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El rosario del padre Damián

EL ROSARIO DEL PADRE DAMIÁN (Primer Premio 2012)

Llegó agitada a su casa, cerró la puerta de entrada y se apoyó contra ella, extendiendo sus brazos como una tranca. Esa postura le recordó al dulcísimo Cristo, que tanto había sufrido cargando con la cruz, y sus manos volaron hacia el crucifijo que llevaba colgado en el pecho. Pero, al apretarlo entre sus puños, se estremeció; había olvidado que no iba a encontrar la calidez de la madera, sino el toque frío y dorado del metal, que aun entre la tibieza de sus mustios pechos, y pese a que la tarde echaba fuego, poseía un helor devastador.

Balbina se arrimó hasta la banquetilla que tenía al lado de la puerta, y que usaba por la noche para salir a la fresca, y se desarmó, de cuerpo y de alma, sobre ella; el aire de la habitación le quedaba pequeño, apenas bastaba para boquear unos tragos que convertía en rezos al Cristo de oro, que se negaba a calentarse pese a que sus dedos lo apretaban tanto que amenazaban con fundirlo.
—¡Dios mío, ayúdame! Ayúdame, Señor, dame fuerzas y oriéntame para saber qué debo hacer. ¿Qué debo hacer? Dios misericordioso, ¡dame una señal!

Pocas veces Balbina, recia de talla y de espíritu, había titubeado para tomar decisiones. Cargar con un marido durante veintitrés años, más amigo de arrimarse al bar que a la huerta, y a chanzas y bromas que a órdenes y mandatos, había hecho que, como todo el pueblo sabía, fuera ella quien hubiese llevado los pantalones y la que con vara de mimbre pastoreó a tres varones y tres hembras que hoy, gracias a Dios, eran su orgullo.

Pero ahora, dudaba.

Dudaba, primero, de sus ojos, que podrían haber mezclado brazos sobre pechos y manos sobre labios; segundo, de sus oídos, que podrían haber cambiado promesas de amor por palabras inocentes; y tercero, de su intuición, que podría confundir una verdad con una apariencia. Pero es que, ¡lo había visto! Sus retinas asombradas habían sorprendido al Padre Damián con sus curtidas manos enlazadas con las inexpertas manos de Efrén, su monaguillo. ¡Lo había escuchado! Sus oídos escandalizados habían percibido el suspiro irreprimible de un te quiero. ¡Lo intuía! Su sabiduría de vieja, cansada de bregar con los amores y desamores de sus seis hijos, lo olfateaba mejor que su podenco cazando conejos. Señor misericordioso, ¡se estaban abrazando! Y, Dios la perdonara, no como un padre abraza a un hijo; para ella, el sacerdote tenía el gesto de deseo de un hombre que anhela.

Y, si eso era verdad, el querido, el afable, el bondadoso Padre Damián era un..., un… —ni aun santiguándose logró que la palabra se desatascara de su garganta—. ¡Tantas veces lo había oído en la televisión! Decían que casi era una plaga entre los sacerdotes. ¡Si hasta el Santísimo Papa andaba pidiendo perdón por todo el mundo por las abominaciones de los pastores de su iglesia! Y ahora tenían uno aquí mismo, en el pueblo, acechando a los hijos de sus propios vecinos. ¡A sus propios nietos!
Pensar en el peligro que podrían correr los de su propia sangre le hizo rehacerse y tomar una determinación. Sí, ahora estaba segura de cual debía ser el primer paso.
*
Efrén iba dando pataditas a una piedra camino a casa. Qué fácil había sido. Sólo había tenido que lloriquear un poco, para que el cura se compadeciera de él y le dijera la frasecita pactada que le iba a hacer ganar la apuesta. Alberto y Francho iban a flipar. Sólo había bastado decirle que sus padres no le hacían caso, que se sentía solo y que no le quería nadie en el mundo; enseguida el viejo le había soltado el perseguido te quiero. Y le había cogido las manos también. Y abrazado. Y acariciado el pelo. ¡Qué fuerte! Menos mal que había llegado la vieja Balbina, que si no, lo acuna como a un bebé. ¿Se atreverían ahora sus amigos a repetir la jugada? Le dio una buena patada a la piedra soñando con el hermoso balón de reglamento que se iba a comprar.
*
Sentado en el confesionario, el Padre Damián se perdía rezando el rosario. De nada servían las cuentas. No sabía el número de avemarías que llevaba. En realidad, casi no se acordaba del Ave María. No se podía quitar de la cabeza el rostro de Balbina, mirándole con los ojos llenos de sospecha y el rictus torcido de la repugnancia. ¿Qué habría pensado? No podía ser que imaginara que él… Era inconcebible. Él era Damián, su párroco. El que había estado velando a su difunto marido toda la noche; que había celebrado cinco de las seis bodas de sus hijos y bautizado a la mayoría de sus nietos; que había envejecido viéndola a ella envejecer. Era imposible que desconfiara de su honradez, de su rectitud, del hábito que llevaba. Él sólo quería confortar al chico, que notara un poco de afecto. Pero, al sentirse sorprendido por Balbina, no había sabido reaccionar. Si al menos hubiese podido explicarse.

