchar y a escuchar a un inaguantable y desconsiderado visitante, y se le advierte –cuando te deja intervenir, por descontado-, y, nada, no te hace el más mínimo caso, y vuelves a intentarlo, y el tiempo pasa, y todo es cada vez menos soportable, y él dale que dale, y tú por favor…, y le dejas claro que no quieres comprar, y ves que da lo mismo, entonces, digo entonces, una vez intentado todo y nada conseguido, y él sentado cómodamente en el sofá, por supuesto sin haberle hecho el más mínimo gesto para que se sentara, repito, entonces y solo entonces, harto y sin refugio, le das en la cabeza con el martillo del escoplo, pones en ello todas tus fuerzas, más que tuvieras, y sientes un alivio liberador al descubrir, ¡por fin!, aquel silencio.
Pues bien, decía que si lo explico tal y como fue, sin quitar ni poner una fantasía, y por mucho que lo aclare con todas mis razones, no creo que se me entienda.
Y aquí viene lo duro.
Una solución sería buscar allá, cerca del bebedero que tienen las erebias, un buen lugar donde enterrarlo, que ya se encargará el tiempo de su olvido. Claro, que eso significa que tengo que llevarlo hasta la montaña, pero, a ver, cómo lo llevo, me pregunto, y, por si fuera poco, hay que llevarlo sin levantar sospechas, sin que nadie te vea, y encima cava un hoyo, y vuelve a echar la tierra, y vigila en los días siguientes que ningún animal escarbe con las patas y lo descubra… Y es que, me digo, siendo mía la razón no tengo por qué verme tachado de asesino, ni una solución tan insegura merece el esfuerzo que me supondría.
Cortarlo a pedacitos sería otra posibilidad, que siempre es más fácil ocultar un trozo que un destrozo, pero menudo enredo se me iba a formar en el salón –o en el cuarto de baño, que, para el caso, poco importa-, y limpia después, y ve y ven, lleva y vuelve a llevar a donde sea todo el cuerpo, pedacito a pedacito. Que no, que, sinsabores aparte, tampoco me compensa.
Buscar la ayuda de alguien, pero cómo. Y quién por mis razones se avendría. No tengo muchos amigos –seguramente, ni pocos- de quienes echar mano, y estas cosas no son precisamente para las que más manos me darían.
Llamar a la policía, he ahí otra alternativa. Los más incautos dirán que eso, llamar a la policía, eso es comportarse como se debe. Pero por esa vía no hay que hacerse ilusiones, ya dije que no es fácil que se me entienda. Con seguridad, ese camino solo conduce a sitios sin retorno.
Ay, muchas cavilaciones para día tan aciago. Y pocos remedios eficaces para males tan verdaderos.
Lo que han leído hasta aquí, si por una casualidad lo leyeron, lo escribí antes de que las cosas se complicaran. Lo digo como si no estuvieran complicadas, pero es que cualquier mal es un alivio de otros males mayores. De modo que esperen a compadecerme, no se aceleren y busquen en el estado en que me veía lo que pueda haber de aprovechable, porque, aunque parezca imposible, la situación empeoró, y de qué manera.
Lo contaré sin dar muchos rodeos.
¿Qué hacer si, en medio de este caos de pensamiento –y caos en la casa-, sin saber qué hacer con el cadáver, llama a la puerta otro desconocido que apenas difiere del muerto, e insiste, y dice, sé que está usted ahí, abra, no va a arrepentirse? ¿Qué hacer si, torpe de ti, le abres y descubres que este segundo visitante es como el anterior y que, por si fuera poco, se va llenando de sospechas, mira aquí y allá con suspicacia, y empieza con preguntas indiscretas? Pues, claro, te quedas sin respuestas ni argumentos, te asustas, recuerdas que ya fuiste cruelmente tratado por las circunstancias, y decides seguir la misma ruta que emprendiste, sin andarte con mayores miramientos. Dicho de otra manera, aprovechas que el visitante hurón anda fisgando, indaga y pone caras de extrañeza para repetir con el martillo lo que ya ensayaste con el primero de los charlatanes.
Y, así, de pronto, sin proponértelo, descubres con sorpresa que si antes todo era embarazoso con un cadáver, con dos se hace insoportable.
-Abra, por favor, seguro que va a interesarle lo que voy a decirle.
Con todos los antecedentes, esta tercera llamada en una casa, como la mía, en la que apenas se reciben visitas, se convirtió en un auténtico drama.
Total, más confusiones.
¿Qué hacer ahora si se quiere ser consecuente? Aunque sea rizar el rizo de las reiteraciones, lo inevitable solo Dios puede evitarlo, y Dios no está, al parecer, para estas menudencias. Así que abrí la puerta y, experto como ya era, volví a dejar caer el martillo del escoplo sobre la cabeza del tercer desconocido. Solo le dio tiempo a los saludos. Ventajas de la práctica, ni una sola vacilación, que alguna utilidad tiene lo que se aprende.
Cuando llamó un cuarto visitante inoportuno –estaba seguro de que había empezado la rueda y no se detendría- yo estaba detrás de la puerta. Abrir y golpearle fue cosa del momento. Coser y cantar, pura rutina.
Me pasé esperando inútilmente al quinto toda la mañana y buena parte de la tarde, porque estas cosas no sabes cuándo terminan, pero, a pesar de mis prevenciones, el cupo de visitantes inoportunos parecía estar cubierto, lo que ¡al fin! me permitió tranquilizarme, retomar el equilibrio y dedicarme a menesteres menos desagradables que llenar el salón de cadáveres.
He dicho tranquilizarme, pero, no sé si decirlo así es lo adecuado, porque lo que realmente me embargaba era la tranquilidad del desesperado. Ya saben, esa tranquilidad que ocupa el alma cuando uno no es él, sino su impotencia. Nada extraño es, pues, que pronto me volviera el desasosiego y me viera hundido y sin salida en mis pensamientos, lamentando mi mala suerte, que me llegó sin mérito por mi parte, sin comerlo ni beberlo.
Como sé que la mayoría de ustedes nunca han tenido un cadáver por esconder, cuanto ni más cuatro, no les pido consejo, solo me desahogo, que ya es un buen paso cuando se tienen estos padecimientos.
Déjenme, en agradecimiento, que les diga ahora que, pasados ya unos meses, he podido comprar el terrenito de delante de casa, que tengo el jardín más hermoso de la ciudad, y que cuatro hermosas y, en la opinión de los más, casi perfectas estatuas, adornan el paseo de la entrada para admiración de cuantos se acercan. Como dijo un reputado crítico de arte al contemplarlas: nadie diría que no han tenido vida. Ellas han sido precisamente las que han acrecentado mi fama y mi bolsillo, y las que me permiten que la casa se llene a menudo de interesados por mi trabajo y por este mundo nuevo en el que parece que he resucitado.
Ustedes, mis amables lectores, están, por descontado, invitados cuando gusten
Como les dije, me llamo Eugenio, soy escultor por encargo –desde hace un tiempo lleno de encargos-, vivo solo, amo el campo, me gustan las mariposas y casi soy un hombre feliz. No del todo, claro. Pero, ¿quién es tan feliz que no siente otra cosa que su felicidad? Seguro que nadie.
Adolfo Burriel Borque