Duelo con grajo al fondo
DUELO CON GRAJO AL FONDO (Premio Accésit 2010)
Jerónimo era su nombre de pila, aunque en el pueblo nadie le llamaba así. Para la mayoría era El Rubio. Por su pelo triguero. Aunque todos, al que se llegaría a casar con la tía Rosario cuando ya los dos eran unos viudos cincuentones, le conocían por “El que había dejado tuerto al tío Matías”. Y lo curioso es que la culpa de que el tío Matías viera en dos dimensiones la tuvo una de sus ovejas que, ni corta ni perezosa, un día tuvo la feliz idea de embaularse un puñado de aceitunas. El problema es que la oveja, que como todo el mundo sabe es tonta de remate, no sabía que esas aceitunas tenían dueño, y que ese dueño no era otro que un olivo, y que ese olivo pertenecía al marido de la tía Vicentilla, y que el marido de la tía Vicentilla se llamaba Jerónimo, y que al tío Jerónimo le apodaban El Rubio, y que todo el mundo sabía que al Rubio no había que buscarle las cosquillas porque no las tenía, y aun en el caso de que las tuviera, debían encontrarse envueltas en mil capas de mal genio, y que, sobre todo, como le gustaba la caza, era dueño de una escopeta perdigonera y cartuchera. Y como la tontorrona de la oveja no sabía nada de eso, también desconocía que su empacho olivero iba a traer como resultado uno de los duelos más famosos de la historia de Almonacid de Zorita. Tan famoso que, cuando uno pregunta por El Rubio, la contestación siempre es la misma: «Sí, hombre, el que dejó tuerto de un disparo al tío Matías».
Hay variantes, modificaciones, añadiduras, recortes, exageraciones, omisiones e incluso invenciones sobre lo que realmente sucedió aquel nefasto día, pero sea como sea, en todos ellos el pobre tío Matías, el pastor, siempre termina con un ojo de menos y con algunos perdigones de más en su rostro maltrecho. Algunos relatos van directos al ojo y suprimen los preparativos, la hora, el sitio, la humedad relativa del aire, si llovía, si tronaba, si... Otros, en cambio, son tan minuciosos que hasta cuentan lo que cenaron los dos el día anterior. Algunos ignoran si fue Matías el que disparó primero o si, por el contrario, fue Jerónimo quien disparó el último. Otros, en cambio, describen hasta los pestañeos de los contendientes antes del fatal desenlace. En fin, teniendo en cuenta que fueron sólo cuatro las personas que participaron en semejante evento —el Rubio, el tío Matías y los dos testigos—, todas las opiniones que no sean las de ellos, es conveniente cogerlas con papel de fumar. El problema es que, tanto los dos protagonistas como los dos testigos, ya hace mucho que están criando malvas. Y en cuanto a la oveja… no tiene mucho sentido preguntar a un jersey de lana.
En cualquier caso, en lo que sí coinciden todos es que el duelo se celebró muy temprano en el Sauquillo...
La mañana era fría. Aunque no tanto como para que el miedo se congelase.
Matías, después de contar los diez pasos impuestos por su rival, se volvió despacio. No tenía prisa por morir. Al mirar al Rubio, una ráfaga en forma de recuerdo le trajo a la mente el día anterior, cuando el otro le había retado. «Cuando quieras y dónde quieras» fue la contestación del pastor; pero enseguida, un arrepentimiento con sabor a bilis había ascendido desde su estómago. Sabía que se encontraba en desventaja. Aunque manejaba bien la escopeta —más de un lobo podría dar fe de ello si viviera para contarlo—, esto era diferente. Alguien podía morir. Y un calambre en su alma le hacía pensar que ese alguien sería él: Matías, el pastor.
«¡Apunten!», ordenó uno a su derecha.
No había pegado ojo en toda la noche esperando con temor ese momento. Él no era ningún cobarde pero amaba la vida. Amaba su vida tranquila, sin sobresaltos; la única que tenía. Y todavía era joven para despedirse de ella. Todavía era joven para que un insensato tozudo se la arrancara de cuajo por un miserable puñado de aceitunas. Como si el animal entendiera de mojones y propiedades...
Al elevar despacio la boca de su escopeta, se dio cuenta de que su mano derecha temblaba ligeramente. Aunque el aire otoñal cortaba como una navaja, una gota de sudor descendió por su frente. Quiso quitársela...pero ya su tiempo se acababa.
