Donde ella quiera
DONDE ELLA QUIERA (Primer Premio 2010)
Una vez firmado el contrato de trabajo me pareció imposible que yo hubiera dado aquel paso porque uno se conoce mejor que nadie y, después de muchas vacilaciones y hacer frente a mil supersticiones, había cogido el bolígrafo, con cierta aprensión, y estampado mi firma en el documento, pensando que no tardaría mucho tiempo en conseguir otro empleo donde me encontrara mucho más a gusto, aunque si por quietud fuera, sería difícil conseguir uno más sosegado.
-Buena presencia, dispuesto a llevar uniforme y a trabajar a la hora que sea preciso, carné de conducir, trabajar fuera de la ciudad… Parece que está todo bien.
No dijo nada de que para el puesto no había en ese momento ningún otro aspirante y, como yo estaba en paro lo que me parecía una eternidad, acepté el trabajo por un salario irrisorio que, según los servicios realizados, iría creciendo de forma conveniente.
El dueño me acompañó a la cochera para mostrarme un enorme Mercedes ranchera reconvertido y pintado de negro. Era impresionante, aunque cuando me lo mostraron estaba vacío. Se me erizó el vello y eso que todavía no había féretro alguno que transportar, pero es que yo toda mi vida había sido muy mirado para esas cosas, y pensar que mi trabajo consistiría en transportar a su última morada a los finados me hacía pensar en que cualquier salario no hubiera sido suficiente para remunerarme adecuadamente. Pero a lo hecho pecho, y a ganar unos euros, que era de lo que se trataba. Hasta Pili estaba cansada de verme holgazanear y de fallar en los intentos de aprobar unas oposiciones que nos dieran la posibilidad de organizar un futuro en común.
Había mantenido todo el asunto de mi trabajo en secreto porque, hasta que el puesto no fuera mío, era mejor estar callado, para no verme en ridículo como en otras ocasiones fallidas y, una vez asegurado y con un anticipo que el jefe me dio como bienvenida y, además, con la posibilidad de utilizar aquel magnífico vehículo para uso personal mientras yo pagara el carburante, llamé a Pili y le dije que tenía empleo y un Mercedes de empresa último modelo.
Me esperaba a la puerta de su casa con su madre, que parecía no querer perderse aquel acto que, pensó, debía de ser multitudinario porque ya hablaba de las excelencias de mi puesto con la frutera, la pipera, la portera y demás vecindario que no tuvieron palabras para expresar sus impresiones cuando aparqué el vehículo a la puerta del edificio y bajé todo sonriente.
-¡Ave María Purísima!- Y sin más las palabras se dio la vuelta y entró en su casa mientras Pilar me miraba sin decir nada.
-Esto es la gota que colma el vaso - atinó a comentar.
No habló nada más y siguió tras los pasos de su madre sin darme oportunidad de decirle dónde había pensado llevarla a comer ni los planes de futuro que tenía en mente mientras las vecinas no se perdían nada de lo acontecido y tuve que reconocer, al volverme y mirar el vehículo, que debía de haber ido en autobús y darle a conocer la buena nueva poco a poco, pero uno no puede estar en todo.
Aquella misma tarde me llamó mi jefe al teléfono móvil para darme una dirección donde me esperaban para llevar “la mercancía” al lugar de destino que me sería indicado allí mismo.
Para empezar, el muerto estaba destapado y se requirió el uso de mi pericia para ayudar a cerrar la caja. Así lo hice pero, debido a la aproximación al difunto, tuvieron que llevarme al lugar donde las mujeres rezaban el rosario y tomaban Agua del Carmen para hacerme volver a la consciencia y encontrarme con que ya habían hecho otros esa parte del trabajo, de modo que me dispuse a llevar al camposanto al pobre señor, que me pareció estaba a punto de decirme algo cuando estuve en su proximidad. Lo que no esperaba era que la dirección adonde lo tenía que llevar fuera a Logroño, donde me esperaban a la mañana siguiente.
Me temblaban las piernas cuando arranqué el Mercedes; se me caló dos veces ante la consternada mirada de los presentes; una mujer me regaló otra botella de Agua del Carmen y un médico que había allí hasta me tomó el pulso.
Hay noches largas, pero no tanto como esa, la primera de una larga lista hasta años más tarde. Pero durante el camino miré mucho más al retrovisor que a la carretera sin atreverme a pasar de sesenta kilómetros a la hora no fuera a incomodar al fallecido y se le ocurriera llamarme la atención.
