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En el envés del ser

EN EL ENVÉS DEL SER (Premio Accésit 2008)

Le goteaba, espesa, la sangre del espíritu, pero las gotas se disipaban en la nada.

Siempre se había esforzado en molestar lo menos posible, y en ser discreto, generoso y amable, aunque esto último indefectiblemente en vano, porque la amabilidad es tanto una actitud propia como un reconocimiento ajeno que a él nadie le manifestaba. Por ejemplo, la patrona de la pensión en que se alojaba ni tan solo le daba los buenos días o las buenas noches. Una mujer tan zalamera con los otros clientes, tan tira levitas, y en cambio con él, el más prudente, el más agradecido, el que nunca importunaba, el que antes de salir de la habitación la dejaba arreglada y limpia como si no hubiera estado ocupada –cualquiera habría podido pensar, al verla, que allí no había dormido nadie–, era fría y distante en extremo. Aún más: le ignoraba con una indelicadeza absolutamente descarada. Bien se podría decir que se comportaba como si aquel huésped no existiera. “¿Y eso por qué? –se preguntaba el muchacho, cada vez más afligido por una actitud que percibía como la enésima expresión del desdén con que siempre se le había tratado– ¿Cuál es el motivo por el que todo el mundo me desprecia, y trata de evitarme, y nadie cuenta conmigo para nada...?”.

Con el paso del tiempo, le iba agobiando el desolador convencimiento de no haber conseguido nunca, en ningún ámbito, época o circunstancia, importarle a alguien, de haber estado desde siempre condenado a la reclusión en un inaudito espacio de soledad, al aislamiento en un alveolo estanco, y diríase que ignoto, en la bresca de la sociedad. Y aunque luchaba porfiadamente por convencerse de que aquella percepción atormentadora nacía solo de figuraciones suyas, de manías, de enfermizas debilidades psicológicas, lo cierto es que no tenía conciencia ni de una sola actitud hacia él que le hubiera hecho sentirse querido, o al menos considerado. Ni por parte de sus parientes más próximos. Ni de su hermana. Ni siquiera de sus padres, que actuaban como si solo tuvieran la hija, porque –según lo que el chico, inevitable y descorazonadoramente, infería del comportamiento paterno– solo por ella se preocupaban y luchaban, a pesar de que se trataba de una joven díscola, de talante huraño y acerbo. Él, al contrario, se esforzaba en ser deferente, afectuoso y servicial con los suyos y con todo el mundo; pero sin obtener a cambio ningún tipo de gratitud. Nadie, ni fuera ni dentro del círculo familiar, se prestaba a dedicarle ni un mínimo gesto de complicidad o una simple palabra afectuosa.

La decisión de inventarse aquel ofrecimiento de trabajo tan sugestivo, cuya aceptación le obligaba a cambiar de ciudad, la tomó pensando que quizá tal alejamiento haría que sus padres, y puede que hasta su hermana –de quien pensaba que no tenía mala índole y que detrás de su aspereza estuchaba buenos sentimientos–, le encontrasen a faltar. Quería –lo necesitaba, ya perentoriamente– creer que, pese a la inverosímil desafección con que los tres le laceraban, al ausentarse le añorarían y, por fin, se pondría de manifiesto el natural amor que de manera inexplicable se obstinaban en reprimir. A partir de aquí, la anémica autoestima de él se reharía y la confianza en sí mismo arraigaría en su espíritu templando la esencial frialdad desconsolada de su actitud, y aquella templadura desharía el hielo de la indiferencia ajena. Eso era lo que fervorosamente quería creer; ése era el taumatúrgico proceso que soñaba con avidez. Y asilado en aquella esperanza se fue de casa.

