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El horologeur

EL HOROLOGEUR (Premio Accésit 2005)

Hago lo que todo hombre e incluso mujer hace, se podría decir que de alguna forma mi vida es en sí una alegoría que extracta la esencia de la vida de todos los hombres. Soy cerrajero: forjo las llaves que abren las puertas, que abren caminos, que guardan los secretos. Como cada hombre, dedico mis días a la elaboración de las llaves que me lleven a otro lugar, a otro tiempo, o a otra oportunidad; soy además todavía, octogenario y tan arqueado ya, un soñador, y a veces me entrego como el orfebre a la minuciosa confección de una llave especial, que nadie me ha encargado, que no abre ninguna cerradura conocida, y que espero que algún día me lleve a una existencia mejor. Pero no siempre fue así, mis inicios no se fraguaron precisamente en los lindes del plácido ramo de los cerrajeros, sino que hubo un tiempo, que persistirá por siempre en mi memoria, en el que me vi convertido en aprendiz del fascinante y turbulento oficio de relojero. Quizás, al término de mi peregrinación por este mundo, ése sea el único acontecimiento de mi vida que merezca la pena ser contado, los años en los que fui aprendiz de Hanus de Ruze, el relojero de Praga.

Fue por un tío mío, hermano de mi madre –que a su vez había sido ya aprendiz del maestro Hanus hacía entonces veinte años, hasta que en un accidente desgraciado perdió tres dedos de una mano–, que me fue otorgado el privilegio de servir al maestro relojero como su joven ayudante. Gobernaba entonces Vladislav Jagiello, y los ediles de Praga habían encomendado a Hanus de Ruze la construcción de un reloj para la torre del ayuntamiento.

–Quieren un reloj que desenrede la maraña de diferentes horas locales que confunde a Europa –me dijo el maestro bajo la torre de las casas del concejo, que rivalizaba en altura con las agujas de las dos torres de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn–. Quieren un mecanismo tan preciso y tan completo que sea tomado como referencia por todas las otras ciudades, y que en París y en Londres las campanadas que marcan las horas canónigas suenen al son de las nuestras.

El sol secaba los tejados de la plaza de la ciudad, la lluvia acababa de cejar y la gente aún caminaba bajo los soportales. Sólo nosotros estábamos de pie en mitad de la plaza. Se me vino a la mente una ocasión en la que de niño viajé al oeste, hasta Carlsbad, y al llegar a la ciudad mi padre y yo descubrimos que allí la hora era distinta a la que daba nuestro rudimentario reloj de bolsillo; pero no me atreví a comentárselo al maestro, por miedo a que la intrascendencia de la anécdota le molestara. En cambio su discurso continuó en ese sentido:

–Cada ciudad de Bohemia marca una hora diferente según su particular posición respecto al sol. Para obtener la hora auténtica hará falta una máquina que tenga en cuenta la posición exacta del sol y de la luna alrededor de la tierra, las horas de la noche y del día, las estaciones y hasta los signos zodiacales… ¡Una empresa inabarcable! –se indignó.

El maestro Hanus tenía el cabello blanco, largo y aplastado, como si siempre le acabara de llover, la barba escindida en dos, la nariz deformada como un garbanzo formidable, y los ojos escurridizos como dos lentejas negras. El relojero (o el horologeur, como él se llamaba a sí mismo en latín) adolecía de un temperamento irritable, y aunque se quejaba en todo momento por el cometido que los concejales le habían impuesto, lo cierto era que en su interior estaba encantado por el reto. Tanto era así que cuando yo llegaba a su taller de madrugada, antes de que cualquier otra persona anduviera aún por las calles de Praga, el maestro ya llevaba horas trabajando agachado sobre sus planos.

–¿Cómo hace para despertarse antes de que ningún gallo se haya siquiera desperezado, maestro? –le pregunté una mañana–. ¿Es que sufre del mal del insomnio?