Qué momento el de llegar a la capital de La Rioja, no encontraba el instante para bajarme del coche a toda prisa y marcharme a mi casa o a donde fuera pero lejos de allí, de aquel vehículo, de todo.
A la puerta del domicilio se agolpaban familiares y amigos esperando mi tardía llegada pero nadie dijo nada por el considerable retraso que había acumulado.
Me hubiera marchado inmediatamente lejos de allí, a respirar profundamente, a quitarme aquella conmoción que me invadía por completo produciéndome un estremecimiento, pero no podía quedar ahí la cosa y se demandó mi intervención para ayudar a bajar el féretro y demás requisitos en los que fue necesaria mi intervención hasta que lo enterraron.
Volví a mi ciudad con una sensación indefinible, me atrevería a decir que era miedo, un pavor raro, pero miedo al fin y al cabo. Miré innumerables veces por el retrovisor. Ingenuamente creía que, a lo mejor, allí había quedado algo incorpóreo del finado y en cualquier momento me llevaría el susto de mi vida. Pensé en las ganas que siempre había tenido de conducir un vehículo como aquel, con lo que yo hubiera presumido con un Mercedes de ese tamaño en una situación diferente.
Dejé el vehículo en la cochera, dispuesto a abandonar el trabajo -ya encontraría otro- pero el jefe me miró, me llenó un vaso con agua, me dio una pastilla, sin decirme sus cualidades, y pidió que me trajeran un café. Antes de que pudiera hablar, me dio la prima estipulada por el servicio, sin sobre, con billetes que dejó sobre la mesa y, claro, al comprobar la recompensa hice de tripas corazón y me marché a mi piso, me di una ducha intentando arrancarme con el estropajo toda aprensión y me fui a casa de Pilar, que suponía me esperaba arrepentida por el desplante de la tarde anterior. La escuché hablarme por el telefonillo dejando muy claro que ya no le interesaba lo más mínimo y que podía hacer con mi vida lo que me pareciera bien.
No me había repuesto del servicio anterior cuando sonó el teléfono indicando que mi jefe, empresario insaciable, tenía otro trabajito para mí.
Fue en aquella ocasión cuando conocí a dos de mis compañeros, que fumaban apoyados en las puertas de sus vehículos como si estuvieran esperando a una estrella del celuloide. En realidad, lo era y, por eso, se requerían varios vehículos para llevar las muchas coronas de despedida y darle más fasto al adiós. Pero faltaba en ellos la sensación de vacío, de tristeza y de una especie de miedo respetuoso y maniático que a mí me invadía.
-Ayer me lo hice con Charito ahí detrás -escuché que decía uno de ellos y al otro ya le faltaba tiempo para hacerle la competencia porque había hecho el coito hasta con el vehículo ocupado. Sólo de escuchar aquello me puse blanco y no sé cómo pude, mientras me presentaba y les estrechaba la mano, salvar adecuadamente aquella embarazosa situación.
Dejé unos días después el vehículo en el estacionamiento y subí para hablar con el jefe que en esos momentos no se encontraba en su despacho. Decidí dar una vuelta por las instalaciones mientras esperaba y, como empleado que era de la empresa de servicios fúnebres, no se me limitó la entrada a las dependencias y entré en una sala donde una mujer, mientras escuchaba un serial radiofónico, pintaba y maquillaba a una fallecida que esa tarde sería visitada por sus conocidos e incinerada al día siguiente. Observé la simplicidad con la que realizaba su trabajo, cómo cuidaba aquel cuerpo como si fuera a abrir inmediatamente los ojos y, tras sonreír, pagaría su servicio y se marcharía para que todos vieran lo atractiva que estaba.
La mujer que la arreglaba tenía el pelo negro, apropiado al trabajo, así como sus ojos, además de una mirada indefinible pero que, si en un primer momento me pareció triste, al sonreír me hizo cambiar esa impresión. Me miró y continuó con el trabajo con naturalidad, aun a sabiendas de que la observaba, mientras yo, molesto por haberme entrometido en la actividad de ella, me giré dispuesto a salir de allí con prontitud.
-Eres el nuevo, ¿no?
Me detuve y asentí con la cabeza, como si no tuviera voz.
-¿Qué te parece el trabajo?
-Interesante - dije por hacer algún comentario.
-El mío es muy entretenido, sobre todo la charla. Llevo con ella casi una hora y ya sé que se llamaba Clara, Margot para el gremio, que era prostituta y que se metió ayer un chute que podía haber hecho volar a un elefante. Era guapa.
