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El otro fuego

EL OTRO FUEGO (Primer Premio 2004)

La primera Navidad que encendí un triquitraque, supe lo que deseaba ser de mayor: el hombre que prende los fuegos artificiales.

Me gustaba el peligro. Y aunque entonces sólo era un niño de nueve años que en lugar de tener mascota jugaba con fuego, esa Nochebuena, después de ver cómo estallaba mi triquitraque en el cielo, me convertí en un fanático de las llamas. En aquella época llegué a coleccionar todo tipo de juegos pirotécnicos: luces de bengala, tronadores, carretillas, y por supuesto triquitraques; leí no sé cuántos manuales que nunca entendía, fotografié todos los fuegos que se encendieron en mi vida desde entonces. También organicé un club con mis amigos del barrio, cuya única actividad consistía en reunirnos en la verja del colegio después de clase, con los bolsillos de los pantalones abombados de fósforos y luces de bengala; y luego irnos hasta el descampado, justo al pie del amasijo de acero que quedaba de una antigua torre eléctrica.

Allí, cada uno de nosotros hacía gala de su habilidad para encender todas las mechas, todas las que pudiera, de una sola vez. Cuando la tarde ya caía y quizá nuestras madres nos esperaran con una cena humeante sobre la mesa, mis amigos y yo nos sentábamos en círculo en la explanada para votar en pequeños trozos de hojas cuadriculadas el nombre de aquel que había encendido el mejor fuego; entonces al ganador le levantábamos en hombros gritando hurras y le dábamos como premio un triunfo de juguete.

Pero lo cierto es que cuando uno crece esas cosas se olvidan. Y yo, como todos, crecí, gané una plaza de inspector de escuelas y me casé con una mujer callada que tenía un gato. Entonces mi única relación con el fuego era la de prender el carbón esos domingos estivales en que mis camaradas y yo, con nuestras mujeres y el gato, nos reuníamos en el patio de mi casa para guisar una paella. Aunque a veces me invadía una secreta felicidad cuando llegaban los incendios de verano o tenía que encender una hornilla en la cocina, si mi mujer estaba muy ocupada.

Hasta aquel momento era como si estuviese fingiendo una vida que no era la mía, pero eso fue antes de la noche en la que ví al hombre-cohete.

Ocurrió un quince de diciembre durante las fiestas del barrio. Yo había salido pronto de una inspección habitual y me fui a dar una vuelta por la feria. Un rato después, mientras curioseaba entre los chismes navideños que vendían en un tenderete, oí el sonido inconfundible de la pólvora y vi que los fuegos artificiales

de las fiestas ardían en el cielo, ante mis ojos, como cuando era niño. Me acerqué al descampado; el Ayuntamiento había erigido una tarima y unas gradas para el espectáculo nocturno. Yo me dejé encandilar por la exhibición pirotécnica, viendo las caras de las señoras iluminadas a medias, los ojos de los chavales reflejando esas estrellas de papel, pero nada más terminar los fuegos artificiales me sentí vacío.

Cuando salí del descampado vi un cartel sujeto a un poste que anunciaba el espectáculo del hombre-cohete: un tipo normal, que no era acróbata ni nada, iba a lanzarse desde la boca de un cañón de artillería. Fui corriendo hasta la taquilla y compré una localidad para la función, con la siniestra esperanza de presenciar

algo irrepetible. Y sin saber que así sería.

Cuando en mitad del descampado el telón de la tarima se abrió, dos hombres en malla arrastraron con esfuerzo uno de esos cañones antiguos de hierro que se exhiben en los fuertes medievales. Por la boca del cañón asomaba el rostro del hombre-cohete: una cara redonda enmarcada en un cuello de papel plata, con ojos de chalado que la concurrencia miraba expectante desde la tribuna.

El espectáculo fue más o menos como todos: un presentador con chaqué de lentejuelas que insistió en que el hombre no se había lanzado nunca, el sonido

de los timbales, todos en nuestras sillas aguantando la respiración en un silencio expectante. Y de pronto, el ruido ensordecedor del viejo cañón de artillería.

El hombre-cohete salió disparado como un proyectil, las cabezas y ojos de todo el público siguiendo su trayectoria. Desde las gradas de abajo se levantó una ola de aplausos mientras él cruzaba el cielo envuelto en su traje de plata. Pero la ola ni siquiera tuvo tiempo de llegar hasta mi fila. En un segundo se abría el paracaídas y al siguiente se enganchaba en una viga de la antigua torre eléctrica que estaba en el descampado. El hombre-cohete cayó al vacío desde lo alto de la torre, con una complicada cabriola aérea que me pareció digna de un auténtico acróbata, estallando luego en cientos de reflejos plateados.

Casi en el mismo minuto, sentí que las gradas temblaban bajo mis pies con un rumor como de manada trashumante. La gente comenzó a empujarse para bajar de las gradas, abajo en la arena se amontonaron grupos de curiosos, las luces se encendieron, una voz dijo por el micrófono que se suspendía la función.