La mirada de ella fue como una losa de piedra en su ánimo. Era la mirada del horror. Y la suya, suponía, la de un ciervo sorprendido por la luz cegadora de los faros de un coche.

Tan ensimismado estaba que, cuando oyó el roce de unos pies y el crujir de la madera del reclinatorio tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para cumplir las labores de su oficio. Encomendándose a Dios, comenzó con la fórmula ritual:
—En el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—Amén.
¡Ésa voz! ¡Jesús Bendito! —se alarmó—. ¡Balbina! ¡Balbina aquí, en el confesionario! Miró titubeando entre las rendijas de la celosía y coincidió con el ojo acusador de la anciana. La tenía frente a frente. Se estremeció. Pero al momento, pensó que, quizá ahora, podría aclararle lo que antes no había sido capaz.
Intentando que su voz sonara lo más firme posible le dijo:
—Balbina, me alegro mucho de verte. Me has evitado un viaje, pensaba pasar por tu casa más tarde. Quería aclararte… la situación… de antes. No querría que te llevaras una impresión equivocada.
—Padre, he venido a confesarme. Necesito su absolución.
—Por supuesto, Balbina, claro. Lo primero es lo primero. Sólo te lo decía por si había algo que te hubiera preocupado. Pero, con mucho gusto escucharé tu confesión. ¿De qué te acusas, hija mía?
—Padre, perdóneme, por el pecado que voy a cometer.
—¿Cómo? No te he entendido bien. ¿Quieres confesar algo que no ha sucedido?
—Sí, padre. Quiero que me perdone por lo que voy a hacer. Mi determinación es absoluta, nada de lo que me pueda decir me hará volverme atrás. Lo he prometido por la memoria de mi marido. Por eso necesito la absolución de Dios, de la madre iglesia y sobre todo, de usted.
—¿Qué es lo que pretendes?
—Perdóneme primero, Padre. Lo necesito.
—No, no. No puedo hacerlo, hija mía, es preciso que me digas el pecado.
—Está bien, padre. Con todo el dolor de mi corazón, confieso que voy a herir a un hombre que creía bueno, que ha sido un amigo para mí; una persona en la que confiaba. Voy a contar lo que he visto, y lo que creo, para salvar a los demás y aun a él mismo de su debilidad y sé que con ello le destrozaré la vida, pero debo hacerlo. Y le pido, Padre, que me perdone.

El sacerdote estaba hundido. Ella estaba convencida de que él era culpable. Una vida entera de sacrificios y devoción, de horas pasadas escuchando a sus vecinos, acompañando a sus enfermos, celebrando ceremonias... llorando a sus muertos. Todo, borrado de un plumazo por una imagen mal entendida de un gesto de cariño.

Pero ella era una de sus más antiguas feligresas, una amiga… ¡Debía creer en su inocencia! Apretando el rosario con fiereza trató de explicarse:
—Balbina, el chico estaba derrumbado, sólo le di consuelo. Se había peleado con sus padres y necesitaba un gesto de cariño, un abrazo fraternal. ¡Si hasta me lo pidió él! Estaba tan desolado… No hubo nada sucio. ¡Créeme!
—Le he creído, Padre, desde que mis hijos se sentaban en su regazo tantos viernes, merendando chocolate; cuando venían a casa medio amansados, después de su catequesis; y mientras les besaba la frente enfebrecida por gripes y varicelas. Siempre le he creído. Pero ahora, reniego de esa fe, y me culpo por no haber sabido cuidar mejor de los míos. Porque hoy, Padre, se me ha caído la venda de los ojos. Hoy no le creo.

