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El botijo de moscatel

EL BOTIJO DE MOSCATEL (Primer Premio 2005)

SE ESTRENÓ MATANDO

  • Día de siega —le dijo a su mujer, nada más levantarse. El sol aún no había salido del todo. Fue quitándose las legañas andando hacia el patio. Se metió en el gallinero. Cogió un huevo, le hizo un agujero y lo sorbió hasta dejarlo vacío. Al volverse hacia la casa, vio la cabeza de su mujer asomando a la entrada.

  • No tienes remedio. ¿Voy a por leche a la alquería?

  • No, déjalo. Me voy ya —tomó el camino del Cerro Redondo, entre los álamos de la veguilla. El pueblo se perdió pronto de vista. Los olivos habían ido sustituyendo a las encinas con las quemas y las talas. Más de una vez se había dejado la piel en las sogas para arrancar un tocón. La tierra limitaba con el bosque. No tenía muchas, ni muy grandes, pero le valían para vivir. Facundo miró la hoz nueva. En el campo, la mies susurraba de cuando en cuando con el soplo de la brisa. Resplandecía como la crin rubia de un caballo percherón. Se ajustó la faja para sujetarse los riñones. En los primeros manojos notó el rigor de la espalda. Aquella tierra le llevaría tres o cuatro jornadas más. A media mañana, se acercó Tarsiano.

  • ¿No rezas el ángelus?

  • No.

  • Almorzar sí que almorzarás.

  • Vaya.

  • Pues dos mejor que uno. Vamos a la linde, allí corre la brisa. He traído un botijo de moscatel.

  • Haberlo dicho antes —. Se pusieron a la sombra de una encina alta como la casa de los Barbas. El sol rondaba la mitad del cielo.

  • Menos mal que corre algo de brisa, ¿eh?

  • Sí — sacó un pedazo de queso, cecina y una longaniza del morralito.

  • ¿Has estado segando para la parroquia?

  • Vaya.

  • Yo prefiero dar el diezmo.

  • Cada uno es cada cual —Facundo se fijó en el filo de la hoz. Tarsiano se dio cuenta.

  • Mira que eres retuerto. ¿Vas a cortar las viandas con la hoz?

