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El día que nevó mucho

EL DÍA QUE NEVÓ MUCHO (Primer Premio 2007)

La primera arruga que apareció en mi carne me ayudó a ser íntegramente vulgar y vulnerable, fue como si la vida intentara con ella comenzar a colocarme esa mueca de amargura eterna que tienen algunas estatuas barrocas, y me sentí abandonado para siempre en medio de una soledad sin retorno. Me la vi una mañana delante del espejo. Estaba afeitándome y noté cómo un pliegue muy tenue, paralelo a una vena, me escurría por la sien. Me toqué suavemente con la yema del dedo y, un escalofrío que duró lo que la mano recorrió el perímetro de aquel surco levísimo y aciago, vino como a anunciarme que se me había muerto en el alma, aquella misma noche, uno de mis yoes, esa parte de mí que se llamaba Jasón. Aquel día comencé a ser otro y se me rompió en algún rincón de mi íntimo universo, cerca del hígado, esa rosa mustia o esa loza vieja que guarda todavía en su interior el esplendor de la juventud marchita y consumida. Y había muerto Jasón, para siempre Jasón.

Yo amaba mucho a todos mis yoes, pero sobre todos ellos amaba a Jasón porque se comportaba dentro de mí como los sacerdotes que creen que son de verdad ministros de Dios y como el hombre radioactivo cuando luchaba contra el Doctor Cangrejo y como el muchacho de sobrecogedora belleza andrógina del que se enamora Dick Bogarde en “Muerte en Venecia”. Mi querido yo Jasón hasta aquel día tan dentro de mí, inyectándome sus ganas de vivir y estar alerta, su capacidad de defenderse en un mundo húmedo y oscuro en donde sólo un dos por ciento de la luz del sol llegase hasta el suelo. Jasón, ¡cuánto amaba a Jasón! Aunque Jasón era también esa parte de mí crédula y manipulable, esa parte de mí capaz de ponerse en pie y llevarse la mano al corazón mientras se escucha un himno o de emocionarse y aplaudir a uno de esos aspirantes a presidentes o a senadores o a ministros de algo cuando dicen: “Yo tengo cinco palabras para España o América: Es la hora de despertar o Dios bendiga a este país”.

Jasón se emocionaba en mi espíritu cuando veía películas de Marisol y de Mel Gibson y cuando en los documentales de la 2 salían mariposas, muchas mariposas, cebras, lémures, leones y especialmente el windsurf y las olas. A Jasón le gustaban también las muchachas núbiles con diademas de bisutería y zapatitos con tacón de aguja que paseaban por las novelas de Clarice Líspector que yo solía leer en primavera, siempre en primavera. Su muerte, aquella muerte sorda e irrevocable, la muerte de mi querido yo Jasón, fue como el detalle que puede ser la clave que desvela un crimen.

Ese día comencé a ser otro. Ese día comencé un poco a morir y a sentir, metiéndose despacio en mi corazón, todo lo que es propio de un verdadero náufrago. Ese día aprendí que la vida se comporta como una inmensa piel donde mueren las ansias y los yoes.

Meses después, se tambaleó de nuevo mi arqueología vital. El mismo día que cumplía cuarenta y nueve años, también en el cuarto de baño, después de haberme duchado con un poco de agua tibia, secándome la cara frente al espejo, descubrí en el contorno de mis ojos, en esa zona frágil que tanto había cuidado con una crema especial y vigilado día tras día, el esbozo rotundo e irreversible de tres arrugas simétricas y tristes. Y un puntazo de náusea me invadió las entrañas. Fue muy rápido, pero fue. Comenzó en la laringe y me bajó hasta el centro del diafragma. Estuvo ahí unos segundos, los suficientes para avisarme de que había muerto, en la zona de mi pulmón derecho, esa parte de mí que se llamaba Cecilia.

Cecilia era mi yo más núbil y más niño. Jugaba mucho con ella desde crío, cada vez que yo cerraba mis ojos y extendía mis manos hacia delante con el mismo ademán y tristeza con que lo hacen los ciegos, era porque yo estaba jugando con ella. Cecilia me acariciaba en sueños. Cecilia era frugal, austera, vivía por mis rincones sin pedir demasiado, como si sólo le bastase la claridad de las dos de la tarde entrando en mis pupilas y ella parecía beberse eso solamente: la claridad de las dos de la tarde, sin necesitar más alimento. Ella me peinaba sentados sobre el césped o sobre una roca de granito en Salou. A Cecilia le gustaba mucho la playa, caminar descalzos sobre el agua y la espuma de esas olas que llegan poco a poco, muy poco a poco y siempre dulcemente. Cecilia amaba la brisa. Cecilia era la misma brisa y era también mi yo de la congoja. Cuando quería llorar por algo, ella afloraba en mí, subía hasta mis lagrimales y respiraba muy fuerte en ellos y soplaba para que las lágrimas saliesen sin obstáculo. Y ese día estaba muerta, Cecilia estaba muerta y ya no lloraría nunca más vicariamente por mí, ya no besaría más ese poder que me nacía del pecho y que, con su muerte y la de Jasón, se había quedado árida como se seca solo un pantano.

