Canta vagabundo
CANTA VAGABUNDO (Primer Premio 2009)
Una forma de vida tan buena como cualquiera
JJ, mendigo andrajoso e independiente, estaba en la Sala de Espera de la Unidad de Cuidados Intensivos en el Hospital de Can Ruti, en las afueras de Barcelona. El bullicio, causado por el relevo del personal, lo despertó al amanecer..., pero seguía soñando.
Era un sueño despertar en un sitio cálido y confortable para quien está acostumbrado, desde siempre, a pasar las frías noches de invierno en los cajeros automáticos del barrio. Tampoco en cualquiera, solo en aquellos, en que se conseguía echar unas cajas de cartón en el suelo y acostarse encima. Debía dormir en alerta permanente. La policía podía venir en cualquier momento. Todo era cuestión de suerte. JJ jamás molestó a nadie. Dormía de costado, dando la espalda a cualquiera que ingresara al cajero por la noche, que no eran muchos. Los guardias del barrio lo sabían y pasaban de largo. Pero bastaba que un melindroso, de los que nunca faltan, se le ocurriera llamar a la policía por solo ver a un mendigo durmiendo tan cerca de su dinero, para que vengan a echarlo...Tenía que levantarse, recoger sus cosas, alejarse unos pasos hasta que se iban. Luego regresaba para armar todo de nuevo. Así es como JJ dormía a los saltos. Para un vagabundo como él, un profesional de la miseria, esta era la costumbre. No recordaba la última vez que durmió en una cama con colchón y sábanas.
Conocía los sitios claves de su barrio donde se podía dormir. Pero, en las frías noches del invierno, los cajeros automáticos eran el lugar ideal.
Debía despertar temprano y mandarse a mudar antes de la llegada de los primeros clientes diurnos. Cruzaba la plaza arbolada, aprovechando para orinar al amparo de la semi penumbra del amanecer y lavarse la cara en el grifo público. Iba a la panadería de Doña Carmen, una buena mujer que le guardaba la bollería del día anterior. Una operación complicada. Primero debía remolonear en la plaza esperando que abriera la panadería. Esto requería mucha atención, puesto que no tenía reloj y debía hacerse todo en pocos segundos y a la hora exacta.
Luego se acercaba en el momento justo, antes de que se termine de abrir la cortina metálica, lleguen clientes y vean a un mendigo en la puerta de la tienda. Doña Carmen tenía preparada, en una bolsa de plástico que dejaba en el umbral, la bollería del día anterior que no se había vendido. JJ recogía la bolsa y se alejaba rápidamente antes que terminara de levantarse la cortina y la luz de la tienda iluminara la escena. Caminaba unas calles y en el bar de Don Joaquín, le cambiaban los bollos, que vendían como recién hechos luego de calentarlos..., por un humeante café con leche. Todo el operativo debía hacerse en el breve instante en que las calles estaban solitarias y el incipiente día recién advertía de su llegada.
Claro que no podía desayunar en el mismo bar. A Don Joaquín, respetuoso de las apariencias, no le gustaba. Debía volver con rapidez a la plaza, abrigando con las manos el vaso de plástico, para que no se enfríe demasiado.
Esa era la rutina de todas las mañanas. Café con leche tibio, bollería vieja y el frío de la plaza. Siempre que no lloviera a cántaros. JJ no se quejaba. Era mejor que pedir limosna.
Despertar en un ambiente cálido, sin pasar frío ni zozobras y, para más, recibir los efusivos buenos días del personal, que ingresaba para el relevo, era un sueño para JJ.
De a poco fue recordando lo sucedido el día anterior. La buena de Doña Carmen, le había dado un billete de 10 euros para ir desde el barrio de Pueblo Nuevo de Barcelona, por donde rondaba desde hace años, hasta el lejano Hospital de Can Ruti llevando un paquete con ropa y golosinas para la paciente de la cama 71 en la sexta planta. Era Adelaida, la hermana de Doña Carmen, ingresada el día anterior por haber sufrido un desmayo en la calle.