  • Por probar... —mientras comían, el silencio se tendió entre ellos. Las cigarras, hartas del calor, se quejaban cobijadas por las malas hierbas. La hora de la siesta. Mal sol hacía para segar. Tarsiano le ofreció el botijo. Echó dos o tres tragos al moscatel, que le dejó un regusto amargo y dulce en el paladar. Limpió el suero del queso de la hoja de hierro. Un chiscazo había mellado un poco el filo de la hoz. Tarsiano se arrellanó en el piso con el morral en la coronilla. Facundo sacó la piedra de afilar, menuda y alargada como el pitorro del botijo. Miró a Tarsiano. Parecía un muñeco de feriante, allí tendido, con la cara tonta que se les queda a los que duermen. Puso la hoja de hierro en un claro. Relumbró un momento. Una marea ardiente vino desde los campos de labor. Nada más dar el trago, se le empapó la frente. El agua y el vino llamaban al sudor. Bien mirado, la media luna de la hoja tenía forma de collar. A saber por qué lo hizo, ni él mismo se lo explicaba, por hacer una gracia sería. Los hombres no siempre sabían por qué hacían las cosas. Con el sabor del vino, le llegó el olor de la vendimia. Amargo y dulce, el moscatel le refrescaba la boca a largos tragos. Don Pedro les brindaba vino mientras pisaban, en el lagar redondo. La uva morada se quebraba para dar su zumo bajo los pies desnudos de los campesinos. Él pisaba como los demás, durante horas, las uvas de don Pedro y de la parroquia, al fin y al cabo todo venía a ser de don Pedro y de la parroquia. Así, como lo de la vendimia o cualquier otro pensamiento que se le pasase por las mientes, así le vendría la idea tonta de la hoz. Porque ideas tontas se le ocurrían ciento, aunque no todas las llevase a término. Le llamó ella, con su resplandor, o fue la brisa, que traería malos espíritus, de esos que le sorbían el seso a los desprevenidos. Le llamó con su filo de plata, pidiéndole que le diera nuevos usos. Un hombre nunca sería malo si no tuviera con qué hacer el mal. Empezó como un juego, sin proponérselo ya estaba encima de Tarsiano, con la curva de la hoz rodeando el gaznate. Se puso muy quedo, conteniendo el aliento para no despertarle. Pasó la hoz dos o tres veces sin tocar la piel. Pensando que el tacto frío lo haría despertar, la calentó entre las piernas. Tuvo un cuidado grande. No mentía si dijese que fue la misma hoz la que le dio la idea. Los objetos pedían que se hiciese algo con ellos. Poquito a poco, el hierro cortó la piel. No tuvo mala intención, bien lo sabía Dios, si es que le estaba vigilando desde arriba, que él no albergó malos sentimientos hacia su compadre. Ni buenos ni malos, sólo lo hizo por ver qué pasaba. Salieron no más de dos gotitas rojas. Probó a apretar más. Despacito, muy despacito. La hoja se hundía sin sentir, ya por lo menos tenía un dedo dentro del cuello. El pecho subía y bajaba como si nada, ayudando a meter más el filo. Vas a matarle, pensó sin querer. Vas a matarle, pero ya estaba hecho cuando quiso dar vuelta. El hierro debió abrir algún paso para la sangre. Empezó a manar un arroyuelo brillante, a golpecitos tibios, si no se aparta le hubiera salpicado. Al sacar la hoja, Tarsiano abrió los ojos. Él se quedó mirándolo, con la hoz suelta en la mano. El zumo bermejo de su cuello abría un lamparón en la camisa, cada vez más grande, más grande. El hombre se levantó. Estiró el brazo, queriendo decirle algo. Le entraron ganas de reír cuando escuchó los gorgoritos que hacía la sangre en la garganta, pero se calló por respeto. Para entonces ya no debía ver, porque echaba las manos adelante con los ojos muy abiertos, como para que entrase más luz. Dio unos pasos de niño chico, de esos que aún no se sostienen con fundamento y terminó por caerse en un tropiezo con las raíces de la encina. Removía el piso con los brazos. Le vio apretar los puños y de seguido estirar las piernas, lo mismo que si se acabara de despertar de un sueño largo. Luego se quedó allí, boca abajo, mordiendo la tierra y el polvo que venía con la brisa de Levante. Fue por ver cómo cortaba otra cosa, con ese filo limpio que pedía algo blando.

Lo cargó por el bosque, donde esa noche ayudaría a batir por encontrar a su compadre. Bajó a la poza de las truchas. Sin mala intención, podía jurarlo y perjurarlo sobre la tumba de su madre, que en paz descansaba. Se le encogía el corazón en el pecho por lo que podía pasarle. Le ató una piedra al tobillo para hacer de lastre. Sólo dejó unas burbujitas que se acabaron enseguida. Hizo por verlo desde arriba pero no desentrañó el fondo. Se decía que era de cieno muy oscuro y algas. Aún le perduraba el poso del vino en el paladar. Volvió sobre sus pasos y siguió la tarea, con un peso tonto en el pecho. Cuando dejó de pensar en su compadre, pudo segar mejor. La hoja de la hoz cortaba sola los manojos de cebada, que iba dejando a su paso. A eso de las nueve tiró para casa. Habría hecho un tercio de la tierra.

De noche, los ojos avizoraban la oscuridad. Su mujer dormía al lado, con una respiración fuerte de vaca preñada. Casi le alivió escuchar los golpes, que sonaron recios en la entrada. Venían a buscarle para hacer la batida.

  • El Tarsiano no ha vuelto de segar. La Águeda ha tenido un pálpito, de esos que le dan cuando los malos sucesos. Vamos a buscarlo.

  • Voy.

El grupo lo encabezaba don Pedro, que daba órdenes a grandes voces a todos para dirigirlos a uno u otro lugar. Encontraron los restos de sangre junto a la encina. Faltaba su botijo. Y el morral. Uno de los familiares lo hizo notar.