La noche anterior había decidido que, aunque quisiera, no podía echarse atrás. ¡Qué hubiera pensado el pueblo entero! La palabra por encima de todo; eso era una ley universal, como la que dice que el sol tiene que enseñar su frente desnuda todas las mañanas tras la tapia del horizonte. Así que, tendría que disparar él primero; no le quedaba otra. Le apuntaría a la cabeza; un tiro rápido y sanseacabó. Y luego, a la cárcel… Pero vivo.
Allá a lo lejos, detrás del Rubio, el sol asomaba curioso su calva reluciente, como si no quisiera perderse el acontecimiento. Una nubecilla con forma de cuchillo se acercaba al astro con parsimonia. A Matías se le antojó que el cuchillo se disponía a cortar un trozo de queso. Sintió en su estómago un mordisco de hambre —o de miedo, tal vez— y eso le recordó que no había desayunado. Al mirar de nuevo al Rubio, apuntó despacio. De pronto, se dio cuenta de algo extraño… Le pareció que el otro le apuntaba ligeramente ladeado. Una duda le inundó el alma. «¿Y si el Rubio sólo quería asustarle?», pensó mientras la gota le hacía cosquillas cerca ya de su ceja derecha.
«¡Fuego!», gritó el de antes.
Se sobresaltó. La orden le sonó como un disparo. Un cartucho cargado con cinco perdigones... Uno por cada letra.
En ese instante, la Torre del Reloj comenzó a dar las seis. La duda seguía con él cuando apretó el gatillo. Tal vez fuera ella la que le obligó a adelantar ligeramente su hombro izquierdo. Tal vez fuera ella la que desvió ligeramente el cartucho estrellándose contra un chopo cercano. Tal vez.
Cuando la última campanada terminó de cantar su hora, el tío Matías, el pastor, observó cómo El Rubio movía ligeramente el dedo índice de su mano derecha. Todavía su duda seguía con él cuando escuchó el chasquido. Pero ahora, un manto de horror la cubría por completo.
En el horizonte, el sol ya había asomado su cabeza hasta la altura de la nariz. El cuchillo blanco le había alcanzado. Le atravesaba de parte a parte los ojos…, si el astro los tuviera.
Un grajo chilló muy cerca.
La gota de sudor le inundó su ojo derecho. Por eso, cuando escuchó el fogonazo, ya los tenía cerrados.
Un estruendo sordo en su cabeza. Millones de estrellitas rojas danzando una música fúnebre y dolorosa mientras se bañaban en un océano de muerte salada.
Al caer, reconoció la voz de su testigo: «¡¡¿Qué has hecho, Rubio?!!».
Un instante antes de estamparse el rostro contra la tierra húmeda, vislumbró un destello de cielo... Tenía el color de las cerezas maduras a punto de pudrirse.
«¡Qué extraño!», pensó, «¿de donde habrá salido esa tormenta?».
Las estrellitas dejaron de bailar porque la noche, tapándolas con su manto negro, las acostó de repente.
Y Matías, el pastor, ya no pudo oír las palabras que pronunció el Rubio mientras éste observaba el charco de sangre: «¡¡Cago en la hostia... ¡¡Jodío grajo!!..».
En todo lo concerniente a la caza, a él le gustaban las cosas bien hechas. Aunque ahora no se trataba de disparar a ningún pichón, sino a Matías. Por eso, mientras pensaba en la mañana siguiente, se esmeraba con mimo en la elaboración de su cartucho. Primero, su culatín bien redondo con el percutor de fulminato de mercurio bien centrado. Luego, su funda de cartón que él ya había recortado con su navaja, con la misma con la que acababa de rebanar tres buenos trozos de bacalao que, junto una lata de escabeche, le acompañaban en ese momento. Y como no podía faltar su buen vaso de vino, ahora se lo llevaba a la boca dispuesto a continuar con su trabajo.
Pesó la pólvora; introdujo sus perdigones en el cartucho, los atacó con precisión de relojero y ahora, sólo le faltaba encabezarla con la tapilla. «Ya está. Un cartucho bien hechico», se dijo mientras saboreaba el tinto que él mismo elaboraba. Le gustaba fabricar sus propios cartuchos; no se fiaba de los que el Vicente, el de la tienda, traía de la ciudad. Su puntería no era la misma con ellos.
