Un conserje en apuros
UN CONSERJE EN APUROS (Premio Accésit 2009)
Que sí, Marina, que se enreda la madeja y al menor descuido uno cae en la trampa donde lo descalifican. Ya te digo, me han liado como a un primo. Nunca imaginé que en el incidente intervinieran los directivos, y mucho menos que lo tomaran por la tremenda. Marina, bonita, no te miento.
De pronto me vi frente al Jefe de Recursos Humanos, yo de pie como un flan y él arrellenado en el butacón de su despacho, mientras me abroncaba con voz falaz y estridente: “Clodomiro, nunca esperaba esto de usted; parece mentira, acoso sexual, a su edad, Clodomiro. La cara se le debería caer de vergüenza. ¡Ha cometido una falta gravísima!” Yo a la defensiva: “oiga don Serafín, no me iba a limpiar como se limpian los simios”. Él con su rollo, sin concederme tregua: “le aconsejo que pida perdón, Clodomiro; nuestra empresa es seria, no trabajamos en un circo ¿comprendido? La jefatura no puede permitir que un conserje trote desnudo por los pasillos escandalizando a enfermeras y secretarias”. Intenté esclarecer los hechos: “es que no ha sido como usted apunta, don Serafín, lo puedo jurar. Clodomiro es muy hombre, pero cabal también, sin esos vicios o trastornos”.
Él insistía tajante: “ya, ya, pero el caso es que le han pillado en canicas, sí, con los calzoncillos y los pantalones bajados. Muchos testigos lo vieron. Esas prendas no se bajan por albur, casualmente ante una joven y cándida compañera”. Tal interpretación me picó el amor propio, que uno tampoco es lelo, y entré al trapo: “¿cándida la señorita Inés Ugarte? Investigue, señor, investigue ¡menuda lagarta!” Entonces él me advirtió: “cuidado con la lengua, Clodomiro, tenga muy presente que está siendo interrogado por el Subdirector de Recursos Humanos, no lo olvide y mida bien sus palabras. La señorita Inés Ugarte es la secretaria de nuestro Director Gerente. Por si acaso, evite las calificaciones temerarias y los juicios cuya veracidad no pueda demostrar”.
Rápido plegué velas: “sí, claro que sí, la señorita Inés merece todos los respetos, quizás me haya expresado mal; quiero aclarar que mi problema son las almorranas crónicas, los subalternos sufrimos prurito anal de tanto refregar las posaderas contra el asiento ¡figúrese! Precisamente en aquel momento faltaba el papel higiénico en el váter. Créame, don Serafín, ¿ha tenido alguna queja de mí desde que estoy en nómina? Jamás, nunca jamás, porque soy fiel cumplidor de mis obligaciones laborales. Además, fuera de horario, cuido y cultivo los jardines del Centro ¿sí o no?” El Subdirector de Recursos Humanos ahuecó la voz: “bueno, bueno”. Yo añadí: “sí señor, soy muy serio, muy honrado y muy servicial”. Él meneó la cabeza titubeante y sentenció: “hay que ser más consecuente con uno mismo, Clodomiro. A lo hecho, pecho”.
Lo malo es que cuento la pura verdad y nadie me cree, Marina, bonita. Evacué mis intestinos, asunto que por cierto urgía, dado que noté flojera repentina y tuve que utilizar el servicio que más a mano pillaba. Sentí el retortijón y raudo al váter más próximo, lógico; pero cuando di por concluido el asunto voy a coger papel para limpiarme como es normal y nones, el rollo se había agotado. No obstante rebusqué por el váter sin que apareciera otro menester que la escobilla de plástico como pelambre de bigote chamuscado, escobilla no recomendable para la higiene del ano. Lo que tú sueles decir, Marina, cuidado que nos complicamos la vida a lo idiota, hasta para hacer del vientre, con lo requetebién que se caga en medio del campo. Registré los bolsillos en busca de algo que sirviera para la necesidad y nada, también es mala pata, ni un mal impreso de quiniela, ni un boleto, ni una factura, nada, únicamente el deneí y tres billetes descoloridos, nada adecuado al efecto, porque tampoco procede malgastar un billete para limpiarse el trasero. Entonces recordé que los equipos de limpieza suelen almacenar las reservas de papel higiénico en la antesala de los aseos y, convencido de que a cuatro pasos de la entrada al retrete existían muchos rollos envueltos en celofán decidí desplazarme y alcanzar uno.
Apliqué el oído contra la puerta, dispuesto a salir en el momento oportuno para no topar con alguna oficinista, pues también ellas disponen de acceso directo a sus aseos por el mismo vestíbulo. Sólo se oía el murmullo del agua en la cisterna. Entonces descorrí el cerrojo, manipulé el pestillo, eché una ojeada cautelosa y, dando saltitos de canguro, crucé la antesala al tiempo que sostenía la cintura del pantalón por debajo de las rodillas. Creí libre el panorama hasta que Inés Ugarte gritó “¡ay, madre!” Las tripas me empezaron a rugir con más fuerza, qué vergüenza, redoblaban las trompetas de la descomposición con los bríos del susto.