Pero el fracaso de la tentativa fue total. Una vez pasado ya casi un mes desde su partida, no había tenido ningún tipo de comunicación con la familia. Les había escrito un par de cartas y no se las habían contestado. Ni siquiera le habían telefoneado; y las llamadas de él topaban siempre con la barrera robótica de los contestadores automáticos, a los cuales dictaba unos mensajes indisimulablemente ansiosos que parecían extraviarse en el sofisticado tránsito tecnológico. Una vez más, le ignoraban, no mostraban ningún interés por su suerte, no le hacían caso alguno. Y aquella cruel y reiterada evidencia le empapaba el alma de amargura y derrumbaba sus frágiles ilusiones de recomposición vital. Aun así, todavía, haciendo de tripas corazón, se esforzaba en tragarse la pena y enmascarar su melancolía, y buscaba con un afán cada vez más angustiado establecer con alguien un inicio de vínculo afectivo, una posibilidad de amistad. Pero no lo conseguía. Nunca lo había conseguido. Su anhelante y pesarosa lucha parecía ser irremediablemente inútil.

En aquel oscuro y desrazonado aislamiento existencial sobrevivía cuando una tarde, mientras iba ya camino de la pensión, desfallecido por el largo rondar anodino y sin rumbo en que ocupaba la mayor parte del día, la vio pasar: con pantalones tejanos, camisa de rayas rosas y blancas y un jersey rojo echado sobre los hombros, una carpeta y un par de libros bajo el brazo, el cabello recogido en una cola y los andares airosos y apresurados. Durante unos segundos se quedó parado en medio de la calle, embobado, siguiéndola con la mirada; después, casi inconscientemente, empezó a caminar tras ella, a una prudente distancia de diez o doce metros, hasta que, al llegar a una esquina, la chica se detuvo, miró su reloj y encendió un cigarrillo. Él se parapetó tras los cartelones publicitarios de una parada de autobuses y la contempló arrobado. ¡Qué bonita la encontraba! ¡Qué armonía en los gestos! ¡Qué viva, y a la vez qué dulce, su expresión!... Y cuando apenas habían pasado cinco minutos, un coche paró justo delante de la chica. Inmediatamente, él se fijó en el conductor, y tuvo una alegría, porque la persona que vio no representaba ninguna posible competencia digamos galanteadora: se trataba de un hombre de unos cincuenta años cuyos rasgos faciales tenían mucho en común con los de ella. Sin duda era su padre. Enseguida, se abrió una puerta del vehículo y la chica se sentó al lado del hombre y le besó en la mejilla mientras ya enfilaban calle abajo.

Y en el páramo herido del corazón del muchacho brotó, en aquel mismo momento, la brizna de una mínima, incierta e injustificada, pero aun así de lo más balsámica, expectativa.

Durante los siguientes días se repitió el proceso: él hacía la misma ruta a la misma hora, se encontraba a la chica más o menos en el mismo lugar y caminaba tras ella –siempre a unos prudentes diez o doce metros de distancia– hasta que la veía detenerse en la esquina y encender el cigarrillo. Entonces él, discretamente arrimado al plafón lateral de la parada de autobuses, la contemplaba –¡qué bonita!, ¡qué armoniosa!, ¡qué viveza y, a la vez, qué dulzura...!–, y al cabo de un rato corto, puntualmente, aparecía el coche, la recogía y enseguida se perdían en la espesura del tráfico. Era como la repetición de una película en la que el único cambio destacado y diario se daba en la indumentaria de la chica, aunque siempre fuera alegre, deportiva y muy coloreada. “¿Y si yo me pusiese ropa de ese estilo? –llegó a pensar un día él, deslumbrado por la blusa amarilla como el sol de agosto que ella lucía–. ¿Por qué sólo visto colores oscuros y dudosos, marrones o grises indefinidos y turbios...?”. Y, planteándose la posibilidad de abordar a su dama, intentó imaginarse a sí mismo, en aquella hipotética acometida, con una vistosa camisa anaranjada, o verde manzana, o azul turquesa... Pero se sabía totalmente falto de la audacia necesaria para llevar a cabo una transformación estética tan rotunda. De hecho, ni siquiera en su fantasía consiguió verse vestido de aquella manera. Era como si a causa de algún arcano fatal, de alguna traba demiúrgica, no estuviese a su alcance ni un apunte de metamorfosis tan intrascendente y superficial como aquel. Sin embargo, sus sentimientos hacia la muchacha estaban hasta tal punto inflamados que le abastecieron del coraje suficiente para, una tarde de tonos violáceos y ambiente suave que invitaba especialmente a la peripecia romántica, ir reduciendo poco a poco la distancia con ella hasta situársele al lado. La chica seguía su camino con absoluta indiferencia a aquel acercamiento, actuaba como si no le viera –por su actitud, cualquiera habría dicho que realmente no le veía–, y él no se atrevía a hablar, pero pensó: “Aunque no me haga ningún caso, al menos no me rechaza, no me envía enhoramala. Y eso ya es positivo, ya ofrece un resquicio al optimismo...”. Y permaneció también cerca de ella cuando, parada en la esquina de siempre, encendió el acostumbrado cigarrillo. Poco después, llegó el coche y se repitió una vez más la escena habitual.