Al apurar el vaso se lo quedó mirando. El reflejo de la lumbre en el vidrio le trajo a la mente lo sucedido ese día. La maldita oveja le había sacado de sus casillas. Cuando la vio comer sus aceitunas, agarró un canto y se lo estampó contra su cuerpo lanudo. Martín había acudido corriendo amenazándole con su cayado y ahí sí que ya no pudo más. Fue directo hacia él, le cogió por la solapa de su chaquetilla y le dijo con palabras bañadas en saliva: «¿A que no tiés cojones de batíte conmigo a diez pasos na más?». Matías se cagó de miedo, se lo notó enseguida en la mirada. Si el puñetero se hubiera quedado callado… pero no, tuvo que abrir su bocaza y picarle: «Cuando quieras y como quieras, Rubio». Maldito pastor. ¿Por qué no se quedó mudo? Ahora a él no le quedaba más remedio que pegarle un tiro entre ceja y ceja.
Mientras removía las ascuas del fogón, pensó en su arranque de genio... No…; no estaba bien retar a un hombre por unas cuantas olivas, las cosas como son… Pero estaba harto de ver al ganado de Matías pastando en sus fincas. Para él, la propiedad era casi tan sagrada como el Cristo de la Buena Muerte. Quien no la respetaba, no merecía tampoco respeto alguno. Cuando vio a esa oveja comer sus olivejas… Eso fue la gota que colmó el vaso…
Por una cristalina asociación de ideas, se echó otro poco de vino en el suyo. Nunca lo llenaba del todo... Al apurarlo de un solo trago, emitió un chasquido con la lengua. Era su forma de darle las gracias por lo bien que sabía. Para él, la felicidad completa era tener a su lado un trozo de bacalao en salazón, una lata de escabeche y un vaso de vino mientras pensaba en sus cosas. Cazar dos o tres palomas de vez en cuando… y que nadie se metiera en sus fincas. Entonces sí que perdía el norte. Y ese día lo había perdido…, el norte y los demás puntos cardinales… La gente decía de él que era un hombre huraño y con muy mala hostia; pero esa era la coraza exterior, la que le interesaba ofrecer a sus vecinos para que le respetaran; porque sin respeto todo lo demás sobraba. Pero, para sus adentros, él tenía un corazón como cualquier cristiano…, o a lo mejor, hasta más grande.
Volvió a observar su cartucho y celebró su trabajo con un último trago. A él, al contrario que a los demás, el vino le serenaba. Nadie le había visto nunca borracho, por la sencilla razón de que nunca lo había estado. Un poco contento, muchas veces, pero borracho como una cuba, jamás. Quizás por eso, porque se había calmado con media botella, había desechado su primera idea: la de matar al pastor. Si en el momento que le había retado hubiera tenido su escopeta a mano, al otro no le hubiera salvado ni la caridad bendita, pero ahora, con la serenidad que le daba su vino, la sola idea de matar a un hombre le estremecía. Pero…, quedaba otro problema… ¿y si el otro disparaba a matar?... No…, no podía ser. No se imaginaba a Matías matándole, y no por falta de puntería porque a veinte pasos hasta un niño…, sino porque el pastor no era un cobarde…, y sólo un cobarde dispararía a alguien que apuntaba desviado. «Sí, eso es…», murmuró de repente levantándose de un brinco de su silla de mimbre… «…le apuntaré un poco desviao pa que él se dé cuenta…, que piense que no quió matále… él tirará primero… cuando falle aposta… ¿y si no falla?... si… el tío Matías no es desos… fallará… y entonces tiraré yo… y los perdigones pasarán tan cerca de su oreja que… que se le quedará grabao en su dura mollera pa toa su puñetera vida… Así escarmentará... Sólo asustále un poquejo. Na más queso.». Con su puntería era imposible ni siquiera rozarle. Eso lo sabía él tan bien como que ahora se iba a acostar, que mañana será otro día.
—¡Jodío grajo! —exclamó, apuntando con su escopeta a la mancha negra que rubricaba el cielo con su aleteo.
Cuando apretó el gatillo sólo se oyó un chasquido. El único cartucho ya lo había gastado contra el ojo de Matías.
—¡¡Lo has matao!! —gritó uno de los testigos.
El Rubio se acercó al charco de sangre e, hincándose de hinojos, observó el rostro deshecho del pastor.
—Todavía resuella —dijo—, pero a partir de ahora, sólo verá con un ojo.
