Tribulaciones de un Acrófobo Amnésico
TRIBULACIONES DE UN ACRÓFOGO AMNÉSICO (Premio Accésit 2012)
Todos coinciden en mi buen equilibrio, cada día soy más elogiado por ello. No
en vano mi nombre goza de un prestigio sólo a la altura, no hubiese podido encontrar palabra más adecuada, del más grande entre los grandes. Los ecos de mi habilidad traspasan fronteras, llenan páginas de periódico y arrastran un numero ingente de personas a nuestro espectáculo. Sobra la observación, por tanto, de que el mismo goza de una excepcional bonanza.
Lo cierto es que también me considero bastante gracioso, y sin embargo a nadie más se lo parece.“!Para dicho menester ya tenemos a los payasos! ¡Queremos ver su equilibrio!” suelen gritar, y resignado comienzo a subir los escalones uno a uno.
Mientras acometo la subida murmuro, ¡todos tenemos buen equilibrio en tierra firme, qué necesidad habrá de subir a lo alto para demostrarlo!
Comienzo dubitativo, receloso... y apenas he dado tres o cuatro pasos cuando mis piernas son dos bloques de plomo temblando sobre el abismo. Ni siquiera tengo el consuelo de la red para protegerme en caso de una hipotética caída. En aras del espectáculo, alegan.
Desde aquí, desde mi soledad, advierto cientos de miradas que acompañan mis movimientos pendulares. A cada oscilación le sigue un murmullo desconcertante, lo que sumado a una prolongada exclamación hace dudar de sus facultades al más confiado.
“Oooooooohhhhhh...” es el profundo clamor de la gente, y uno nunca sabe si dicho clamor obedece a una preocupación por mi seguridad, o por el contrario, refleja un lamento por no terminar de producirse mi caída.
¡Cuánto mejor estaría ocupándome de los juegos malabares! De cuando en
cuando, en tiempo de ocio suelo practicarlos y lo cierto es que nunca se me han dado mal. No obstante, las veces que lo he sugerido no he tardado en oír la réplica por parte del gentío: “¡Para dicho menester ya tenemos a los malabaristas! ¡Queremos ver su equilibrio!” A decir verdad, más me valdría desistir de la práctica de los juegos malabares en mi tiempo de ocio. En más de una ocasión he tenido que oír, en vista de que no se me da nada mal, la sugerencia por parte de mis compañeros de que incorpore dichos juegos a mi espectáculo acrobático. Nada más alejado de mi intención.
Puedo escuchar el pronunciado, el acelerado latir de mi corazón, cada vez más pronunciado, cada vez más acelerado, hasta el punto de fundirse con el redoble de tambores que me acompaña desde el comienzo de mi espectáculo. Tal es la sincronía, tal la potencia de mis palpitaciones, que bien podría tomarse la licencia de acallar dichos redobles, nadie allá lo notaría.
A medio camino debo hacer un alto, no a propósito, mis piernas tienden a
cualquier cosa salvo a la quietud, sino por exigencias del guión. El redoble de tambores varía de intensidad una y mil veces con miras a crear el ambiente de tensión que exige la situación. Tras unos segundos de concentración, flexiono las piernas, doy un respingo y ¡hop!, una pirouette hacia delante acompañada del ruido de los platillos arranca el aplauso del público. A continuación, tanto mi marcha como la del redoble restablecen su anterior curso.
¿¡Quién me mandará subir hasta aquí!? Un minúsculo traspié y... lo sé, soy
consciente de ello. En cierto modo, cada paso que avanzo por esta delgada línea, cada segundo que desafío al abismo es un minúsculo traspié; mi salud se está deteriorando por momentos, mis huesos crujen a semejanza de un buque cuando éste es alcanzado por un iceberg y comienza a resquebrajarse al son de la sacudida de las olas, el latir de mi corazón guarda cierta similitud con el ruido de una maquinaria en franca decadencia... Sí, late a un ritmo elevado, pero lo hace frenéticamente, a modo de un cheval sauvage.
Avanzo a tal lentitud que juraría que me mantengo quieto si no fuera porque,
como bien indiqué con anterioridad, mis piernas se ven incapacitadas para la quietud cuando están al borde del abismo y sólo conocen un camino, el de la huida hacia delante. Decido que es el momento oportuno para dar media vuelta y empezar a caminar hacia atrás, hecho que arranca una vez más el aplauso de los espectadores; es probable que moderasen su entusiasmo si supiesen que la verdadera razón de mi maniobra no responde tanto a una cuestión de valentía como a una de practicidad. Y es que llegado el momento mis ojos se desalientan al ver alejarse el final del recorrido, por lo que no me queda otra solución que dar media vuelta, ya que si bien caminando hacia atrás el efecto es el mismo, es el punto de partida esta vez el que parece distanciarse. No es sino una illusion d´optique, un pequeño artificio que me aconsejó la experiencia que, sin embargo, a los ojos del público no deja de ser un despliegue más dentro de mi función.