JJ demoró una enormidad tomando autobuses equivocados. Llegó al enorme hospital cuando ya era de noche. Las visitas fuera de hora no estaban permitidas. Su aspecto andrajoso no era el más adecuado para pedir una excepción. Si bien cuidaba su higiene, lavándose a diario en la fuente pública de la plaza, seguía siendo un mendigo a la vista de cualquiera. De los diez euros había gastado casi ocho en pasajes de buses. ¿Qué hacer ahora? El dinero no era suficiente para regresar. Afuera hacía frío.
Optó por ir a la Sala de Guardia y quedarse allí. Se sentó en un banco alargado con respaldo. Había pocas personas. Los enfermeros que iban y venían lo saludaban al pasar. Se sintió
con más ánimos. No lo echaban. Un policía, que estaba de custodia, lo saludó también. La Sala de Guardia estaba en funciones. No había juicios valorativos. Solo cuerpos, gente, personas, enfermas y sanas. JJ supo que allí estaba protegido. Se estiró a lo largo en el banco y durmió plácidamente.
Cuando recobró la conciencia recordó los dos euros y pico que le sobraron. Le alcanzaban para un desayuno como la gente. En la cafetería del hospital podía tomar un café con leche con un cruasán fresco. Pero antes cumpliría el encargo de Doña Carmen.
JJ tenía 59 años. Era un mendigo ilustrado. Vagabundo por voluntad, pobre por vocación. Sin un céntimo desde hacía años. El billete de diez euros que le dio Doña Carmen era una enorme fortuna. Temía que el conductor del autobús se negara a cambiarlo.
JJ, que había asistido a la escuela, era adicto a la lectura. Diarios, libros y revistas viejos, que encontraba en sus andanzas por las calles. Recogía todo material impreso para leerlo en la plaza. Un pordiosero refinado, un gentleman de la pobreza... Sentado en el banco de la plaza, leía lo que había recogido. No le importaba leer un diario de un mes atrás. Para JJ el tiempo solo servía para envejecer.
Se las ingeniaba para montar sus comidas lo mas confortables posibles. Se proveía de alimentos en distintos lugares. Gracias a su buen humor fluida conversación era apreciado en el barrio. Doña Carmen siempre le alcanzaba alguna cosilla. JJ aguardaba en la puerta de la panadería sin entrar. Al rato de haberlo visto, la buena señora salía a la vereda y le daba un paquetito. Don Joaquín, el del bar, también le alcanzaba algún sobrante con tal de que no entrara. Algún bocado adicional provisto por un vecino o encontrado en la primera basura de la mañana. Restos de pizza aún dentro de la caja o potes de comidas envasadas. Desechaba lo que no ofrecía garantías de pureza. No podía llevarse a la boca un alimento encontrado suelto en medio de la basura. Luego de comer despejaba el lugar. Todo quedaba limpio. Su próxima preocupación era la cena.
Se levantó dispuesto a cumplir el encargo. Primero el deber. En la sexta planta comenzó a buscar la cama 71. No quería hacer preguntas. Temía ser expulsado. Mientras recorría los pasillos observó que el personal de cocina estaba repartiendo el desayuno. El aroma del café con
leche era tentador.
La cama 71 era la única ocupada en una habitación para cuatro enfermos y el lavabo. JJ dejó el paquete en la mesilla de la señora, que aún estaba dormida. Decidió esperar un rato para darle el mensaje de su hermana. Se sentó en una cama.
La mucama entró a la habitación y dejó la bandeja con el desayuno de la paciente. Saludó a JJ y regresó en un minuto trayendo otra bandeja, que ofreció a JJ con una sonrisa, mientras arrimaba a su lado la mesilla rodante. Imposible rechazarla. Para ella era un enfermo más.