Sí, ríete, Marina. Resulta que la señorita Inés Ugarte permanecía embelesada frente al espejo y al verme chilló: “¡Socorro!” Intenté acercarme a ella para infundirle sosiego y sus nervios se dispararon: “¡Socorro! ¡Auxilio!” Con la excitación perdí el control de mis pantalones, tropecé y rodé por los suelos del vestíbulo mientras ella gritaba histérica: “¡Socorro…! ¡Auxilio…!” A punto estaba yo de sufrir un soponcio cuando apareció Paco Mendizábal al que se aferró. “Por favor, líbrame de este hombre –repetía y me señalaba con el índice-, de este sinvergüenza que lo iba a intentar”. Yo tiritaba sin mover pestaña, en porretas como dicen ahora los chicos; farfullé avergonzado, preso de ansiedad: “aclare, ¿qué iba a hacer? ¿Qué es lo que insinúa, señorita Inés? Yo nada más pretendía coger un rollo de papel higiénico”. Paco Mendizábal, que observaba boquiabierto la escena, exclamó burlón: “¿a qué juegas tú? ¡Ole tu estampa, Clodomiro! ¿Qué haces cazando lombrices a pelota picada? Dime, ¿te parece decente?” No sé qué pensaría Paco Mendizábal, porque tras él apareció la doctora Albizu quien, indignada por lo que veía, me recriminó sin esperar a explicaciones: “¡asqueroso, Clodomiro, es usted un asqueroso! ¿Está loco? ¡Merece el despido fulminante!” Sin otro argumento musité como única excusa: “oiga, no querrá usted que me limpie el culo como se lo limpian los simios”. Crecieron las oleadas de condena y regocijo a medida que crecía la incorporación de cotillas y fisgones. Entonces la doctora Albizu intercambió guiños de confabulación con Paco Mendizábal y enfatizó el tono de voz para ridiculizarme: “Clodomiro, por favor, que se le va a constipar la lagartija. ¡Vístase!”
Claro que acabé acatarrado, mira cómo me llora aún el ojo izquierdo, porque de hielo me dejaron aquellas miradas y aquel cachondeo del personal. Ni un detalle consolador, al contrario, a unas y otros les divertían mis apuros mientras a mí me faltaban manos para tapar mis vergüenzas. Pues sí, Marina, ¿quién mantiene en esa tesitura la presunción de inocencia? Solamente les faltó ponerme de rodillas, Marina, bonita. En consecuencia acudí consternado a la llamada del Subdirector de Recursos Humanos. Pensando que me echaría el inevitable rapapolvo, decidí sacudirme el papel de víctima propiciatoria, aunque tan pronto me tuvo cara a cara soltó aquello de que había recibido instrucciones para sancionar mi escandalosa conducta en los lavabos y, desinflado, sentí complejo de culpabilidad. Bien mirado ¿qué culpa tengo yo de que no hubiera papel higiénico en el váter? Él se ajustaba las gafitas, se frotaba las manos y rehuía la mirada para amonestarme: “estoy cabreado y decepcionado, Clodomiro, usted sabe que de antiguo le tengo cierta consideración, mas la disciplina es la disciplina y ha sentado fatal en Dirección lo ocurrido esta misma mañana, falta gravísima por la que aplicaremos la ley con todo rigor; firme aquí.”
Marina, bonita, ya conoces tú cómo es don Serafín de fatuo y petulante, que la gente le apoda Sanserenín, aunque él pavonea con el cargo y pone voz de tío pásame el río. “Sí, dos meses sancionado de empleo y sueldo, la mínima sanción para una falta considerada grave siempre y más ahora con la crisis globalizada que sufren los negocios”. ¿Qué tendrá que ver la crisis con mi inocuo culo ni con la sibilina lengua de la señorita Inés Ugarte? Firmé la notificación como el que arroja su futuro a las fauces de los cocodrilos. “Escarmentar, dar ejemplo –musité- ¿a cuenta de un inocente? Yo también me siento acosado, don Serafín. Diga, ¿quién restituirá mi dignidad, quién me hará justicia a mí?” Y él remachó: “aquí consta, escrito y pormenorizado detalladamente por testigos numerosos. Hay que cortar con mano dura el acoso sexual en los centros de trabajo, una auténtica peste. ¿Es que no lo ve usted?” Tuve que tragarme las palabras. Él sí que no ve lo que no quiere ver.