Aquel acercamiento tan –al entender de él– atrevido fue considerado por el chico un gran avance, y pasó la noche casi en blanco, librado a fantasías amorosas; y la mañana siguiente la vivió ansioso de que por la tarde pudiera volver a darse aquella prometedora ceremonia de acompañamiento que, en principio, sí se dio, porque otra vez se atrevió a acercarse a la muchacha y caminar a su lado, y también otra vez ella no parecía en absoluto molesta por la compañía. Pero entonces sucedió algo que alteró radicalmente la situación. Mientras él continuaba a la izquierda de su pretendida, lanzándole fervorosas, aunque discretísimas, miradas, al otro lado de la chica se colocó un joven alto, magro, con un simpático aire desmañado y una sonrisa abierta y sugestiva. “¡Hola! –saludó el recién llegado, con una alegre cabriola de voz– ¿Sabes que ya hace unos cuantos días que coincidimos, tú y yo? Y durante un buen tramo hacemos el mismo camino”. Y a continuación preguntó: “¿Cómo te llamas?”. “Cristina –dijo ella, al tiempo que correspondía a la sonrisa del joven–. Y ya me había dado cuenta de que coincidimos”. “¿El señor que te recoge en el coche es tu padre?”. “Sí”. “¡Me lo imaginaba! ¿Y por qué hoy no le dices que te vas conmigo a tomar algo? ¿O tienes prisa?...”. “Sí que tengo prisa. Voy muy justa de tiempo”. “¿Los viernes también?”. “¡También, también! Todos los días laborables”. “Bueno, pues, ¿por qué no quedamos mañana sábado?”. Ella volvió a sonreír e hizo como si se lo pensase, pero tardó muy poco en responder, con un gesto de coquetería: “De acuerdo... Si quieres, podemos...”.

El pobre don nadie ya no oyó nada más. Todavía caminó unos pasos, maquinalmente, al lado de la pareja, pero lo que decían ya le resultaba incomprensible, no le llegaba ya sino como un rumor caótico y distante. Después, se detuvo y les contempló mientras se alejaban, abatido, arruinado el castillo de naipes de su esperanza, clavadas en su corazón como dardos envenenados de decepción las palabras que acababa de escuchar. “¿Por qué, para según quién, resulta tan sencillo lo que para mí parece no ya complicado, sino imposible?”, se preguntaba, desolado. Y una vez más se había prescindido por completo de él. Tanto la chica como su nuevo pretendiente habían actuado como si no le hubiesen visto, como si ni siquiera les incomodase mínimamente su presencia, allí, aferrado a un sueño, al otro lado de ella.

