Súcubo
SÚCUBO (Premio Accésit 2011)
–¡Sufrid pues, malditos, sufrid!... ¡Sufrid hasta que todo esto acabe, hasta que no quede ningún recuerdo de vuestra estirpe! ¡Disfrutad de vuestros padecimientos, comed de ellos; atiborrad el cuerpo de dolor, ya que eso es lo que más apreciáis! Y sabed, para completar vuestro éxtasis, que no van a servir de nada las mentiras que vosotros mismos habéis inventado; que no hay ni habrá Paraíso. ¡Nunca seréis Bienaventurados! La única realidad que os espera es brasa y ceniza…
– Sí… Y por mucho tiempo, a juzgar por lo bien que se reproducen.
–¡Demasiado bien! Crecen y crecen sin parar y se ahogarán en el mar de sus carnes y sus excrementos. Y la verdad, espero que eso suceda cuanto antes para acabar de una vez por todas con tan lamentable fracaso.
–¡No seas exagerado! Te recuerdo que siempre nos han divertido. Hace tiempo que deseo hacerles una visita... sólo por probar. Tal vez pase buenos ratos copulando con alguno de ellos.
– Puedes hacerlo si quieres, pero no te lo aconsejo. En múltiples ocasiones algunos de nosotros hemos querido... divertirnos, como tú dices, y hemos aparecido en su mundo. Resultan criaturas estúpidas, fáciles de engañar. Enseguida se les llena la boca con eso del amor y agrandan hasta extremos inconcebibles lo que no pasa de ser una tontería. El mismo acto de copular, aun pareciendo idéntico al de otras muchas especies que viven entre ellos, es repugnante por la cantidad de babas y humores que destilan sus cuerpos y por las sandeces que se dicen mutuamente. Lo único bueno que hemos sacado siempre de esos festejos es que, una vez abandonados a su suerte, los sospechosos han sido casi siempre apresados y quemados.
– Ya... pero, ¿qué conviene elegir?
– Da igual. Las variaciones entre machos o hembras son sólo matices; apenas notarás las diferencias. Escoge lo que quieras…
Escogió la apacible tarde para dar un paseo. Un airecillo cálido transportaba las fragancias secretas de varias clases de flores, dulcificando el acto de respirar, mientras los rayos del sol se filtraban a través de los árboles del parque y llegaban al suelo convertidos en dibujos de luz. En los bancos, algunos lectores ávidos se aislaban del entorno y entre los senderos se oían conversaciones amables junto al bullicio de los chiquillos. Marchaba con calma, deteniéndose aquí y allá para cerciorarse de que nada era ajeno a sus sentidos y como si la duración del trayecto fuera indiferente. Llevaba para la ocasión una indumentaria discreta pero elegante, acorde con el tiempo benévolo de la estación – pantalón fino, camisa de seda – y en la mano un libro de bolsillo. Al llegar al lago artificial reparó en su imagen reflejada y comprobó que incluso tenía un toque sofisticado. Sonrió; estaba satisfecho… Admiró luego los brillantes colores metálicos de algunas aves que nadaban sosegadamente entre los nenúfares y las ondas breves y perfectas producidas en el agua por un vilano recién caído. Durante unos instantes contempló el espectáculo absorto, hipnotizado, pensando en la conveniencia de que hubiera un poeta cerca, y así habría continuado todo el tiempo del mundo de no ser por el trajín atolondrado de un pato que, despegando del agua con alboroto, voló una pequeña distancia para posarse en la otra orilla.
Allí aterrizaron igualmente sus ojos. Quedaron detenidos en el ave pero sobre todo en la figura de una mujer joven que caminaba distraída. ¿Era posible? No quería ser presuntuoso pero estaba seguro de que ella también le había mirado. Reinició el paseo con disimulo y, sin apresurar el paso ni hacer nada que pudiera delatar sus intenciones, rodeó el estanque hasta colocarse a una prudente distancia. Observó despacio: era hermosa, muy hermosa. El pelo recogido con desenfado, sin duda a causa del calor, revelaba la exquisitez de un cuello esbelto y unos hombros armoniosos cuya piel, ligeramente tostada, sugería grandes descubrimientos para el tacto. Se fijó en los ojos, color ámbar, y en los labios carnosos, similares en el tono a los pétalos de rosa que se encontraban esparcidos entre los arbustos. Competía aquella mujer tan eficazmente con otros reclamos del parque que era prácticamente imposible apartar la mirada de su efigie. Vestía una blusa blanca y una falda subida dos dedos por encima de la rodilla. Suspiró, a pesar suyo, porque hacía ya unos segundos que el corazón latía en su pecho con más fuerza. Cierto era que ella no le prestaba atención, pero tampoco había hecho ademán de moverse; de hecho, podía decirse que esperaba tranquila, ignorando por completo cualquier rumor que no fuera el de la brisa. Despreocupadamente, como si resultara lo más importante del entorno, la muchacha tomó un plumón prendido en una ramita de boj y lo paseó por su mejilla con ademán delicado.