Dejando de lado lo falaz de nuestros sentidos, así los de los espectadores como los míos, el caso es que me avecino al culmen de mi función, a ese mismo instante donde mi habilidad se desmarca de la de los restantes de mi gremio. Otro obligado alto en el camino y un nuevo redoble de tambores variando de intensidad una y mil veces, con una intensidad más pronunciada que la anterior, si cabe. La mayor parte del público murmura expectante, hasta el más necio de los seres se daría cuenta de que algo extraordinario está por llegar. Angustiado y revestido de sudor frío, rezo con simulada devoción sin saber bien a qué ni a quién... ¿quizá por aquello de que al estar en lo alto se siente uno más cerca de Dios? ¡Mon Dieu, que me echen a los leones! ¡Qué son sino medrosos gatitos ante la amenaza de un simple látigo! ¿Creen que exagero? ¡Súbanlos hasta aquí y comprobarán cuánto les queda de león y cuánto de gatito! Y yo mientras tanto, celoso de la suerte del domador, redimido como está él de los peligrosos avatares a los que se debe exponer uno aquí arriba. Ahora mismo, si me está viendo en lo alto, no creo que su pensamiento diste mucho del mío. A fuer de ser sincero, no vacilaría ni un ápice si existiese la menor posibilidad de convertirme en el domador de leones. Supongo que él argüiría lo siguiente: “¡Para dicho menester ya me tienen a mi! ¡Quieren ver su equilibrio!”
He debido de demorarme en exceso tanto en mis rezos como en mis
subestimaciones y anhelos, conforme a los escasos pero impacientes silbidos que llegan hasta mis oídos. Sin más dilación, por tanto, me dispongo a acometer la más ardua de las empresas; tras unos cuantos ejercicios de inspiración y otros tantos de espiración y tras acomodar el cuerpo mediante una acusada flexión de las piernas doy un respingo y ¡hop-hop!, dos pirouettes hacia atrás acompañadas del ruido de los platillos arrancan el aplauso del público. No es, sin embargo, el aplauso de rigor; los espectadores enloquecen al momento, se levantan de sus asientos y comienzan a batir las palmas de una manera enfervorizada, de una manera cada vez más enérgica y resuelta a medida que van asimilando lo que acaba de acontecer. No dan crédito a lo que han presenciado.
¡Dos pirouettes consecutivas en el aire! ¡Dos! ¡Encima de una cuerda! ¡Y hacia atrás!
De locos...
A continuación doy media vuelta por segunda vez, completando así la vuelta
entera, con lo que me oriento hacia el punto de llegada, y recupero, por lo tanto, mi dirección inicial. Esta vez mi maniobra no parece generar excesivo revuelo entre losre creación de las insólitas pirouettes anteriores.
Cuando llevo realizadas tres cuartas partes del recorrido y el final del mismo me es accesible a algo más que a la mirada, la cuerda parece estrecharse en directa proporción al ensanche de mis pies. Es en este punto donde se suceden tanto vahídos como sudores fríos, tanto oscilaciones como grotescos aspavientos de pavor. Debe resultar una escena divertida, a tenor de las numerosas carcajadas que llegan hasta mis oídos. ¿Les he mencionado ya que me considero una persona graciosa? Ah, es cierto, ¡cómo olvidarlo!... para dicho menester ya tienen a los payasos.
Una vez más estoy llegando al final del trayecto, lo que no deja de asombrarme a cada función. Hay veces que lo asemejo a cuestiones de magia, como cuando algo parece inverosímil en un numero de magia mas todos esperan ojipláticos su consecución. Así me siento yo cada vez que desafío a las alturas, protagonista de una inverosimilitud predecible; hasta que los hechos demuestren lo contrario. Ahora que lo pienso, tampoco me desagrada la idea de la magia. No debe ser tan difícil, quizá con algo de práctica... “¡Para dicho menester ya tenemos a los magos! ¡Queremos ver su equilibrio!”... retumba en mi interior. En qué estaría pensando...
Un aplauso ensordecedor, en señal de que ¡por fin! he llegado al otro lado del
nada más que una finísima cuerda les separase aún del abismo. Ahora que los observo encuentro con facilidad la justificación de las susodichas carcajadas de los espectadores.
Su vaivén le recuerda a uno la graciosa imagen de un potrillo al poco de nacer en elinte nto de que sus endebles y temblorosas patas no resbalen para no dar así con sus huesos en el suelo.
Lanzo un timorato saludo en insuficiente correspondencia a los aplausos que se me dispensan, al tiempo que me recupero de la extenuación, que no por habitual resulta menos fatigosa. Mi elástica vestimenta, bañada en sudor, hace las veces de segunda piel; resalta en ella toda mi musculatura, henchida por el esfuerzo y la tensión a la que se ha visto sometida. A pesar de su imagen invulnerable, mis músculos son quebradizos en extremo, muy en particular mi corazón. De hecho, ahora mismo tengo la impresión de que la más leve brisa acabaría con él, que lo despedazaría en tantos trozos como espectadores hay en el día de hoy. Si se desencadenara tan funesto desenlace, me figuro que cada uno de ellos recogería del suelo el trozo de corazón que le corresponde para poder llevárselo consigo. En recuerdo de mi equilibrio, supongo. Desciendo por los escalones mientras me afano en atisbar qué oculta motivación me impulsa en cada función a subir hasta lo más alto. Por más que lo intento no advierto motivo alguno para mi temeraria acción; la sola idea de que mañana tenga que volver a pasar por lo mismo me abruma hasta el punto de prometerme que esta ocasión sea la última. Debo armarme de valor y presentar mi renuncia hoy mismo, al término de todo el espectáculo. Mi corazón me lo agradecerá, a buen seguro.