Fue el mejor desayuno en muchos años. La mucama se fue. La enferma dormía. JJ tomó su colación y además robó un panecillo de los dos que tenía la hermana de Doña Carmen, cuyo cuerpo abultaba en la cama. No parecía muy famélica, mas bien todo lo contrario. No recordaba cuando fue la última vez que experimentó semejante placer. Y encima, como si tanta bonanza fuera poca, aún conservaba los dos euros y pico.
La paciente despertó. JJ se apresuró a saludarla y acercarle la mesilla para que desayune. Aprovechó el momento para utilizar el lavabo de la habitación. Otro sueño. Luego ayudó a la opulenta señora a levantarse para ir al baño. La esperó para llevarla de vuelta a la cama. Se quedaron charlando animadamente. JJ le transmitió el mensaje de Doña Carmen, preguntándole por su salud. Adelaida parecía encantada de tener alguien a su lado.
Cuando pasó la visita médica, el director de sala y los adjuntos, creyeron que JJ era un familiar. El médico jefe le tendió la mano y todos los demás hicieron lo mismo. Se dirigieron a él con el informe médico. La mirada del galeno era un poco fatalista. Adelaida permanecería en observación. No recetaron ninguna dieta. Saludaron nuevamente a JJ antes de retirarse.
Charlaron de infinidad de cosas durante toda la mañana. Adelaida, exultante de alegría por la compañía masculina, le contó su vida desde que perdiera la virginidad, hasta el momento que se vio ingresada en el hospital. Llegó la hora del almuerzo. Para entonces JJ sabía mas detalles de la vida de Adelaida, que su propia hermana Doña Carmen...
Se escuchó el movimiento de los carros de cocina y el aroma que impregnaba la sala. Vino la misma mucama del desayuno y dejó una bandeja en cada cama. Previamente verificó que no estaba indicada ninguna dieta.
JJ estaba convencido de que este lugar, más que un hospital, era el mismo paraíso. Saboreó comida caliente, con platos, tenedor, cuchillo, vaso y servilleta. Continuó su charla con Adelaida y además durmió una breve siesta en la cama.
Su cabeza comenzó a funcionar. Arregló la cama, se despidió de Adelaida con un beso en la mejilla, prometiendo regresar cuanto antes y salió al pasillo. Las próximas horas recorrió las trece plantas del hospital de punta a punta. Tuvo suerte. Quien actúa de manera anti-rutina tropieza con las cosas, que los demás no ven.
En los subsuelos del hospital, encontró la sección ropería, lavado y planchado. Tomó ropa limpia, una toalla y un trozo de jabón. De allí recorrió las salas de internación. Entraba en las habitaciones saludando a todo el mundo, enfermos y familiares. Se proveyó así de un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar descartable y un par de zapatos con sus calcetines, que estaban abandonados en un rincón. No robaba nada sino que solicitaba permiso para llevarse objetos, que aparentaban pertenecer a anteriores ocupantes, probablemente fallecidos. En la quinta planta hasta encontró un bolso dejado por alguna visita donde había un peine, un frasco de perfume, tijeras, crema dental y... ¡aleluya!... calzoncillos limpios. Puso en el bolso todas sus pertenencias y se fue en busca de un baño libre con ducha y agua caliente. Lo encontró en la décima planta en la Unidad de Psiquiatría, vacía por las tardes.
Una ducha caliente, la primera en varios años, seguida de una afeitada prolija y un masaje facial con perfume, la ropa limpia, el cabello lavado y peinado, lo renovaron completamente. Era un ser humano. Observó que en el vello púbico tenía algunos huéspedes desagradables que fue quitando uno a uno. Para más seguridad, cogió la tijera y se depiló toda la zona.
Salió de allí engalanado como el día de su bautismo. Las ropas viejas las dejó en un cubo de material patológico. Nadie investigaría su contenido y serían destruidas.