Suspendido de empleo y sueldo durante ocho semanas. Prefiero que mi mujer lo ignore, no quiero ver lloriquear a Olivia ni que me afrente: “oye, Miro, y ahora ¿qué? Piensa más en tu familia, Miro. Responde ¿todavía te solivianta una simple escoba con faldas? Anda, insensato. No me engañes nunca, Miro, ni se te ocurra”. Corroído por remordimientos de conciencia suelo replicar en plan zumbón: “calla, calla, no seas celosa, Olivia ¡qué más quisiera yo! Poca cuerda va quedándome, por desgracia. Compara antaño con ahora, ¡qué apasionamiento aquel! ¿Recuerdas, Olivia?” Olivia es como una hornada de pan y paciencia. Siempre con sus rulos, su bata de embastes que convoca trajines sin pena ni gloria, su ovillo infinito y su televisión, apacible como tiempo de monja, suspiro y hebra. Hablar de Olivia me enternece, a sufrida y fiel no hay quien le iguale, ella a lo suyo, a su familia y sus bordados a punto de cruz. Menos mal que es de probada conformidad. En ocasiones retruca: “poco paras en casa, Miro, ¿qué se te ha perdido por ahí?” Sonríe mientras bromeo: “a ver si espabilas de una vez, Olivia, que con tantos rulos, tantos fregados y tantos ovillos interminables, le disipas a tu marido el regocijo”. Desde que la operó el ginecólogo la matriz ha sido otra historia. Bendita Olivia.
Pues sí, claro que sí, el acoso sexual prolifera entre compañeros de trabajo. Aunque a Clodomiro ni se le ocurre acosar, lo mío fue una desafortunada idiotez. Sólo lástima merecía por imprudente. Ni el comité de empresa lo tomó con rigor. “Anda, macho -me aconsejaron- lo mejor es que cumplas la sanción y punto. Un desliz lo tiene cualquiera”. Sin embargo más me repateó saber que Inés Ugarte había presentado pliego de cargos contra mí. ¿A qué ton? Porque según ella dice me sorprendió con la minga al aire. Ya ves, menudo espectáculo En pocos descubrimientos tan honestos y fortuitos habrá participado la moza. Todo el personal de la empresa cotillea que trae encelado al mismísimo Director Gerente, quien de la nada la ascendió a secretaria particular, sin otro mérito mayor que no sea el de sacar punta a los bolígrafos. Y, mientras, el Subdirector de Recursos Humanos esforzándose por defenderla del presunto acoso sexual de Clodomiro el conserje, impermeable a las alegaciones que reivindica mi palabra de honor.
Por ganas le hubiera colocado girándulas en el trasero, Marina, bonita. Para mí que sospecha de lo nuestro, sí, traga el muy calzonazos porque proyecta toda su ambición en el escalafón profesional, aunque ello no excluye que aproveche esta oportunidad como revancha para meterme el miedo en el cuerpo. “Usted es más fogoso de lo que parece, Clodomiro, muy impulsivo, -aventuró en tono irónico- le aconsejo que atempere sus ímpetus, pues va siendo madurito”. Ya ves que incongruencia. A tu lado la señorita Inés Ugarte es una cabra con sujetador. Precisamente aquella misma mañana acababa de estar contigo ¿te acuerdas, Marina? Aproveché la hora del bocadillo para traerte un paquete del mandamás. Anda, que no estuviste revoltosa ¿verdad? Como para que me quedaran luego ganas de fiesta.
Marina, bonita, tú conoces mejor que nadie lo que da de sí tu ilustre cónyuge. ¡Qué vocación la de don Serafín! Si no aparece Clodo tú continúas a dos velas en jaula dorada. Déjale que siga ensimismado en torno al cargo, no influyas para que reconsidere mi sanción, así dispondremos de dos meses a libre albedrío. Para no disgustar a Olivia simularé que acudo al trabajo cada mañana y vendré aquí, Marina, a cuidar nuestro jardín de delicias. No necesitarás telefonear a tu marido como de costumbre: “oye, Serafín, dile al conserje que venga a podar los rosales”, para acto seguido esperarme como gata en celo, recién peinada de peluquería, llameando la lencería azul que transparenta las carnes.
Marina, bonita, tú compensas todos los sinsabores. Al principio te pedía permiso para entrar: “buenos días, señora, vengo de parte de don Serafín”. Amabilísima disolvías mi aturdimiento: “pasa, Clodo, pasa sin recato alguno, como si fueras de esta casa”. Cada vez se hicieron más frecuentes los recados. Hasta aquel día que me abriste la puerta en camisón de seda, perfumada con jazmines y rosas. Ardías en la pura insatisfacción, sin hijos, caprichosa y aburrida, siendo mujer tan carnal que necesitas llevar un extintor debajo del pijama.
Mientras tanto tu esposo dedica sus cinco sentidos al escalafón profesional. Se dice que quien mucho cavila poco cumple en la asignatura del amor. ¿Tú qué opinas, Marina? Gracias por consolarme, por aproximarme al paraíso cuando atropellas la respiración y musitas: “¡Ay, Clodo! ¡Contigo da gusto! ¡Ay, Clodo!” Pues sí, el ser humano tiene un destino trágico, una esencia lírica y una existencia cómica. No sé quién lo dijo. Toma nota mujer, estaré suspendido de empleo y sueldo dos meses. Prepara tu traca de carantoñas, Marina, bonita, que don Serafín nunca jamás podrá imaginar lo que se pierde.
Anastasio Fernández Sanjosé