–Duermo como un bebé –me replicó tajante, y añadió–: ¿Qué habré hecho yo para que el destino me haya adjudicado un aprendiz tan ignorante de la ciencia de la medición del tiempo, que hasta lo que es un despertador ignora?

–¿Un despertador? –vacilé.

–Sí hijo, un despertador. Algo que ya Platón, siglos antes del nacimiento de nuestro señor Jesucristo, utilizaba para despertar a sus discípulos de la academia… En un olivar junto al dormitorio de los alumnos instaló un reloj de agua; un primer depósito sobre una columna se iba vaciando, gota a gota, sobre una segunda cisterna, en la que flotaba un recipiente con unas bolas de plomo; cuando este segundo depósito se llenaba, el recipiente se volcaba y las bolas caían sobre una bandeja de cobre. El estrépito despertaba a algunos alumnos, que a su vez avisaban a los otros. ¿De verdad ni siquiera distingues entre los relojes de agua y los de sol, que han medido desde siempre las horas de la noche y del día antes de que existieran los relojes mecánicos?

–El reloj mecánico ya no establece diferencia entre el día y la noche, maestro, y lo hace todo más fácil –argumenté con ingenuidad.

–Tonterías. A veces pienso que los artilugios modernos despojarán vuestras jóvenes cabezas de todas las ideas sensatas, y que acabaréis por pacer en el campo, como las vacas. Por eso les es tan fácil a los usureros de hoy engañar a la gente con sus préstamos…

–¿Qué quiere decir, mi padre se acaba de ver obligado a pedir a crédito cierta cantidad?

–Pues que a tu padre le habrán prestado ese dinero por un determinado tiempo, ¿no es así?

–Así es, cuatro años.

–Y por esos cuatro años le serán cobrados intereses, luego en realidad tu padre está pagando por el tiempo. Le están vendiendo el tiempo, ese tiempo que es donación de Dios y que yo humildemente mido con mis relojes. Pero lo que es peor: el usurero le cobrará lo mismo a tu padre por el tiempo diurno que por el nocturno, como si las horas que marca el sol fueran similares a las que nos vemos obligados a medir con ingenios. Las horas de la noche son para dormirlas, ¡y cómo vamos a pagar lo mismo por las horas de vigilia que por las que pasamos durmiendo!

El relojero se dejaba afectar en exceso por cualquier discusión que se terciase. Se volvió hacia un mueble vencido por el peso de los libros y los artilugios, rebuscó en las repisas superiores y de allí extrajo un objeto cruciforme.

–Toma esta cruz de plata. Es para tu padre –cogí la cruz entre mis manos y abrí su parte superior; bajo la cubierta de metal aparecieron unas imágenes grabadas en la madera, representando en cada uno de los brazos distintas escenas edénicas, y en la intersección de la cruz había un reloj–. La aguja de este orlage portative marca los doce estadios de la hora babilónica, es decir, las horas de luz solar y sus variaciones en cada estación del año. Con ese instrumento tu padre podrá explicarle al usurero cuáles deberían ser las condiciones de su préstamo.

Luego supe que el lujoso regalo que me había hecho el relojero le había sido a su vez obsequiado, hacía años, por un alto mandatario francés. No hubo un día, de todos los que pasé junto al maestro Hanus de Ruze, en el que sus labios no profirieran una queja sobre mí, un insulto o incluso un desprecio; como tampoco hubo un día en el que yo dudara de que, en su oxidado interior de engranajes, muelles y cuerdas, en su férrico corazón, había habido desde el primer momento un lugar para mí.

Durante los años que duró el proyecto de la construcción del reloj astronómico del ayuntamiento, fue mucho lo que aprendí y parca la ayuda que le presté a mi maestro. Mi inexperiencia, y mi falta de aptitudes para los números, la física o la astronomía, no me permitieron brindarle demasiada asistencia en las cuestiones más complejas del diseño del reloj; no obstante, Hanus descubrió en mí un buen artesano, y me encomendó, primero, la forja de las ruedas, volantes y manivelas que compondrían el esqueleto interno del mecanismo, y, luego, la elaboración de algunos de los detalles ornamentales, como las distintas agujas, los aros de las esferas, y los números arábigos y romanos que las graduarían.