  • Esto han sido los ladrones. No pueden andar muy lejos. Vamos a batir el monte.

La luna llena iluminaba los campos con su fulgor de espectro. La batida duró hasta el amanecer, cuando todos se volvieron molidos de tanto trajín. Antes de hacerlo, Don Pedro le llamó aparte.

  • Tú tienes las tierras cerca, ¿no?

  • Sí, Don Pedro.

  • ¿Oíste algo?

  • No.

  • Ve con Dios, Facundo.

Mientras se marchaba, entresacó la voz de Don Pedro dirigiéndose al capataz.

  • El muchacho es bueno, pero tiene poco entendimiento.

Al llegar a su casa, su mujer le dio la bienvenida desde el portal con un gruñido. Llevaba un mantón de lana sobre los hombros y un vestido de verano, que dejaba ver el nacimiento de las tetas. Se la figuró desnuda sobre la cama. La ciñó de la cintura sin mirarla, de camino al dormitorio.

No pudo hilar más de dos horas de sueño. Se levantó a las diez. A su mujer en el pueblo la llamaban la Cabezona, por ser hija de Julio Abarca, el Cabezón. Le había preparado una longaniza y una barra de pan duro para almorzar.

  • Estás muy raro, Facundo. Hacía tiempo que no me cogías con tantas ganas. Algo te pasa.

  • ¿Tú crees?

La Cabezona apartó la mirada. Él estaba en la puerta, con el hatillo en la mano. Se preguntó si ella podría saberlo.

  • Cuando miras así, das miedo.

  • Tú no tienes que tenerme miedo. Soy tu marido.

  • Por eso tengo miedo.

Pasó de largo una semana más o menos. No había vuelto a la tierra aquella, por no llamar a sospecha a las gentes. Un día, tornó a ella. Una rabia torva le corría por las venas. De milagro paró a almorzar. Cada vez que veía la hoz, se sentía peor, porque había sido ella la que le pidió que lo hiciese, con su filo reluciente. El tamo del cereal se le metía por la nariz y la boca al respirar. Todo se le hacía estorbo; el calor también. A la vuelta, como tenía por costumbre, pasó frente a la casa de la Águeda. Con la claridad del día sobre la cal, no distinguió su silueta en el zaguán. Pero ella se asomó al quicio, envuelta en paños negros. Un escozor en la nuca le avisó de que alguien le estaba mirando. Se encontró con los escarabajos negros de sus ojos clavados en él. Facundo evitaba mirar de frente, pero esa vez era distinto. Las cosquillas en la nuca le decían que había tela que cortar, aunque él no conociera demasiado bien el percal. De un vistazo, vio la calle desierta. El aire, quieto, abrasaba las entrañas como humo de tamujo. La echó un vistazo, de reojo. Bajo la falda negra, entrevió unos tobillos blancos y el nacimiento de las pantorrillas. Era magra, la Águeda, magra y muy blanca. En los brazos, tenía algo de vello que no se los afeaba. Los ojos seguían ahí. La saludó de un golpe de cabeza, pero ella ni se inmutó. Los brazos cruzados entreabrieron un poco la blusa de ganchillo, también negra, para mostrar el escote. Ella ladeó la cabeza. Facundo se acercó.

  • Estás muy sola.

  • Me las arreglo bien.

Las mujeres podían decir varias cosas a un tiempo. A Facundo le costaba alcanzar muchas veces lo que apuntaban, pero nunca que tenían segunda intención. Y la Águeda la llevaba. Su voz salía con el deje de los mozos confiados en sus brazos o en su bolsillo. No le impresionó, si pensaba que lo iba a hacer, iba lista. Él no se arredraba. Tendría que decirlo mucho más claro para que se diese por enterado, pero la Bruja le había calado en uno de sus pálpitos. Decían que con mirar a un ladrón sabía lo que había robado, y a quién. Notó que algo le crecía bajo la lona. Ella le miró a la entrepierna. Tuvo que ver el bulto, como para no verlo, y se puso nerviosa. Le temblaron los ojos, luego le miró de nuevo.