Yo siempre había temido por ellos, yo siempre los cuidé porque Cecilia y Jasón habían sido en mí como una gota a punto de caer. Por eso me alimentaba sin grasas excesivas, por eso abandone las bebidas alcohólicas a los veintiocho años, por eso iba al gimnasio, me hidrataba la piel y últimamente me había apuntado a Tai chi. Pero Cecilia me dejó un testamento. Jasón no dijo nada, pero ella escribió estas palabras en mi conocimiento, estas palabras tan semejantes a una carta humana y verdadera:

“Querido compañero de existencia, querida carne que has sido mi sustento: La mente de los hombres corre demasiado deprisa y la vida entera sólo dura un rato, imita la existencia de los aviones supersónicos. Ya no eres un niño que cierra los ojos, extiende los brazos y da vueltas y vueltas con los ojos cerrados mientras sueña con nubes. Hace mucho tiempo que ya no eres ese niño ni volverás a ser ese niño nunca. Hoy cumples cuarenta y nueve años y mi muerte te dejará la sensación de que tu vida entera se está hundiendo en la lluvia y te dará pena para siempre de esa gente que se precipita en dejar claro que no se aburre jamás porque eso es mentira, porque todo es mentira. Y se apoderará de ti un inédito sentido del mundo y de la muerte. A partir de hoy comenzarás a asumir que el hombre no es más que un diminuto amasijo de carbono y ansia que se arrastra impotente por un planeta pequeño y sin importancia. Cuídate mucho, querido Cosme López y acuérdate de mí frente a las olas”.

Añoré mucho a ambos, pero sobre todo a Cecilia y, cada vez que me lavaba o afeitaba, cada vez que me ponía delante del espejo y veía crecer y amplificarse poco a poco aquellas arrugas tristes y simétricas debajo de mis ojos, se apoderaba de mí un sentido de ultraje y pensaba con ternura en ella y le asignaba la cara de una de las niñas imperdonablemente guapas que yo había visto hacía muy poco pasar por la calle o que tenía como alumnas, y me acordaba de su suavidad y de su tersura y de su aliento y de la brisa y de sus besos y de la dulzura con la que Cecilia me acariciaba y me besaba por dentro.

Fue así cómo descubrí que existía una relación biyectiva entre arrugas del cuerpo, arrugas del alma y la antroponimia que cada uno llevamos dentro de lo más profundo de nosotros. A partir de entonces supe que ya me había hecho mayor para siempre y que sentiría muchas más muertes dentro de mí y más arrugas y más claudicaciones y que todo aquello significaba tiempo que iba pasando en la misma desgracia irremediable.

Mi siguiente amputación la sentí a través de mis manos, leyendo el periódico un domingo por la mañana en la terraza de mi casa. Recuerdo que de pronto me dio como una repugnancia de ciertas palabras escritas insoportablemente espesas y aburridas, como si hubiera algo muy falso en ellas que me llevó apartar los ojos y a fijarlos sin objetivo preciso en mi mano derecha y después en la izquierda. Me miré ambas manos en silencio y descubrí con rotundidad y sorpresa, que nunca me había fijado demasiado en ellas y que ahora eran ya unas manos delgadas y ahuesadas, con arrugas y surcos y venas prominentes que parecían querer destejerse del resto de la carne y de los huesos. Mis manos ya no eran bonitas. Ya no eran las manos de joven profesor de matemáticas que una vez tuve. Eran lo que quedaba de unas manos góticas y fuertes.

Recuerdo que me sentí como quien se arrepiente, después de muchos años, de haberse dejado hipnotizar para la obediencia, y un leve sabor agrio en la garganta que venía directamente de una zona próxima a mi vejiga biliar, me anunciaba que acababa de morir en aquel mismo instante ese otro yo que se llamaba Saulo.

Saulo era esa parte de mí que a la que le gustaban mucho los atomizadores de perfume y solía apuntarse todos los años, por diciembre, a un curso municipal de decoración de pasteles. Saulo era y vivía en mi zona más adolescente y trivial. A Saulo yo lo imaginaba cursi y con las encías un poco violetas. Era mi yo más dinámico y optimista. Era un poco mi yo hiperactivo. A veces tenía deseos retráctiles y se me escondía por uno de esos pliegues o rincones del alma, se adormecía pasivo, pero de súbito comenzaba a bullir y a aplastar queso en pan tostado o a pasar frenéticamente con el mando a distancia, varias veces, los cincuenta y cuatro canales del televisor. A Saulo le gustaban especialmente esos días vacíos y llenos de sol en los que no había obligaciones para empezar a inventarse cosas porque Saulo siempre tenía hambre de sentir éxtasis, un hambre buena que me proporcionaba una dulzura ansiosa de dulzuras mayores, de hacerme leer mucho y ver la vida como si estuviesen pasando diapositivas por minuto, muchas diapositivas por minuto.