-Tú contribuyes a eso.
-Muchas gracias, no todo el mundo sabe encontrar la parte artística de lo que hago. Si alguna vez quieres un arreglito, cojo el instrumental y verás lo bien que quedas para ir a una fiesta, o a algún espectáculo. O por ver el efecto.
Sólo de pensar que aquellos utensilios usados en los cadáveres pudiera utilizarlos conmigo me provocó una sensación de aplastamiento de las paredes, de calor, de agobio… No sé qué fórmula utilicé para despedirme, pero cuando me di cuenta estaba en la calle respirando profundamente mientras ella seguiría allí, a solas con el cadáver.
No volví a ver a Jacarandá hasta unas semanas después, cuando yo estaba mucho más acostumbrado al trabajo, a trasegar con todo aquello sin que estuviera santiguándome a cada instante o lavándome las manos, frotando con fuerza para que no se me pegara algo indefinido de lo tocado, o sintiendo un nudo en el estómago o mirando lo menos posible los rostros de aquellos a los que debía llevar en su postrer viaje… Era la cena de Navidad y, como todos los compañeros, acudí a ella. Jacarandá parecía haber cambiado, era otra distinta vestida sin aquel uniforme azul oscuro y toda aquella herramienta alrededor. Tenía unos bonitos rasgos juveniles y un rastro perpetuo de felicidad, como si su trabajo no la hubiera afectado de una forma sustancial, como parecía ocurrirme a mí. Siguió con buen humor las bromas y, cuando decidimos ir a una discoteca, continuó con los demás compañeros sin decir nada ni preocuparse de que la oficinista, la otra mujer de la reunión, se marchara.
Unas copas y la música lenta fueron las condiciones exigidas para que cuando ella me lo propuso no le dijera que no y la abrazara para dejarnos llevar por la melodía toda la noche y que a la mañana siguiente amaneciéramos en su cama.
Me levanté y, tras vestirme intentando no hacer ruido, me marchaba cuando sonó el siempre tan inoportuno teléfono móvil para anunciarme que mi jefe necesitaba un servicio. Y así fue como me miró, se levantó y me hizo llegar tarde al trabajo.
Cuando volví del servicio no me atrevía a pasar al lugar de trabajo de Jacarandá, pero me decidí y allí estaba, como si fuera aquella primera vez, con su uniforme, la mirada fija en el rostro que maquillaba de forma concienzuda.
-Queda guapa, ¿verdad? -me dijo cuando se dio cuenta de mi presencia.
-Sí,- respondí tras unos segundos de vacilación.
-Quedamos para esta noche a las nueve.
No fue una pregunta y, sin vacilación, fui a la cena a su casa a la hora fijada y, mientras ella la preparaba, me entretuve en dar una vuelta por la habitación para encontrarme con una colección de fotos de su trabajo que me quitó el hambre y con una serie de libros sobre maquillaje, labores caseras, cementerios y candelabros, y demás ornamentación fúnebre.
Si todo aquello me quitó el apetito, ella se ocupó de que la relación a su lado fuera viento en popa y consiguiera hacerme olvidar el objeto de nuestros oficios, sobre todo el suyo, que tanto me afectaban.
El noviazgo fue de una duración vertiginosa. Jacarandá llevó un precioso vestido blanco aunque en lugar de llevar la liga azul se la puso negra, así como los adornos, que eran de ónice. Fuimos de viaje a París y, entre Torre Eiffel, la Place du Tertre o el Museo dÓrsay, no dejó de visitar, y fotografiar detalladamente, el cementerio de Pere-Lachaise, el de Montparnasse, el de Passy o el de Montmartre.
La vida a su lado, que esperaba de una forma singular, lo fue y de qué manera, porque Jacarandá era una mujer muy especial. En la decoración de la casa, lo más alegre era una foto gigante del Taj Mahal, y porque era blanco, que no por su significado; presidiendo el mueble que ocupaba toda una pared, diferentes pirámides a escala y luego una más grande de la que iban saliendo otras más pequeñitas a modo de las matrioscas; figuritas de los dioses de diversas mitologías que gobernaban en el más allá. Y, si yo coleccionaba sellos o diferentes objetos de la liga de fútbol, ella se pirriaba por todas aquellas cosas fúnebres. No hacía daño a nadie, y la vida en pareja me parecía perfecta, así que lo único que tenía que hacer era acostumbrarme a aquellos pequeños caprichos.