Antes de salir de la pista saludo por última vez a los espectadores, amén de
efectuar varias reverencias. Lo hago a la manera del que se despide, a la manera del que es sabedor de que se encuentra ante su último día. En lo sucesivo recibirán el saludo del payaso, o del malabarista, o del domador quizá, tal vez el del mago... no lo he decidido aún.
No obstante, una vez fuera de la pista no he dado ni dos pasos cuando me topo de bruces con mi hijo, quien me abraza con efusividad. Sus húmedos ojos son dos diamantes que brillan en la oscuridad de su tez, dos lentes cristalinas en donde se adivina una mezcolanza de orgullo y nerviosismo. Una cándida y perpetua sonrisa hace el resto.
No soy sino un jouet roto en manos de la providencia; al fin he comprendido la
oculta motivación que me impulsa a subir a lo alto, contemplo horrorizado, además, que se trata de un motivo insoslayable. Y es que, ¿quién osaría abatir la ilusión de su propio hijo? ¿Quién osaría ocultar aquellos ojos cristalinos en donde se ve reflejada la efigie de un héroe? Un héroe con pies de barro, sí, pero un héroe al fin y al cabo; un héroe frágil, sí, pero su héroe, después de todo. Remuevo los tirabuzones de su pelo mientras le exhorto a que ultime los preparativos de su espectáculo con el monociclo. Acto seguido me retiro a mi camerino a descansar de tanto trajín al tiempo que me despido con resignación de mis pretensiones de ejercer de payaso, de malabarista, de domador, de mago... el de mañana volverá a ser una dura jornada.
Al día siguiente observo con la habitual resignación el semblante con el que me obsequia el espejo. Anhelo ver reflejada a la valentía pero hoy, como cada día de función, sólo veo el reflejo del vértigo, de la angustia y del pánico.
—¡Pronto, es tu turno, los ventrílocuos están a punto de terminar! —la voz,
procedente de fuera del camerino es la de un empleado.
—¡Voy! —respondo con simulada energía mientras doy un último vistazo al
espejo. Me atuso el vértigo, me acomodo la angustia, me acicalo el pánico y salgo del camerino rumbo a la pista.
Durante el trayecto me encuentro con el payaso, quien percatado de mi moue de disgusto y mi tétrico caminar, en un estimable intento de alentarme estruja la flor de plástico de su pechera de tal forma que un pequeño chorro de agua riega mi cara. Mi semblante, lejos de animarse se ensombrece aún más si cabe al ver el efecto que su intento fallido ha causado en el rostro del payaso; no hay cosa peor que un payaso triste.
Acaso un acróbata con acrofobia... ¡Quién me mandará subir hasta las alturas!
Efectivamente los ventrílocuos acaban de terminar. Mientras se anuncia mi
aparición dispongo del tiempo suficiente para repasar cada uno de los pasos a realizar una vez arriba. No obstante, los ventrílocuos interrumpen mis pensamientos palmeándome en la espalda y sin casi mover los labios, como en ellos es costumbre, me desean suerte. ¿Suerte? ¿He oído bien? La suerte no tiene piernas para subir por la escalera, menos aún para conservar el equilibrio encima de una cuerda. La suerte se entretiene con las bromas del payaso, vela por que al malabarista no se le caiga ningún objeto, apacigua la fiereza de los leones y se encarga de que no quede en evidencia ninguno de los números del mago. Pero, ¿y las alturas? ¡Ay... las alturas...! Alguna que otra vez me ha parecido ver a la suerte desde arriba, siempre bien acomodada entre los espectadores.
Nada más finalizada la presentación salgo hacia el centro de la pista en medio del entusiasmo del público, quien ve ante sí el motivo de su presencia en el espectáculo. Me brindan una cerrada ovación que sin duda alguna resultaría reconfortante si no supiera lo que me aguarda a continuación. Y créanme, soy muy consciente de lo que se me avecina. ¡¿Cómo se explicaría, de otro modo, este mismo instante en el que me encuentro arrodillado ante la multitud, rogándoles por lo que más quieran que accedan a mi propuesta de sustituir las habituales acrobacias por unas cuantas bufonadas?! Los espectadores, aun en estado de shock ante mi súplica, siguen teniendo a los payasos para dicho menester, y aunque estupefactos por mi desesperación, y muy a mi pesar, siguen queriendo ver mi equilibrio.
Resignado comienzo a subir los escalones uno a uno mientras mi discernimiento trata sin éxito de dar con la oculta razón que a cada función me exhorta a subir hasta lo más alto. Parece que voy más ligero en esta ocasión. Será debido a que no llevo a cuestas a la dignité; se quedó allá abajo, arrodillada ante la multitud.
Iñaki Goitia Lucas