JJ había encontrado un hogar y estaba dispuesto a conservarlo. Ya era tarde y el personal había sido relevado. Lo más prudente sería pasar esa noche en la habitación de Adelaida y mañana investigaría desde temprano. Estaba seguro que Adelaida, al verlo remozado, no lo reconocería. Al pasar por la cocina solicitó una bandeja con la cena para el paciente de la cama 72. Así vestido había recuperado la confianza en si mismo. Le entregaron la bandeja.
Adelaida estaba dormida, probablemente bajo los efectos de un sedante. Se acostó en la cama contigua luego de saborear la cena, todavía tibia. Adelaida seguía profundamente dormida. Tomó de su mesa el mando del televisor y miró una película hasta la medianoche.
Por la mañana lo sorprendió la misma mucama con un alegre, buenos días. Desayunó y se retiró sin molestar a Adelaida, que seguía en un sueño profundo. Podía regresar más tarde.
Ese día consiguió vestir un uniforme de ordenanza. Encontró en el vestuario del personal una taquilla desocupada y con la llave puesta. Dejó allí sus cosas y continuó la ronda. Observó detalle por detalle el movimiento del hospital, sus horarios y costumbres. Recorrió las trece plantas y los tres subsuelos. Su idea estaba tomando forma.
JJ vivió mimetizado en el hospital de Can Ruti más de veinte años. Por las noches había muchas camillas para trasladar enfermos, camas libres listas para acostarse, cuartos vacíos, salas de espera desiertas. Algunas habitaciones estaban cerradas, pero JJ, en el curso de los años, consiguió todas las llaves. Tenía en la Unidad de Cirugía un cuarto propio cerrado con llave para su uso exclusivo. Allí guardaba las distintas ropas o uniformes que usaba y sus cosas personales. Nadie preguntaba nada. Los cuartos cerrados eran muy comunes. Jamás le preguntaron su nombre. Entraba y salía en cualquier horario saludando al guardia de turno.
Cada sección del hospital tenía sus horarios y movimientos particulares. Según el día se podía comer o dormir en Alergología, Aparato Digestivo, Cardiología, Dermatología, Endocrinología, Nutrición, Geriatría, Reumatología, etc. Por las mañanas acostumbraba pasear por los jardines para leer los diarios y revistas que le regalaban los pacientes dados de alta.
Por las tardes podía utilizar, para mantenerse en forma, los aparatos de gimnasia de la Unidad de Traumatología y Rehabilitación. Cambiaba sus ropas con frecuencia proveyéndose de los pacientes fallecidos. Era el primero en llegar, cuando ocurría un deceso, para procurarse todo lo que podía ser útil. Solo se apropiaba de lo estrictamente necesario. JJ no acumulaba bienes. Tampoco quería tener conflictos con los que se apoderaban de las cosas de los difuntos para comerciar con ellas. Si los familiares las reclamaban entonces aparecían a cambio de una propina. Su figura era conocida en cada sala, tanto como paciente, personal de maestranza,
familiar, enfermero o mensajero. Todos lo saludaban aunque nadie sabía quien era, ni que funciones cumplía. A veces dormía en la habitación de la cama 71, añorando a la pobre Adelaida que había fallecido el mismo día de su ingreso. JJ creyó que estaba dormida bajo los efectos de un sedante, pero en realidad la pobre estaba bien muerta.
Cuando su salud flaqueaba concurría a consultorios externos, daba datos falsos, retiraba número y aguardaba a ser atendido como cualquiera. Los medicamentos los obtenía de muestras o de la farmacia del hospital. Creían que era funcionario y le daban todo lo que pedía.
Por las noches el inmenso edificio despierta a una nueva vida. Es como un inmenso cuerpo humano formado por muchos órganos interconectados para darle vida. Se puede deambular por cualquiera de ellos sin afectar a la vida del hospital. JJ era un virus. Benigno e inocente.