  • Un día vengo a verte, Águeda.

Se marchó, caminando despacio, sin volverse. Sólo echó una ojeada al cruzar la esquina, pero las paredes blancas se la habían tragado ya.

La noche que bajó a regar las tierras de la parroquia comenzó con una discusión con su mujer que acabó como el rosario de la aurora. Fue mientras cenaban. La Cabezona le miraba con rabia. Los chillidos no le pillaron por sorpresa, se la veía venir. Alguna vecina le trabó hablando con la Águeda. Después de insultar a la Bruja, la Cabezona siguió con él y eso no se lo iba a consentir. En el fondo, le convenía que ella achacase lo rancio que estaba a la Bruja, por no tener que darle explicaciones. La persiguió en redor de la mesa, sin llegar a tocarla todavía, jugando como hacen los gatos con las presas. Cállate, mala mujer, le decía, sin escucharla más. Cállate, si no… La tomó de un brazo y con la otra mano, le dio dos o tres reveses. La sangre se mezcló con las lágrimas. Facundo la dejó llorando en una silla, ya más tranquila.

En la calle, la luna carirredonda esparcía su luz de pábilo sobre la tierra. Saludó algunas sombras que se le cruzaron en el camino, al grito de quién va. Regando, se le figuraba la estampa de Tarsiano en el tronco de un olivo, o su voz en el susurro de los álamos de la Veguilla. Facundo espantó los malos pensamientos acordándose del escote de la Águeda. Notó cómo se le embravecían los bajos. La Bruja no podía saber nada, aunque se lo oliera con su hocico de gata. Y las piernas, con esa blancura transparente de leche tibia. Y el pelo, se lo figuraba muy negro, colgando por sus hombros, fuera del pañuelo de luto. A eso de las cuatro, no pudo más. Tomó el camino del pueblo casi corriendo. Tuvo mucho cuidado en que no le viera nadie, asomándose a las calles antes de pasar como haría un ladrón. Se lanzó a la puerta sin saber si estaría abierta, que lo estaba. La oscuridad se le representó la boca de un lobo. Atravesó el pasillo, pero cuando iba a subir hacia el dormitorio, vio el pliegue de luz bajo la puerta que debía dar al comedor. Detrás, encontró a Águeda sentada, con los ojos abiertos, rodeada de velas encendidas.

  • Sabía que vendrías hoy.

Estaba vestida del todo. Él no dijo ni esta boca es mía. Se acercó y la asió con violencia de la nuca. Se miraron dos o tres segundos. El brillo de las llamas le llamaba desde sus ojos de hembra que necesita a un hombre que la llene como los toros llenan a las vacas o el cabrón a las cabras.

  • Eres un hijo de mala madre.

Sus palabras sólo le cegaron aún más. Las manos de hierro de Facundo rasgaron las telas que la recubrían, hasta llegar a su desnudez pálida. Ella se resistía con fiereza, le mordía, le abofeteaba la cara insultándole y blasfemando, hasta que consiguió soltarse. Estaba casi desnuda. Se puso a reír como si estuviera loca. El pelo negro del vientre asomaba rizoso. Facundo no podía apartar los ojos. Ella se quitó los alfileres del pelo, que cayó a lo largo de su cuerpo. Era más o menos como se lo figuraba. Luego, se acercó a Facundo, que se quedó muy quieto. Sus dedos largos le desabrocharon los pantalones y se los bajaron. Ella calló de pronto. Se alejó un poco y se tendió sobre el suelo. Facundo se tumbó encima.

Tardaron dos horas en terminar. Cuando se abrochaba los pantalones, con las cachas frías, Facundo escuchó su voz.

  • Fuiste tú, Facundo.

Le dedicó una mirada rápida.

  • ¿Me vas a dar un beso, Bruja?

  • Eres un demonio. Tienen que darle sepultura. Será un alma en pena, Facundo. Me llamará, desde el otro mundo, para pedirme que le den sepultura. Eres una mala bestia.

