El relato de los hechos
EL RELATO DE LOS HECHOS (Primer Premio 2008)
Sabemos que el joven Valentín Curina Gamero abandona el bar Cañete a las 21:45 horas aproximadamente, sin que ninguno de sus amigos lo advierta y dejando a éstos en plena celebración, la cual ha comenzado a eso de las 21:00 horas. Un testigo presencial que pasaba en esos momentos por la puerta del mencionado establecimiento, pariente lejano del denunciado, declara que saludó a Valentín y que éste apenas le devolvió el saludo, tal era el estado de congoja y confusión que el joven presentaba. Sabemos que el denunciado descendió por la calle Maestro Furnieles, en la que se halla sito el bar Cañete, y que ya desde el primer momento llevaba muy claras sus intenciones delictivas, pues él mismo deja constancia de ello en su declaración firmada ante la Policía Local: «Salí a robar un perro». Los hechos continuaron desarrollándose como sigue:
El joven Valentín Curina Gamero, viendo que en la calle Maestro Furnieles no había perro que manchara sus, hasta entonces, limpios antecedentes penales, decide probar fortuna en la cercana plaza de las Teresillas, donde divisa a un can de aspecto callejero que está olisqueando uno de los pivotes que conforman el mobiliario urbano de dicha vía pública, mas la idea de sustraerlo es rechazada de inmediato al considerar al animal demasiado grande y poco agraciado de hechuras. Inasequible al desaliento, el acusado Curina sigue buscando. Toma la calle Cortijos y desemboca en la céntrica avenida de Don Pío Turutu, siempre alerta y con un ojo puesto en cada acera a fin de que ninguna víctima propicia pueda pasarle desapercibida. Sabemos que, en su recorrido por esta avenida, Valentín se cruza con varios perros conectados a sus dueños mediante la preceptiva correa, por lo que nuestro joven denunciado ni siquiera los tiene en cuenta, ya que el robo con violencia o intimidación queda muy lejos de sus planes. Es casi al final de la mencionada avenida de Don Pío Turutu donde Valentín se encuentra con un perro blanquinegro y más bien pequeño, agraciado, que sale tan campante del pasaje comercial denominado Mariela. El animal, aunque aparentemente parece andar solo, circula provisto de un ostensible collar de color verde y blanco, a rayas, y su aspecto es el de un perro cuidado, manso de comportamiento y vivaracho de ojos. Valentín, tras comprobar que nadie vigila a su presa, se acerca a ésta emitiendo el consabido psss psss psss con que se suele requerir el acercamiento de estos animales y fingiendo poseer entre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha alguna suerte de alimento o golosina apetecibles, gestos ambos que, como cabe esperar, llaman poderosamente la atención del chucho, quien no duda en aproximarse al delincuente. Una vez ganada la confianza de su víctima, a la que obsequia con un repertorio de caricias consistentes en frotar suavemente con la palma de la mano la cabeza y el lomo del animal, así como algún que otro inofensivo tirón de una de sus dos orejas, Valentín Curina trinca al perro por el espacio inferior comprendido entre sus dos pares de patas y, acomodándolo bajo su brazo, echa a correr avenida de Don Pío Turutu abajo, carrera que, ya de por sí frenética, se ve obligado a acelerar cuando se percata de que, pisándole los talones y al grito de «¡mi perro, mi perro, mi perro!», es perseguido por el denunciante, don José Sifón Barrena, en efecto dueño del perro, que atiende al nombre de Lopera y al que había desatendido un momento mientras contemplaba el escaparate de un comercio especializado en grifería y saneamientos, artículos muy de su interés, según declara. La persecución, durante la cual son derribados dos transeúntes (sin consecuencias graves), tiene su fin a la altura del número 17 de la avenida de Don Pío Turutu, cuando el denunciante don José Sifón logra dar alcance al denunciado Valentín Curina. A este respecto procede señalar que, a la grave obesidad que padece don José, se impuso el infinito amor que éste siente por su perro Lopera, siendo así que, a la carrera, un hombre de 57 años y 116 kilos de peso lograra atrapar a un joven de 19 y 73 (75 si sumamos los dos kilos que aproximadamente pesa el perro que llevaba consigo). A partir de aquí, entre don José Sifón —que lo tiene agarrado por el cuello de la pelliza— y Valentín Curina se establece una serie de