Hay muchos huecos, cuartos y cuartuchos. Habitaciones vacías, salas de espera desiertas, pasillos, escaleras, quirófanos, oficinas, lugares solitarios donde es posible pasar muchos años sin ser visto. Las plantas donde había pacientes ingresados eran las únicas con cierto movimiento. JJ acostumbraba dormir en ellas la mayoría de las veces. Colgaba una historia clínica (disponía de varias), que indicaba reposo en alguna cama vacía y dormía plácidamente toda la noche. Solía desayunar en la misma cama. A veces desaparecía antes del cambio de guardia. JJ aprendió a olfatear el ambiente para saber si estaba seguro o debía escabullirse.
Cuando el hospital estaba lleno siempre encontraba alguna habitación provista de camillas, o camas. Hasta podía echarle llave por dentro para dormir tranquilo. Al principio durmió en los quirófanos en un par de ocasiones. Pero dejó de hacerlo cuando comprobó que los médicos utilizaban el recinto para sus fechorías sexuales. Una distinguida profesional, una eminencia diurna, podía verse por las noches revolcándose en la sala de operaciones con un colega. Era el sitio elegido por los profesionales, casados o solteros. Estaban completamente a salvo de esposas o maridos. JJ observó que se hacían reservas entre ellos para asegurarse la tranquilidad necesaria. Era un sitio intocable. Nunca más se aventuró en los quirófanos por las noches.
Un día, cuando llevaba varios años en el Hospital, se envalentonó y vistió un delantal de médico colgándose un estetoscopio del cuello. Las enfermeras le decían hola doctor. Los visitadores de los laboratorios le daban muestras. No se atrevió a reservar el quirófano.
JJ tuvo dos romances en el Hospital, pero no acertó con la elección. Con las médicas, mucamas o enfermeras no se animaba por temor a represalias, en caso de ruptura. Las pacientes ingresadas eran más seguras. Las seducía durante el día para visitarlas por las noches, a las dos o tres de la mañana, vestido de enfermero para no despertar sospechas y provisto de preservativos. Hacían el amor en silencio. JJ miraba antes la historia clínica.
Tuvo mala suerte. Una noche, al entrar a la habitación de su amada, en la planta 5ª, con la que se había citado al mediodía, la encontró muerta, fría como el mármol. Salió con disimulo para ir hasta la planta 8º donde estaba su otro amor, viva y ansiosa de amor. Esa noche pudo amarla intensamente. Pero la pobre mujer, ya sea por la impresión o por un proceso patológico normal, falleció en la mañana siguiente. La vida y la muerte es cosa de todos los días en un hospital tan grande. JJ nunca más quiso enamorarse. La muerte que duele es la de quien amamos y nos deja en el vacío. El cadáver no sabe que está muerto, pero nosotros lo sabemos.
A JJ le llamaba la atención las inverosímiles conductas humanas. Unos se lamentaban de la agonía de un familiar, mientras otros discutían la herencia antes que muriera. Algunos lloraban y otros defenestraban. Para unos era el ser amado y para otros un hijo de puta. JJ pensó en recopilar datos para escribir un libro. Pero él era pordiosero de profesión, no escritor. Le parecía normal que un escritor termine pobre y mendigo. Pero el caso inverso..., que un mendigo devenga en escritor, era inverosímil para su entendimiento.
Otra vez hurtó la historia clínica de un paciente y se la colgó de la cama donde decidió pasar unos días de descanso. Se puso una dieta a base de huevos fritos y carne de ternera. Las mucamas sorprendidas no discutían y le servían lo que estaba prescripto. JJ estaba convencido que no es tan importante el tiempo que se vive sino la manera de hacerlo.
Una noche de tantas, JJ, como si tuviera un presagio, se acostó en una cama vacía de la Sala de Ginecología. Le gustaba escandalizar. Ya no despertó más. Se hizo famoso. El único cadáver masculino en la Unidad de Ginecología. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Los médicos sorprendidos. Las enfermeras y mucamas sorprendidas. Todos lo conocían pero no sabían quien era. En sus bolsillos solo encontraron dos euros y pico.
Guillermo Francisco Prestigiacomo