Llegó a la pensión cabizbajo, hundido, con el ánimo sucumbido a la decepción. Un desconsuelo pesante y denso como el plomo le agobiaba y le sumía el espíritu y la mente en una angustia que le tenía ya al borde del desvarío. Necesitaba más que nunca al menos una muestra de benevolencia, una palabra confortante, un gesto amable. Y fue a mendigarlo a la salita donde la patrona solía pasar las tardes cosiendo y escuchando la radio. “¿Da su permiso, doña Vicenta? ¿Puedo entrar?”, preguntó, con un hilo de voz, desde el dintel. La mujer, afondada en un butacón, de espaldas a la puerta, ante una antigua mesa camilla, ni se giró ni le respondió; continuó cosiendo como si nada le hubiesen dicho. La radio esparcía, mezcladas, voces y risas. “Escúcheme, se lo ruego, doña Vicenta... Es que..., es que estoy muy mal –se lamentó el muchacho, con el corazón roto y los ojos húmedos y todavía sin decidirse a acabar de entrar en la habitación–. Doña Vicenta..., por favor, dígame una cosa, sinceramente…: ¿usted cree que a alguien le importaría que yo no existiese?”. Pero ella no solo siguió sin mostrar ni la más leve intención de atenderle, sino que, de pronto, se agregó al reír del público de la radio. Por lo que parecía, se había dicho alguna cosa bien cómica, porque los sones que dejaba ir el aparato eran los de una reunión alborozada y escandalosa, y la carcajada de la patrona se ensanchaba progresivamente, iba haciéndose cada vez más estentórea y convulsa y hasta parecía que pudiese llegar a amenazar con ahogarla. Entonces fue cuando él ya no pudo aguantar más y, desesperado, enloquecido por el veneno de la amargura, humillado por enésima vez, se abalanzó sobre la mujer por detrás del butacón, la cogió por el cuello con fiereza –como si quisiera coger a todo y a todos por el cuello con aquella garrada: a la indiferencia, a la crueldad, al desprecio, a sus padres, a su hermana, a la chica de su sueño de amor...– y apretó, y apretó, y apretó... hasta que a ella se le venció la cabeza sobre el pecho. En la radio continuaban las risotadas estrepitosas.

El comisario de policía tenía el informe del caso sobre la mesa. Un maldito borracho de los cojones –“Es curioso eso que te pasa a ti con los cojones –solían zumbonear al respecto sus compañeros de profesión–: nunca se te ponen por corbata, pero cada dos por tres los tienes en la boca”– fue quien comenzó el embrollo al declarar que, por una ventana de la casa, a través de las cortinas de ganchillo, había visto a alguien estrangulando a una mujer. ¡Vete a saber que vio realmente aquel desgraciado, entre sus delirios alcohólicos! Por suerte, la autopsia aclaraba casi por completo la cuestión: la causa de la muerte había sido, única y exclusivamente, un paro cardíaco. En el historial médico de la difunta constaba que ya había tenido un par de avisos de aquella posibilidad y, además –y este hecho se podía considerar definitivo–, en su cuello no había ni la más mínima señal de violencia. Por si eso aún no fuera suficiente, la declaración de una vecina y amiga de la fallecida descartaba, por lo que hacía a quienes se alojaban en la pensión, cualquier ya inverosímil resto de sospecha: “Conozco muy bien a los actuales huéspedes. De las cuatro habitaciones de que la pobre Vicenta, ¡que Dios la tenga en su gloria!, disponía para alquilar, una la tenía siempre reservada para sus primos del Pirineo, un matrimonio de jubilados que ya pasa más tiempo aquí que en su pueblo, pero que este mes están de vacaciones en Benidorm, en una de esas salidas que se organizan ahora para la tercera edad. Otra la ocupa Sebastián, un hombre de unos sesenta años que trabaja de vigilante nocturno en unos laboratorios y que a la hora en que, según dicen, ocurrió la desgracia –hacia las ocho y media o las nueve menos cuarto– ya iba camino del trabajo. Yo misma le vi marcharse poco después de dar las ocho. Además, Sebastián es manco, o sea que lo tendría complicado para estrangular a alguien... ¡Vaya!... ¡Qué les he de contar yo, de estas cosas, a ustedes, que son policías!... En una tercera habitación hay una estudiante que siempre llega pasadas las diez de la noche, y que es una chica muy frágil, muy esmirriada, imposibilitada a ojos vistas para cualquier violencia física. Créanme que a veces me la quedo mirando y me entra como una pena, como una congoja, al verla tan endeble... ¡Virgen de la Misericordia!... Siempre me ha parecido que acabará enfermando, esa criatura... ¡Ay!... ¡Dios no lo quiera, pobre hija!... Y la cuarta habitación está vacía desde hace ya más de un año, porque Vicenta se aseguraba mucho antes de acoger a alguien; y hacía muy bien en asegurarse, ¿verdad?..., que hoy en día se ha de andar con pies de plomo, porque circula un personal que espanta. Pero, vaya... ¡qué les voy a contar yo, de estas cosas, a ustedes, que son policías!…”.