Con el estruendo de un negro chaparrón en un día soleado, una tras otra fueron cayendo las cuentas del rosario, repiqueteando sobre el suelo de la iglesia. El sacerdote no hizo ningún amago de recogerlas; estaba roto. Sin levantar siquiera la cabeza, con un hilo de voz perdido entre sus cuerdas, le contestó:
—El señor perdona tus pecados. Vete en paz.
—Perdóname tú también, Damián. Y que Dios te perdone a ti —respondió Balbina con la voz húmeda. Se fue arrastrando, penosamente, por el pasillo de la iglesia, apoyando los brazos en cada banco, porque temía que sin ese sostén, el peso de la culpa la hundiera. Cuando llegó al final de la fila suspiró profundamente, intentando vaciar de sus pulmones cualquier remordimiento, y cruzó el umbral de la Casa de Dios, para ir a la plaza del pueblo donde estarían reunidas sus vecinas, contarlo y terminar su misión.

El padre Damián había abandonado el confesionario para ver su reputación salir por la puerta. Después se arrodilló ante el altar y rezó con toda su alma. Desesperado, le pidió a Dios que hiciera un milagro, que impidiera lo que en unos minutos iba a suceder. Él tenía verdadera fe. Dios le escucharía. Había sido un buen siervo. Había entregado toda su vida a la iglesia, a servir a los demás. El señor le salvaría de la calumnia. Confiaba en él. Dios no le abandonaría.

Perdido en su devoción, no reaccionó a los gritos que le llamaban desde la entrada, hasta que Pedro, el del almacén, le zarandeó un poco mientras le gritaba:
—Padre, Padre. ¡Venga! ¡Rápido!
¡No! No, no, no, no. ¡Ya venían por él! Tendría que ver los rostros de su gente, asqueada, decepcionada, y sentir la mancha de su desprecio. ¡Dios le había abandonado! Anonadado, se sintió medio arrastrado por su vecino, sin entender lo que le estaba diciendo, sólo la urgencia de sus palabras.
—Pero, ¿qué le pasa, Padre? ¡Corra! Es Balbina.
Balbina, su acusadora. Ya no tenía ninguna duda. Llegaba la humillación.
—Corra, Padre, Balbina se muere, se ha caído en mitad de la plaza. Han ido a buscar también al médico porque parece que es un infarto, pero la pobre, no hace más que repetir su nombre, le llama a usted. Sabe que se muere y quiere que usted la acompañe. Ayúdela, Padre, a que Dios la acoja en su seno.

Llevado casi en volandas, se encontró el sacerdote al lado de una Balbina con los últimos estertores. Con la lucidez de la muerte, le acusaba con la mirada de lo que no podía con la lengua. En un último gesto levantó el brazo hacia él. Podría parecer que le solicitaba fuerza y calor para el viaje, pero él supo sin ninguna duda, que pretendía señalarlo, y se apresuró a envolver con su puño el dedo acusador.

Balbina, vencida, cerró sus ojos impotentes.

Al poco llegó el médico que intentó reanimarla, sin resultado, durante casi media hora. Los vecinos se congregaron alrededor de ellos, lamentándose de tan fatal desenlace.

Al fin vino la ambulancia y se llevaron el cadáver; todo el mundo se dispersó, comentando el suceso. Él les prometió rezar por ella y volvió a entrar en su iglesia.

Mientras se dirigía hacia el altar pisó una de las cuentas del rosario. Al recogerla, pensó que con un poco de empeño no sería muy difícil encontrarlas todas. Le pediría a su querido Efrén, que se creía tan listo, que le ayudara a buscarlas y juntos, repararían el rosario. Pero antes, debía celebrar de una manera intima y personal una eucaristía de acción de gracias. Después de todo, Dios sí le había escuchado. Decidió avisar a sus jóvenes monaguillos; siempre era más agradable sentirse acariciado por sus tiernas voces y mirar sus jugosos labios cuando oraban.

Eva Mª Balaguer-Cortes López