Poco a poco fui viendo cómo bajo la torre de la casa más antigua del concejo, la casa de piedra de Volflim de Kamen, iba tomando forma el bellísimo reloj de Hanus de Ruze; o cómo mi maestro insertó en la piedra un corazón mecánico a imagen y semejanza del suyo propio. Poco a poco, para asombro de los ciudadanos y de los viajeros, fueron definiéndose las esferas excéntricas, con sus diversas funciones: describir las órbitas del sol y la luna alrededor de la tierra, centro del universo; marcar en números arábigos la antigua hora de Bohemia, que comenzaba con la puesta de sol, y en números romanos la nueva hora vigente; estipular las horas del día, de la noche y de los crepúsculos (en franjas celeste, negra y rojiza), y las diferencias estacionales; señalar las posiciones de los astros de acuerdo a los doce signos del zodiaco. A ambos lados de las esferas se ubicaron la Muerte, el Turco, símbolo de la lujuria, la Vanidad, mirándose al espejo, y la Avaricia, en la forma del usurero; sobre el mecanismo se instalaron dos puertas, por las que, cuando la Muerte tiraba de una cuerda, se asomaban los doce apóstoles anunciado la llegada de las horas, y al finalizar su procesión cantaba la hora exacta un gallo dorado.

Lo que poco a poco, admirado, fui presenciando durante aquellos agitados años, que ahora mi memoria recuerda tan dulces, fue la extinción de un tiempo y el advenimiento de otro. Quedaron atrás, como instantes irrecuperables, las horas medidas por el reloj de sol, por el reloj de arena, por la clepsidra, por el cuadrante solar o por el fraile que miraba la posición del astro rey y hacía sonar las campanas. Quedaba atrás ese tiempo, porque nuestros viejos artilugios no lo supieron aprehender, y se abría paso otro nuevo, en el que los minutos ya no podrían escapársenos, porque los enjaularíamos en perfectas maquinarias con barrotes cada vez más fraccionados, un nuevo tiempo y un nuevo mundo, en los que la hora sería la misma y única para todos, donde nuestras vidas individuales, y la vida de las ciudades, estarían para siempre sincronizadas.

La obra del maestro relojero fue consumada, y dio lugar a un éxito laureado allende las fronteras. Una mañana de invierno de 1490 los ediles de la ciudad nos citaron a ambos en la Sala del Concejo. Nuestros gobernantes felicitaron al maestro Hanus por su preciso y hermoso trabajo; luego le atravesaron los dos ojos con un atizador incandescente para que, según dijeron, nunca pudiera construir en otro lugar una réplica del prodigioso artefacto que ensombreciera la belleza y la fama de Praga.

–Será necesario también cegar al aprendiz –opinaron después, haciendo una señal al esbirro para que se me aproximase.

–Este muchacho es incapaz de dibujar un número ni aún teniéndolo delante –sentenció la voz quebrada de mi maestro, y para asegurarse que me salvaba de la condena añadió–: No es que no sepa medir la altura del sol con un cuadrante en un día claro, es que a veces dudo si el mentecato es capaz de advertir que el sol da vueltas alrededor de la tierra.

Entramos al ayuntamiento henchidos de gloria y ávidos de reconocimiento, y salimos ensangrentados y caminando con dificultad, con mi maestro ciego retorciéndose de puro dolor sobre mi hombro.

El nuevo reloj de Praga marcó doce días y trece noches, la última de ellas sin luna, y fue entonces cuando Hanus de Ruze me pidió que lo llevara hasta la torre. Allí, subimos las breves escaleras y penetramos en las entrañas mecánicas del reloj.