zarandeos, insultos y recriminaciones encaminados a: A) soltar el perro, y B) no querer soltar el perro, disputa en la que no tardan en intervenir algunos viandantes, quienes en seguida se ponen de parte del señor Sifón y, juntos, pretenden arrebatarle el animal al denunciado para devolvérselo a su legítimo dueño, pero no hay manera. Por fin aparecen dos efectivos de la Policía Local, quienes, atravesando el cada vez más espeso círculo de curiosos, logran poner orden en el creciente guirigay y escuchan las versiones de los querellantes, las cuales no se desvían ni un ápice de la realidad: el denunciado Valentín Curina Gamero reconoce y confiesa no ser el amo de ese perro y haberlo robado en plena calle, y el denunciante don José Sifón Barrena afirma ser el dueño de Lopera y haber sido víctima de su sustracción a manos de «ese niñato de mierda», según sus palabras. A todo esto, y mientras Valentín continúa agarrándolo, el animal no denota terror o nerviosismo algunos, sino muy al contrario: permanece en brazos del denunciado y mira a su ladrón, a su dueño y a los dos agentes de la Policía Local como si fuese consciente de que toda aquella disputa es por él, algo que, podríamos decir, parece hacerlo sentir orgulloso e importante, si bien esta observación es absolutamente subjetiva y no debe interferir en el objeto de justicia que nos ocupa. Los agentes, sin necesidad de utilizar la violencia ni las palabras mayores, conminan a Valentín a que devuelva el animal a su dueño, intercambio que se produce de forma inmediata, y, tras tomar nota de los datos personales de ambas partes, se ofrecen a acompañar a don José para que, si lo desea, curse una denuncia formal contra el ladrón de su Lopera, en tanto Valentín, con las manos en los bolsillos, se aleja cabizbajo por la acera y entre las miradas recriminatorias de los transeúntes. Mas, de pronto, sabemos que Valentín se detiene y, dándose la vuelta, por sorpresa, el denunciado camina en pos de los agentes, del denunciante y del perro y vuelve a trincar a éste último, arrebatándoselo de los brazos a don José y corriendo como un demonio por la calle Cortijos, sin que los autoritarios «¡alto, alto!» de los policías ni los reiterados «¡mi perro, mi perro, mi perro!» del señor Sifón logren disuadirlo de su segundo robo, así como tampoco surten efectos intimidatorios las amenazas de los agentes de pararlo a tiros.
Recordemos que, al principio del relato de los hechos, el reincidente ladrón de perros y, ahora, perseguido por las fuerzas del orden público, Valentín Curina Gamero, había abandonado a las 21:45 horas una celebración con sus amigos en el bar Cañete, del que salió con la clara intención de robar un perro. Pues bien, sabemos que, con sus planes satisfechos, al mencionado establecimiento vuelve a dirigirse en su huida a eso de las 22:20 aproximadamente, irrumpiendo en el local pocos segundos antes de hacerlo los dos agentes de policía, quienes, barruntando la posibilidad de que en ese bar se refugiaran otros ladrones compinches de Valentín y pudieran ser víctimas de alguna especie de emboscada, desenfundan sus armas reglamentarias y gritan, según palabras textuales, «¡quieto todo el mundo, no se mueva nadie, a quien se mueva le meto un tiro que lo avío!», causando la natural sorpresa y hasta el pánico de los clientes y camareros que en esos momentos se hallan en el bar Cañete consumiendo bebidas (en su mayoría alcohólicas) y degustando las pequeñas raciones de alimentos denominadas tapas. No así el denunciado Valentín, que, sin mostrar la más mínima alteración en su ánimo, sostiene a pulso en su mano al perro Lopera y se lo ofrece a una joven morena, integrante de su grupo de amigos, acompañando su gesto con las siguientes palabras: «Feliz cumpleaños, María Isabel». Sabemos que, ante la inesperada emotividad de la escena que presencian, los dos agentes de la Policía Local guardan sus armas reglamentarias, piden calma y disculpas a la amedrentada parroquia y, seguidamente, dado que don José Sifón Barrena acaba de entrar en el bar Cañete emitiendo bufidos y profiriendo blasfemias y amenazas, logran sujetarlo y disuadirlo de sus intenciones de linchamiento contra la persona del denunciado Valentín, quien en esos instantes, entre jadeos, está pidiendo una caña de cerveza a un pálido camarero a fin de recuperar el resuello perdido.
Jesús Tíscar Jandra