– Es extremadamente suave y blando – murmuró –. Qué suerte tienen esas aves…
Aquella fue la excusa perfecta, el comentario apropiado para iniciar una conversación. El plumón dio paso a las excelencias voladoras de los pájaros, al cielo azul, al buen tiempo que hacía; a las maravillas del jardín, a lo estupendo que era caminar, a los viajes, al nombre de aquel sitio visitado el año anterior… y a sus nombres propios. Al cabo, se encontraron andando lentamente el uno al lado del otro sin sentir el tránsito de los minutos; atentos únicamente a descubrir el próximo gesto adecuado, la palabra que debía ser pronunciada o la pregunta que era necesario contestar. Un banco estratégicamente colocado les permitió un descanso y pudieron examinarse más a su gusto. Después hubo una invitación:
– Podríamos tomar unos refrescos… – sugirió ella con una entonación irresistible.
Degustaron las bebidas y la mutua presencia. La charla no solo no aflojó sino que cada vez se hizo más interesante. Llegaron a contarse cosas de la infancia y primera juventud, hicieron exposición de sus respectivas ocupaciones; colmaron de tal forma la tarde que cuando se dieron cuenta lo único que les hacía compañía eran las sombras. Ambos acordaron que había sido un placer, un verdadero placer el haberse conocido y, casi a regañadientes, decidieron que ya era hora de retirarse y salir del lugar. La luz pálida de las farolas iluminó el momento de la despedida.
– Espero que nos veamos en alguna otra ocasión – dijo él.
– Sí, seguro. Yo vengo mucho por aquí...
Efectivamente, aquel fue el paseo inicial de otros muchos. Primero sucedió un nuevo encuentro, “casual”, por supuesto, y después hubo una cita. Quedar se convirtió en una necesidad absoluta, en un anhelo sin discusión; el premio al final de la jornada. Las horas de trabajo se volvieron espesas para los dos y los quehaceres cotidianos perdieron interés. Lo verdaderamente importante era verse, deambular juntos, hablar, tomar refrescos y decirse hasta mañana con el deseo de que la noche transcurriera pronto… Un día se detuvieron a la sombra de unos castaños. Los diálogos habían cesado y, curiosamente, ambos miraban las hojas del suelo como queriendo encontrar allí alguna sílaba perdida o los términos que necesitaban para expresar sus comunes deseos. Entonces ocurrió algo. Tal vez fue aquella hoja amarilla que se acababa de desprender, o quizá el tenue roce de los dedos tibios, o el aire fresco saturado de perfumes… pero allí es donde llegó el primer beso. Desaparecieron literalmente del parque. Sus cuerpos siguieron inmóviles bajo los árboles pero sus espíritus se marcharon lejos; tan lejos que pudieron volar y ver desde lo alto paisajes fantásticos y ciudades fabricadas enteramente de nubes.
A partir de aquélla jornada sustituyeron sus confidencias habituales por otras más dulces que a menudo se transformaban en murmullos tan sólo o en susurros dichos al oído con picardía. Manifestaban alegría desatada con cualquier pretexto y guardaban silencio total después de juntar sus labios. No importaban las cosas del mundo, ni sus gentes, ni sus problemas; ni el pasado o el futuro. Nada había para ellos suficientemente bueno salvo cogerse de la mano.
Hicieron el amor una tarde de domingo… y todo cambió. Pasiones desconocidas conquistaron sus corazones y la unión de sus cuerpos les hizo degustar el cielo y el infierno. Un desmayo continuo, exquisitos dolores, atroces placeres; la sensación de no querer despertar jamás. Se amaron con tal intensidad que parecía como si cada instante fuera el último que les quedaba por pasar en la vida o como si aquel éxtasis hubiera sido puesto a su disposición en exclusiva. Creyeron que un dios con inmenso poder les había hecho un regalo fabuloso y les conminaba a saborearlo sin descanso. Se entregaron hasta quedar exhaustos, rendidos, carentes de sustancia, vaciados de todos sus sentimientos y hasta que un dulce bienestar, flotando sobre sus cuerpos y jugando con ellos, los dejó dormidos. Luego, al despertar, colmaron sus coloquios de palabras agradables y gozaron del rebujo delicioso de las sábanas. Debajo de ellas abundaron las caricias, el viaje pausado a través de la piel húmeda y la ardiente sugerencia que encendía de nuevo los ánimos. Al otro lado de la ventana nada ocurría, nada. Ni importaba nada.