Una vez eliminada también la posibilidad del robo como móvil del hipotético crimen –y esto afectaba ya no tan solo a los huéspedes de la pensión, sino a cualquier otro posible sospechoso–, porque nada se encontró a faltar de entre el escaso contenido tentador de la casa, seguir removiendo el tema habría sido una injustificable pérdida de tiempo. La conclusión caía por su propio peso: no hubo crimen ninguno. Aquel supuesto asesino simplemente no existía; no era más que una entelequia absurda que había alcanzado una efímera corporeidad en la mente delirante de un borracho.

Con todo, una secreta percepción relacionada con aquel asunto inquietaba íntimamente al inspector. Se trataba de un indicio alertador extraño pero que no le era en absoluto desconocido, un extravagante síntoma fisiológico que ya había experimentado alguna otra vez: el regusto de ceniza de papel que le vino a la boca en el momento de recibir el encargo del caso y planteárselo por primera vez.

Llevaba ya más de veinte años haciendo de inspector de policía, durante los cuales se había ocupado de centenares de casos, muchos de ellos rutinarios y fáciles de resolver, otros que habían resultado complicados y largos, algunos especialmente delicados por el rango o la notoriedad de los personajes a los que involucraban e incluso un par que habían quedado archivados, ya de entrada, por dictamen de las más altas esferas. Pero solamente en tres ocasiones había sido incapaz de solucionar un afer –en dos de ellas lo dejó inconcluso y en la otra, según se había desvelado al cabo de un tiempo, dio por buena una conclusión errónea–. Y las tres veces había notado en la boca, al inicio y al final de la investigación, el puñetero deje de ceniza de papel, como si se tratase, a priori, de un augurio negativo y, a posteriori, de una señal ratificadora del fiasco. Era la manifestación de una especie de intuición privilegiada de la cual parecía estar dotado y que él execraba profundamente, porque no tan solo le resultaba del todo inútil, pues en nada le ayudaba a resolver un asunto, sino que, encima, le humillaba anunciándole ya a los principios su viniente fracaso y confirmándoselo al final.