Por eso también lamenté horrores la muerte de Saulo, porque con ella se me fueron del alma un puñado de anhelos cruciales y positivos, porque después de su fallecimiento me quedó un nihilismo sereno y melancólico, un vacío por dentro parecido al viento que sentí una vez en las calles de León en marzo.

Tras la muerte de Saulo, mi vida comenzó a asemejarse a los restos de un carnaval y yo fui más escéptico y vulnerable que nunca. Las arrugas y las muertes internas produjeron en mi personalidad una gran llaga escarlata que me hacía más vulgar, no despectivamente vulgar, sino higiénicamente vulgar, redimidamente vulgar. Igual de vulgar que un payaso pensativo sin los labios rojos ni maquillaje de payaso, como si a un payaso pensativo se le quitasen todos sus atributos de payaso y se le sentase a las once de la mañana en una silla de anea dentro de una habitación vacía. Saulo, tan hiperactivo y trivial había dejado un vacío enorme en mí y mis manos ya no volvieron a ser nunca mis manos. Saulo se fue y me dejó aquellas manos ahuesadas y un sabor general a pájaros negrísimos muy sucios de petróleo.

La siguiente en morir fue esa parte de mí que quería llamarse Andrés Sánchez Robayna y que se llamaba simplemente Nortes Cano o Guijarro de Pablos. Era mi parte más maniquea y socializada, cuyo biotopo interno abarcaba las curvas de mi colon espástico. Era esa parte de mí que siempre pensaba: “¡Qué bueno es vivir! ¡Qué bueno es chupar marisco o tener vacaciones o beber mucho martini o comer mucha fruta!”. Era una parte mía pálida e insignificante, una parte que aspiraba a ser redicha y lírica, pero que era pragmática y banal, salvadoramente pragmática y banal. Tal vez por eso su muerte aconteció el mismo día en que yo me noté las primeras grietas alrededor de la boca, esas arrugas terribles e incipientes que te aíslan los labios y el deseo.

Con su muerte y su pérdida, Nortes Cano o Guijarro de Pablos, me vinieron como a dejar el mensaje de esos versos de no sé quién que decían así: “La carne es triste, ay, y he leído todos los libros”. Desde entonces ya no me doy cuenta del sabor de las proteínas en polvo, ni le presto atención a la televisión basura ni a las sonrisas que tanto me encantaba ver en Jennifer Aniston y Sylvana Mangano. Y en música, desde entonces, sólo me gustan demasiado los valses melancólicos de Sibelius o los adagios del Albinoni y Shubert. Y también trato de ocultar el enorme vacío concupiscente que quedó en mí y no salgo a la calle con la esperanza de que suceda algo sublime o regular de hermoso y sólo me encuentro muy a gusto cuando estoy solo en mi dormitorio en zapatillas y albornoz.

Luego murió Darío. Se me fue cuando me salieron arrugas en la carne blanca del vientre. Me las vi una mañana y lloré por Darío que vivía tan libre en los pliegues suavísimos de mis glándulas renales. Darío era mi yo educado y paciente. Era mi yo de la sopa. Lo llamaba así porque sabía muy bien dejar que gotease la cuchara antes de llevármela a la boca, no como ahora que me tiembla el pulso y lo pongo todo perdido. No puedo tomar sopa. Me lo dicen las monjas: “No puedes tomar sopa”.

Y así fueron muriendo todos mis yoes y mi cuerpo se fue llenando de arrugas que no es necesario describir y de espirituales amputaciones multiorgánicas que minaron la fuerza de mi orina y mi sangre. Así murieron mis yoes más suntuosos y refinados: Garcilaso, María Paz Pasamar, Antioco… Y también murieron mis yoes más prosaicos y livianos: Karen Sandoval, Anacleto Morones, Federico,… Y mis yoes más niños, y mis yoes más dulces, y mis yoes más vitales. Y también murió mi esposa de un aneurisma en el cerebro, y casi murieron mis dos hijos que viven lejos de aquí y no vienen nunca a verme. Y así hasta que sólo quedamos dos: Cosme López y yo. Cosme López que es esa parte de mí más tenaz y caudalosa, mi yo de veintiún gramos, mi yo al que le gustan todavía la leche caliente, las zapatillas, el albornoz, Sibelius, Albinoni y Bécquer, leer las Rimas de Bécquer. Mi yo que hizo un día la maleta y me llevó, con setenta y ocho años, a un asilo de monjas de Alicante

Y así hasta que ya no me quedan más nombres ni más arrugas que descubrir. Cosme López y yo. Yo y Cosme López, mi yo del deneí, ese yo que encarna y soporta, con hipertensión arterial y diabetes, esta única parte que queda de nosotros, esta carne tan mutua que quisiera salvarse y arrastra mis cartílagos por la vida común y verdadera. Y así todo hasta ayer, el día que nevó mucho. Dicen que nevó mucho. Dicen que nevó cólico. Dicen que nevó nada, que cayó mucha nada. Pero ya no lo vimos. Nos dormimos temprano y no vimos el mundo.

Miguel Sánchez Robles