Con el paso de los meses fue tal la indiferencia que tuvieron hacia los días y las semanas que a veces se preguntaban cuánto tiempo había transcurrido desde su encuentro y no siempre hallaban la respuesta. Con tal de estar juntos no les importaba en absoluto apartarse de la realidad, perder todas las nociones y encerrarse en su edificio invisible; allí donde sólo habitaban sus almas, el lugar donde guardaban sus secretos y sus proyectos. ¿Qué más daba una semana más o una menos si ellos disfrutaban con frecuencia de la eternidad?
Pero una mañana fue ella la que se levantó primero. Tenía sed. Un haz de luz introducido apretadamente entre las rendijas de la persiana espió, indiscreto, cómo cubría su cuerpo desnudo. Si hubiera tenido voz bien hubiera afirmado que era la mujer más hermosa y deseable del mundo, pero a falta de eso se contentó con perfilar, a modo de pequeña alfombra, un rectángulo dorado en el suelo. La joven caminó descalza sin notar apenas el frío de las baldosas, abrió la ventana para que entrara el sol y permaneció unos instantes mirando hacia lo alto. Un jirón de tristeza empañaba sus ojos. A continuación dispuso unos alimentos, algo ligero, – unas rebanadas de pan tostado, un poco de leche, unas lonchas de queso... – y después esperó. Aún escudriñaba el cielo fijamente cuando su compañero, desde el otro lado de la habitación, esbozó un saludó somnoliento e hizo la primera pregunta.
– Estoy aquí – fue la respuesta –. ¡Ven! He preparado un pequeño desayuno…
El complacido amante la abrazó con cariño, la besó y le dio los buenos días. Por un momento quedó extasiado, igual que el rayo de luz, al contemplar aquel rostro singularmente bello, la piel lustrosa, los ojos almendrados perdidos en el azul y la plenitud de las formas que ocultaba la bata. Luego bebió un sorbo de leche y tomó un discreto trozo de pan.
– No comas nada – dijo ella.
Él la miró con expresión divertida.
– Por favor, – pidió de nuevo – no comas nada…
De pronto tuvo frío y, enormemente alarmado, hizo una mueca de asco. Quizá era la ausencia de ropa, el frescor matutino que invadía el habitáculo o el encaro de aquella mujer. O tal vez lo que ocurrió fue que, al prestar más atención a las viandas, observó que las lonchas de queso estaban atestadas de gusanos.
– Soy yo – murmuró su adorada, apenas con un hilo de voz –. Yo he tocado esos alimentos. Yo… Tengo que decirte algo...
Las increíbles revelaciones que vinieron a continuación, los datos, los hechos… todo, absolutamente todo, transcurrió como si fuera un sueño abominable, una travesura de mal gusto o la broma pesada de algún necio. Una historia que, contada para entretener o asustar, sólo podía promover sonrisas ácidas. Ella hizo un esfuerzo grande para hacerse entender, para narrar con los pobres vocablos de los mortales lo que es inenarrable, para acoplar a una mente tan escasa aquello que de ningún modo es posible imaginar. Dijo que su sitio era el Averno, el lugar donde se aplica todo el dolor y el odio que merecen los condenados; que allí estaban, aullando en el vacío, definitivamente ciegos, sintiendo el fuego encima de sus cuerpos y el calor atizando sus corazones hasta ponerlos al rojo vivo; hasta desintegrarlos en mil pedazos. Que ellos mismos – los demonios – recogían los despojos y acrecentaban su destrucción, que aplicaban una agonía maciza y lenta, esparcida a través de un tiempo por siempre parado y de un espacio sin luz ni puerta de salida. Dijo que las cenizas candentes quedaban flotando en un río inmenso desprovisto de nacimiento y desembocadura y permanecían allí, quietas, borboteando en medio de la más negra desesperación, rumiando la locura de lo inconcebiblemente largo y al alcance de bestias criadas para lamer sin descanso el vapor emanado de las llagas abiertas…
¡Súcubo! Un cuento sin gracia, una invención siniestra. Apenas pudo creer que existiera aquel término en el diccionario y mucho menos que tuviera un significado. Súcubo: un demonio con apariencia femenina. Terriblemente enojado, afirmó que nada admitía de aquella mentira retorcida pero al mismo tiempo, mientras hacía todo lo posible para no dar gritos, la preguntó si se encontraba bien… o si acaso había pasado una mala noche; una noche plena de pesadillas. Imploró, por favor, que le diera una explicación, que dijera algo con un poco de sentido.