Pastrana es famosa por haber servido de prisión a dos tuertos ilustres: una princesa —la de Éboli, para más señas— y un pastor —el tío Matías de Almonacid de Zorita—. Claro que doña Ana de Mendoza estuvo encerrada en el Palacio Ducal mientras que Matías en una simple cárcel pero, al fin y al cabo, prisiones eran las dos. Claro que a doña Ana se le permitía asomarse una hora al día a las rejas que daba a la, desde entonces, Plaza de la Hora, para que le acariciara la luz del sol, mientras que la única luz que podía atisbar el ojo solitario de Matías no era otra que la que conseguía colarse al oscuro patio que todas las mañanas pisaba, durante apenas veinte minutos, el pastor desojado pero, al fin y al cabo, luces eran las dos. Claro que, mientras que la amante de Antonio Pérez tenía por compañía a sus criadas y a su hija menor, el pobre Matías estaba obligado a soportar el ensordecedor silencio del Rubio, quien no sólo le había quitado un ojo sino también su libertad querida pero, al fin y al cabo, compañía eran las dos. Mas ahí se acaban todas las similitudes de los dos tuertos porque si hay quien dice que tras el oscuro parche, Ana seguía conservando su ojo, lo seguro es que Martín lo había perdido para siempre desde el día en que a un grajo se le ocurrió chillar un instante antes de que El Rubio —el hombre con mejor puntería de la comarca— accionara su gatillo, desviando lo justo el cartucho que inicialmente iba a pasar a escasos centímetros de la oreja derecha del pastor.
Pero dejemos tranquila a la falsa tuerta y fijémonos ahora qué hace el verdadero con una cuchara en la mano en el justo momento de intentar introducírsela por la boca a su compañero de celda. Si pudiéramos detener un momento esta escena, digna de ser puesta en estampa por el mismísimo Doré, podríamos acercarnos al único ojo de Matías y observar en él toda la rabia que su corazón había guardado como un tesoro desde el día en que dejó el hospital para hacer compañía al Rubio en la cárcel de Pastrana. Podríamos dirigir luego nuestra atención hacia su frente para apreciar unas pequeñas gotas de sudor entre las arrugas de su entrecejo. Si descendiéramos después la vista hasta su mano —la que agarra el cubierto de madera— y nos detuviéramos en sus venas, comprobaríamos que están a punto de reventar. Cualquiera que contemplara a este Matías paralizado por el tiempo, deduciría que lo que quiere es asesinar de un cucharazo a su enemigo. Y si nos fijásemos ahora en la boca del Rubio comprobaríamos que la aprieta con ganas, como si adivinase las intenciones homicidas de su compañero de mesa. Quizás por eso, si descendiéramos la vista hasta su mano derecha, entenderíamos por qué agarra con tanta fuerza su cuchara, como si fuera un puñal y quisiera, a la menor señal de alarma, arrancar con ella el único ojo sano de Matías.
Y quizás se hubieran asesinado los dos a cucharazo limpio si no fuera porque en ese mismo instante el carcelero, adivinando sus intenciones cucharicidas, les sujetó con fuerza la mano diciéndoles:
—¡Quieeeetos!…, que el juez os ordenó que os dierais de comer el uno al otro, no que os matarais a cucharazo limpio.
Muchos años después, sentado en una peña del Cerro Ventanillas, una que queda justo debajo de Los Tres Palotes, Matías esperaba…
Mientras, con su único ojo, intentaba divisar allá abajo la entrada del féretro al cementerio, su mente oteaba el pasado con la vista completa de su recuerdo: el duelo, el hospital, el juicio, la prisión…
Al principio sólo había pensado en atravesarle la garganta con la cuchara de madera a la primera ocasión pero, cuando llegaba el momento, no era la presencia del carcelero vigilante la que se lo impedía, ni tampoco el aumento de pena que ello le hubiera supuesto. No, no era nada de eso. Lo que le impidió acucharear hasta la nuca al Rubio había sido algo que éste le dijo en su primera comida juntos: «Yo apuntaba a un lao… Fue culpa del grajo… Me asustó y…¡¡Jodío grajo!!».
Divisó un rectángulo pequeño entrando en el cementerio. Dentro iba El Rubio. Agarró su escopeta y observó el cielo… A la espera.
Cuando ya la gente abandonó el cementerio, sólo una figura pequeña permanecía al pie de la tumba. Era la tía Rosario, la mujer del Rubio. Matías la observó desde allá arriba. «¡Qué tranquila te deja!, buena mujer», dijo para sí.
Una mancha negra rubricó el cielo. Matías apuntó con calma… Esperó a que se acercara un poco más...
Esta vez no dudó y su hombro izquierdo se mantuvo firme.
Eugenio Rey Huerta