Pero si bien la génesis de aquella facultad tan estéril y desazonadora le resultaba –como sin duda le habría pasado a todo hijo de vecino– inescrutable, la forma en que se hacía notar no se lo resultaba en absoluto. El inspector sabía perfectamente por qué el regusto que le calaba el paladar en ciertas infortunadas conjeturas era aquel ceniciento tan peculiar y no cualquier otro: obedecía a una primaria urdidura de su subconsciente radicada en el hecho de que su padre, durante los últimos años que vivió, se había aficionado hasta viciarse a hacer –después de cenar, cuando el viejo viudo y su hijo único y soltero se sentaban un rato en el salón, a acabar de matar el día– el crucigrama del periódico; y cuando era incapaz de terminarlo le entraba un vivo escozor de cabreo, arrancaba el trozo de papel cuadriculado y lo quemaba en el cenicero que –como empedernido fumador que era– tenía siempre a su alcance. “¡Padre, no haga eso, cojones! No me gusta ese olor; no sé por qué, pero se me mete en la boca...”, renegaba él entonces, inútilmente. Un día el viejo se acabó, pero, por uno de esos extraños efectos que a veces se dan, la asociación mental entre el regusto de ceniza de papel y la incapacidad para resolver una cuestión se perpetuó en la memoria más profunda del policía. Eso no obstante, como era –porque se había obligado a serlo– un hombre positivista y pragmático, ni podía ni quería atender a sandeces de aquel estilo, que en su caso consideraba fruto de la mezcla de una hipersensibilidad especulativa y una fútil somatización derivada de estúpidas flaquezas psíquicas. Pero –¡las putas paradojas del intelecto!– precisamente por su positivismo y su pragmatismo se sentía también incapaz de evitar tener en cuenta el argumento de las concordancias que –aunque fueran sandeces– la experiencia le había ido presentando. “Porque no todo es siempre razonable. A veces, lo que conocemos como realidad puede presentar fallas inescrutables, grietas a las que no tenga acceso ningún razonamiento –se argumentaba, intentando justificarse aquella íntima debilidad que le aguijoneaba–. Y por eso, en el proceso de un caso criminal, o en cualquier otro tipo de problema o enigma, puede haber soluciones que excedan al alcance no ya de nuestra sabiduría, como pasa en la simple e intrascendente cuadrícula de un crucigrama, sino de nuestra capacidad de entendimiento. Precisamente porque en la realidad, en la vida, hay grietas... ¡Cojones, si hay grietas en la vida!…”.

Era la última visita de la policía a la pensión. Una vez el agente que le acompañaba había tomado nota de una serie de datos del inmueble para hacerlos constar en el dossier definitivo del caso, el inspector le dijo que ya podía marcharse, y que se llevase el coche, porque, pese al giro a desapacible que había dado el día, él prefería irse a casa caminando. Siempre le había gustado rondar un poco al final de la jornada; aquellos paseos le distraían de sus cavilaciones, le tranquilizaban y a veces hasta le llevaban a darse, durante una rato, el lujo de subordinar su cargante y ya inveterada condición policial a la simple y ligera cualidad de ciudadano. Cuando se quedó solo, dio una última ojeada a la habitación de los hechos –deformaciones profesionales, suelen llamar, quizá en un tono negativo que no se merecen, a esa clase de hábitos: en el caso de él, repasar siempre aún una vez más, buscar siempre aún otro detalle– y después apagó la luz. Pero antes de salir, con un gesto maquinal, apartó un poco la almidonada cortina de ganchillo y se encaró a la ventana. Ya había oscurecido y la incipiente noche se hacía cada vez más arisca. Empezaba a lloviznar aguanieve. Y a través del vidrio le atrapó la mirada un recorte de sombra claramente perfilado en la acera: como una figura humana que parecía estar al acecho de lo que pudiese pasar dentro de la casa, o esperando el momento oportuno para cobijarse en ella. El veterano escudriñador, después de observar durante unos segundos, conturbado, la insinuante silueta, se fijó en el farol... y en el árbol de mediana altura que le modelaba capciosamente la luz proyectada; esbozó una sonrisa cínica y suficiente, soltó la cortina, se abrigó con la trinchera y salió de la casa.

Y cuando apenas había caminado una decena de metros le pareció que, de pronto, la calle se había oscurecido un poco más. Aminoró el paso hasta casi detenerse y, examinando el entorno, no pudo evitar un sobresalto al darse cuenta de que el equívoco perfil que antes se dibujaba en el suelo había desaparecido. Pero enseguida echó un vistazo al farol –“¡Claro, cojones, gilipolla!... ¡Naturalmente!”, remugó, al ver que una de las dos cabezas de luz estaba apagada– y dejó ir un bufido cavernoso y avergonzado.

En la boca, sin embargo, el regusto de ceniza de papel ya se le había vuelto a enviscar, y le hizo frotarse la lengua con los dientes y echar un escupitajo rebelde a una inadmisible incertidumbre.

Jaime Calatayud Ventura