– Yo… – declaró ella con los ojos arrasados por las lágrimas – no pensé jamás, ni sospeché siquiera, que el amor humano fuera esto.
Finalmente todo quedó expuesto. Débil, confuso, notando las palabras atascadas en la garganta y el aire denso como el cemento, se consideró el hombre más sólo y desdichado de todos los que, hasta ese momento, habían pasado por la Tierra. Abatido por completo, todavía quedaba en su interior la breve esperanza – llama tenue – de que si moría cuanto antes despertaría de aquella alucinación. La miró de nuevo. Ella permanecía frente a él, tapándose la cara con las manos y tratando de que todos los horrores que ocultaba no llegaran a sus ojos. Pese a todo, era increíble su belleza. Sollozaba amargamente pero ya nada importaba ni tenía valor. ¿Acaso no eran aquellas las lágrimas del diablo? ¿O eran las del ser humano, tan indefenso y desvalido como él mismo, al que había decidido dedicar su vida? ¡Imposible encontrar una respuesta en aquel agujero infecto con forma de alcoba! Y ¿quién era él? Y ¿qué hacía allí? ¿Estaba realmente vivo? Dio un manotazo a todo lo que había encima de la mesa. Los vasos de cristal se hicieron añicos, se derramaron los líquidos y el pan fue pisoteado en el suelo. Quedaron aplastados los gusanos. ¿Dónde estaba el amor? ¿Dónde las almas que se quieren? El descubrimiento fue espantoso. No sólo la carne era hedionda materia y pudrición, sino también el espíritu, los sentimientos, la razón... Gusanos y gusanos… Sólo gusanos.
Cayó derrumbado y por unos instantes paladeó la felicidad al creer que había fallecido. Pero no. Fue aquel breve cuchicheo que llegó a sus oídos ya inutilizados, aquella voz dulce, aquellas palabras que había escuchado con deleite en los últimos tiempos – cuando hacían el amor – lo que se clavó en sus vísceras vivas como si fuera un cauterio. Una plegaria salía de los labios de aquel ángel, o de aquel demonio, y lo hacía con la calma amable que deja la tormenta, cuando la lluvia o las lágrimas han sido por completo consumidas, o cuando la suerte está echada... y las grandes decisiones ya han sido tomadas.
–… y reniego – murmuraba ella – de todos mis poderes y de mi naturaleza. Haya para mí un lugar al lado de este hombre, al que amo con todas mis fuerzas, y haya luego dicha o sufrimiento, o cielo o infierno; o acaso nada, porque nada tiene importancia sin él.
Se consumó la excepción a la regla allí, en algún lugar de lo Creado donde la única regla válida es que no hay excepción. Que todo es como es y debe seguir su curso; que no hay excusa que valga para cambios ni matices, ni ley que pueda servir de guía, ni poder que alcance a conocerlo todo. Que es tan imposible que íncubos y súcubos quieran permanecer definitivamente entre los humanos como que un mortal cambie para siempre su ser en demonio. Pero siendo de tal manera las cosas, sólo por una vez, sólo por una, se permitió que aquellas dos criaturas pudieran juntar sus existencias puesto que el deseo era mutuo. Porque él, en última instancia, mientras acercaba sus dedos trémulos al hombro de la mujer que yacía inconsciente a su lado, llenó su boca de gusanos y los masticó, y abjuró de sí mismo, y suplicó también – no sabía muy bien a quién, o a qué – poder transformarse en espíritu maligno para estar a la altura de su amada.
La tarde de aquél día les sorprendió tumbados en el suelo de la habitación, arropados únicamente por el aire que entraba a través de la ventana y cogidos de la mano. El cielo nocturno apareció más iluminado que de costumbre, como si brillaran dos lunas llenas o hubiera aumentado el número de estrellas. Les echaron en falta algunos bancos del parque, las hojas secas del camino por el que daban el paseo habitualmente y la luz mortecina de las farolas que habían asistido a sus primeras citas. Pero todo lo demás permaneció igual…
Tal vez, si acaso, en algún lugar ignoto e insondable Luzbel se revolvió inquieto en su trono y se preguntó, confuso, qué es lo que había hecho mal para que un subordinado suyo hubiera decidido abandonar la corte.
No debió ser fácil, incluso para un dios menguado como él, dar con la respuesta.
Puede que después de meditar un buen rato, y vencido, concluyera que quizá eso del amor… no fuera tan detestable.
José Manuel Alonso Pérez