Así que cada uno a su trabajo cada mañana y, después, a hacer nuestra vida de casados como todo el mundo. Nuestras conversaciones, cuando nos juntábamos cada día, no eran las más alegres del mundo porque hablar de nuestro trabajo era sumergirse en un tema que a mí no me gustaba, mientras que a ella la apasionaba. Cuando nos reuníamos con los amigos para ir de cena o a realizar alguna actividad, ella les pormenorizaba el laborioso y apasionante trabajo que ocupaba su horario laboral y, además, se complacía en regalar para onomásticas y demás efemérides algún servicio de los ofrecidos en nuestra empresa.
Lo que nunca he entendido ha sido esa colección de fotografías de todos aquellos a los que había hecho un último servicio para que traspasaran las puertas del cielo con la mejor cara.
Si a eso unimos que ella elegía nuestros viajes vacacionales y de descanso, nunca mejor dicho, para ver camposantos, aquello era demasiado. Así, estuvimos en el cementerio de Arlington; en el de los Poetas, en Roma; el cementerio judío de Praga; el de Trinity Church, cerca de Wall Street; y un largo etcétera, que no me importa haber olvidado, donde ella ponía todo su entusiasmo en fotografiar los más nimios detalles para guardar en sus álbumes de fotos que luego enseñaba con delirio a aquellos que nos visitaban.
Pero es que la cosa no paraba ahí y, cuando íbamos al quiosco a comprar la prensa, mientras yo elegía uno de noticias, ella buscaba los que trataban de temas funerarios.
Quizá todo eso fue lo que me hizo adquirir una especie de sexto sentido, como ocurre en algunas películas, que me hacía ver a quienes no se puede y estar todo el día en un continuo sinvivir.
Pero el amor es fuerte y cuando ella me hacía cosquillas en la espalda, o me soplaba en la oreja derecha, o llegaba sin ropa interior y se sentaba en mis rodillas, o cuando rozaba su nariz con la mía, o, simplemente, charlábamos de trivialidades, cada vez menos veces porque su tema siempre era protagonista, me parecía que lo que más valía la pena era estar a su lado.
Si había una fiesta de disfraces, le encantaban, iba vestida de zombi, de vampiro o funerario del far west y, en una ocasión y debido a mi insistencia, accedió a vestirse de Blancanieves añadiendo a mi petición el momento después de haber mordido la manzana.
La gota que colmó el vaso fue que decidiera que hiciéramos el amor en una de aquellas cajas que esperaban dueño en la trastienda. Nada más que la proposición me produjo mareos y que las pulsaciones se redujeran a casi nada… Me desperté mientras ella aplicaba un remedio a mi nariz para hacerme volver de la inconsciencia.
Nunca llegué a pensar que con el tiempo no lograría acostumbrarme a todo aquello, que convivir con esas circunstancias a cada instante me provocarían una tensión considerable. Muy cansado de aquella situación, queriendo hacer de mi vida algo diferente, que pudiera ser como alguna vez pensé, decidí que había llegado el momento de romper con aquella vida. Lo único que me había atado a todas aquellas situaciones había sido mi amor por Jacarandá, la capacidad que tenía para seducirme, para que yo realizara, en cuanto ella se lo propusiera, sus deseos.
Llevé el vehículo a la cochera de la empresa y hablé con el jefe. Me miró con interés y sonrió.
-Ya eres un poco mayorcito para estas tonterías. Deberías estas acostumbrado. A ver si aprendes de tu mujer, que disfruta con su trabajo.
No le hice caso. Me levanté y le estreché la mano con la amistad de alguien con quien se ha tenido una buena relación durante muchos años y dejé el teléfono móvil sobre su mesa.
A Jacarandá la encontré dejando preciosa a una anciana a la que no reconocerían ni sus hijos cuando la volvieran a ver. Le di un beso y sólo le dije adiós. Me observó dándose cuenta de lo que quería decir y me miró hasta que salí de allí.
Salí a la ciudad sin mi traje azul, ni mi gorra, ni el Mercedes. Caminé por las calles sin pensar en colores oscuros, sintiéndome bien, como si hubiera dejado un lastre que hizo de mi vida un camino de espinas durante demasiado tiempo.
Llevo dos días lejos de Jacarandá, una eternidad. Esta noche volveré a casa con un ramo de rosas negras y, mañana, si ella lo desea, sin otras prendas que el amor, dejaré que dé rienda suelta a su pasión en un féretro o en el lugar que elija.
Juan Lorenzo Collado Gómez