El hilo de su voz se cortó al cerrar la puerta de la sala de estar. La dejó allí, sentada en el suelo de terrazo, con el culo mojado y frío. Antes de salir por el patio, oyó sus sollozos.

El botijo dicen que lo encontró don Dieguito el de los Barbas, que emparentaban de terceras con los Malas Patas. Así llamaban a la familia del Tarsiano en el pueblo. Hay quien dice que lo vio relumbrar en la cueva donde vivía el Duque con su miseria. Otros afirman que el muy torpe trató de venderlo a un gitano que pasó recogiendo chatarra y afilando cuchillos, y que don Dieguito se escamó, dando aviso a la guardia civil por si fuese el botijo del Tarsiano. Al final, los guardias llegaron un poco antes que los Malas Patas, que reconocieron de inmediato el botijo, y pudieron salvarle, aunque no por mucho tiempo, de la ira de los familiares. Éstos se pusieron a rebuscar hasta que dieron con el morral del Tarsiano, que estaba enterrado en lo hondo de la cobacha. Mientras tanto, los civiles encerraron al Duque en los calabozos del cuartelillo, donde pasaría sus últimas horas. A eso de las doce de la noche, llamaron a su puerta.

  • Vamos a colgarlo, Facundo, si no nos dice dónde está el cuerpo, lo colgamos.

  • Y aunque nos lo diga.

Facundo se puso una chaqueta y se fue con ellos. Por si acaso, se echó la hoz al costado. En el cuartelillo, los guardias habían desaparecido. Los gritos del Duque se estrellaban contra las paredes del calabozo. Agapito el Tostao, un hermano de Tarsiano, le zurcía a golpes. A cada puñetazo, se le saltaban dos o tres dientes. El Duque sólo acertaba a dar chillidos de conejo. En vista de que no decía lo que ellos esperaban, decidieron sacarlo fuera. Una voz propuso colgarlo en el Cerro de la Horca si no confesaba. El Duque soltaba grandes lagrimones, jurando en arameo que él no había muerto al Tarsiano. A patadas, el Tostao le sacaba del calabozo, mientras el Duque se hacía hiedra con los brazos retorcidos en los barrotes. Toda la familia estaba allí, incluso los niños, que escondían las caritas asustadas detrás de las faldas de las mujeres. La madre de Tarsiano escupió al Duque entre los ojos. Al final, pudieron sacarle unas palabras.

  • Yo sólo cogí el botijo. Bueno, y el morral.

No les gustó la contestación. Se lo llevaron a la cima del Cerro de la Horca. Facundo, por no ser menos, le daba algún puntapié y le insultaba con la voz ronca. Al fin y al cabo, alguien tenía que pagar por la muerte de Tarsiano, qué más daba que fuese él o que fuese otro. El filo de la hoz quería un cuello, y la soga estaba envidiosa. A él le quedaba, si lo había, el castigo del más allá, que por ser incierto, le daba un poco igual. El nudo lo hizo el mismo Tostao, y se lo puso la madre, que de cuándo en cuándo lloraba recio y se arañaba la cara. Lo montaron a horcajadas sobre una mula. Muy grande no era, la verdad, entre el dogal y el firme había espacio suficiente para que quedara en vilo. Al quitarse el jumento, el Duque se balanceó con aire de espantapájaros. Tardó en morirse media hora, que pasó rezongando y haciendo aspavientos con los pies. Cuando por fin murió, rodeado de antorchas, unas gotas blancas cayeron al suelo desde lo que quedaba de sus pantalones. Todos se persignaron y se fueron marchando a los hogares, después de que el Tostao dijera: se ha hecho justicia.

Volviendo a su casa, vio la luz que empapaba los cristales en la de Águeda. Se los quedó mirando como miraban los conejos a las linternas. Llevaba las manos al aire, una de ellas se cogió al mango de la hoz. Las cosas pedían nuevos usos. Cuando les gustaba uno, no se conformaban con una vez. Tocó el filo suave del hierro. Sintió su sed de sangre subirle por el brazo.

Miguel Ángel López Alba