–Sé que estás sufriendo por mí –me dijo, mirándome con unos ojos hueros y biliosos, que apenas habían tenido tiempo de cicatrizar–, pero quiero que no sufras más, y aún menos a partir de esta noche.

–¿Qué va a hacer, maestro? –el tremendo rechinar de los engranajes no nos dejaba escuchar nuestras propias voces.

–¿Hacer? Yo ya no puedo hacer. Mi única función era hacer relojes, y ahora no puedo siquiera enhebrar un muelle en una arandela. Pero no te preocupes, cualquier reloj, este mismo reloj mío, no hace otra cosa que contar, con fiabilidad, con precisión, pero ciegamente. A un reloj no le importa lo que mide, ni lo que marquen otros relojes, no le importa si es de día o de noche, si atrapa el tiempo o lo desgasta, se limita a contar. Al privarme de la vista, los concejales me han hecho aún más parecido a una de mis criaturas de lo que era antes. Y ahora me limitaré a cumplir, ciegamente, los dictámenes que llevo escritos dentro de mí desde que mi Creador me puso en marcha –mi maestro se introdujo una mano en el pecho, y de entre los ropajes sacó algo–. ¿Sabes por qué está la Muerte ahí fuera, junto a las esferas del reloj, y es de todas la figura que de más movimiento y protagonismo goza?

–¿Porque es la muerte la que marca nuestro tiempo?

–¡Exacto! Porque todo lo demás no importa. Lo único que de verdad medimos son los minutos que nos quedan hasta nuestra propia muerte. Ése es el sentido del reloj, y yo lo he sabido siempre mejor que nadie. Mira –el relojero me mostró una calavera de plata de tres centímetros de diámetro, que llevaba asida al cuello por una cadena, le separó la mandíbula con el pulgar, y bajo el cráneo pude ver un pequeño reloj–. Éste es mi particular memento mori, su tic-tac me ha recordado desde hace años que un día había de morir. ¿Ves que su única aguja se mueve en sentido contrario? Hace años que sé que hoy era el día en el que debía morir.

No tuve tiempo de alarmarme por la siniestra afirmación del relojero. En un instante ínfimo que el gran reloj no pudo apresar, Hanus de Ruze alojó la calavera en un hueco del mecanismo y, antes de que el colgante se desmenuzara, aún logró introducirse él mismo en el centro de la maquinaria, para ser luego tronchado en diminutos pedazos por las frías ruedas dentadas.

La sangre del maestro tintó el hierro y el bronce, y el tiempo quedó suspendido en los estáticos intersticios del reloj.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, la humanidad se ha adentrado ya con mucho esfuerzo en el ecuador del nuevo siglo, pero yo puedo dar fe de que ni un ápice de todo ese tiempo ha sido contado por el reloj astronómico de Praga. Ahora que escribo esta historia como si confeccionara otra de mis llaves –y como al resto de mis llaves especiales la abandonaré en un cajón sin volver a preocuparme por ella ni de lo que pueda llegar o no a abrir, pues de inmediato, como todo hombre, en cuanto la acabe me veré envuelto en la apremiante elaboración de otra llave–, ahora, digo, desde estas líneas, tan añoso y curvado ya, puedo asegurar que nadie desde aquella noche sin luna ha sido capaz de reparar el complejo mecanismo del reloj consistorial, y quienes se han empecinado en volver a ponerlo en funcionamiento han acabado volviéndose locos, o han muerto. Tal ha sido el alcance de la maldición con la que el maestro Hanus se resarció de los ediles de Praga.

Y me gustaría añadir aquí que así será por siempre, y que el tiempo jamás volverá a fluir entre los engranajes del reloj de la plaza de la ciudad. Pero no puedo garantizarlo, porque estoy muy viejo ya, y mis dedos se agarrotan, y el nuevo relojero oficial, Jan Taborsky, es joven, y me ha dicho un confidente que es listo, y que ha descubierto entre los dientes de la maquinaria, sólo a medias aplastada, una de mis llaves.

Juan Jacinto Muñoz Rengel