Tipos en malla, bailarinas, payasos, mimos y enanos, iban y venían a toda prisa desde los bastidores que estaban bajo la tarima hasta el pie de la torre. El presentador y dos enanos intentaban deshacer los sucesivos anillos de curiosos que se formaban en segundos alrededor del bulto. Finalmente el descampado se fue vaciando de gente, y yo me quedé completamente solo sentado en las gradas, sin poder apartar la vista de los reflejos brillantes que emanaban del hombre-cohete. Cuando todo estuvo en silencio, excepto por el runrún de pasos que salía de los bastidores, bajé lentamente hacia la arena y caminé hasta el pie de la torre eléctrica.

El hombre-cohete seguía tirado en la tierra, envuelto en su traje brillante, con un cordón del paracaídas enredado en la cara. Tenía los ojos entreabiertos y una sonrisa incomprensible y estática.

Me agaché no sé con qué propósito y descubrí una de sus manos cerrada en un puño como si escondiera algo. Sentí curiosidad y miré alrededor: los de la compañía de variedades seguían corriendo de un lado a otro, escuché llamadas de auxilio, frente a mí se deslizaron dos delicadas bailarinas llorando. Pero había mucho jaleo, poca luz, nadie iba a descubrirme. Tenía que darme prisa, porque de lejos me llegaba el ruido de sirena de la ambulancia. Sentí vergüenza de mí mismo, de repente convertido en un profanador de muertos, pero me veía incapaz de irme sin saber algo del hombre-cohete.

Con mucho esfuerzo conseguí, finalmente, abrirle el puño. Nada: la mano estaba vacía. Entonces volví a mirar su sonrisa pavorosa y le solté la muñeca asustado.

A partir de ese día no hice más que pensar en el hombre-cohete. Me pregunté mil veces por qué un hombre normal se lanzaba al vacío desde la boca de un cañón ¿Qué sentido tenía arriesgar la vida de esa forma tan absurda? ¿Y qué significaba aquella extraña sonrisa?

Empecé a padecer una tentación de lanzarme al vacío que me atacaba con sólo asomarme a una ventana, al punto de verme obligado a evitarlas. Mis amigos empezaron a notar que tenía vértigo y me tratabancomo a un loco. Pasé varias noches insomne, no conseguía comer, ni me concentraba en las inspecciones. Una noche antes de acostarnos mi mujer me preguntó qué me ocurría, pero yo le di cualquier excusa que, como siempre, ella quiso creer; y se dio la vuelta en la cama mientras yo me quedaba a solas con los ojillos candentes del gato apuntándome en la oscuridad.

Ya estaba a punto de resignarme a mi nuevo miedo, cuando una tarde al volver de una inspección pasé por el descampado y en lo alto de la torre eléctrica me pareció distinguir el paracaídas del hombre-cohete.

Miré mi reloj: mi mujer aún no estaría calentando la cena, en el descampado no había ni un alma; parecía el momento preciso para rescatar el paracaídas sin que nadie me descubriera. Me acerqué hasta la torre y levanté los ojos: sí, era el paracaídas del hombre-cohete. Supuse que estaba ahí desde la noche de la caída, que quizá nadie lo había visto. Así que me quité el abrigo, me remangué el bajo de los pantalones, y pegué algunos botes con los brazos extendidos hasta que alcancé la primera viga.

Sudando a pesar del invierno, trepé por los perfiles fríos y rechinantes de la torre. Cuando llegué arriba me sentí más vivo que nunca y un viento helado y seco que me sopló en los ojos me hizo llorar como un recién nacido.

Al mirar la arena desde lo alto de la torre eléctrica, una tentación me asaltó sin anestesia, casi con trampa. Me gusta la vida, nunca quise morir ni nada de eso, supongo que no tengo problemas más grandes ni más pequeños que los de cualquiera. Pero quería saber por qué el hombre-cohete se había lanzado. Qué había sentido. Por qué un buen día un hombre normal se mete dentro de un cañón y se lanza al vacío, por qué había perdido su vida y había muerto sonriendo.

Y en ese momento el vértigo me atrajo. Porque me gusta el peligro, a decir verdad, siempre me gustó. Quizá a todos nos guste, quizá esa sea la única forma

de vivir otra vida.

El paracaídas tenía charquitos de agua, pero estaba casi entero. Dos de los cordones se habían roto y recordé que uno se quedó enredado en la cara del hombre-cohete. Con el corazón casi en la boca, le sacudí el agua al paracaídas y amarré los dos cordones que estaban rotos. El resultado fue un paracaídas cojo, incompleto, pero era mi única esperanza de vivir una vida nueva.

Sentí una taquicardia parecida a la que sentía de niño en la montaña rusa. Como el hombre-cohete necesitaba hacer algo que nunca había hecho y sonreía para mí mismo, solo que sentía miedo y no me decidía.

Se me ocurrió colgarme cabeza abajo. Y con las manos aún temblorosas, amarré el cordón que llevaba en la cintura a una viga de la torre y me colgué. Ya sentía la sangre presionándome las sienes, cuando vi que subían chispas desde la arena: unos chicos habían venido hasta el descampado sin darse cuenta de que yo me balanceaba desde lo alto de la torre eléctrica. Para mi sorpresa, empezaron a encender fuegos artificiales. A pesar del bombeo en las sienes y de las pestañas húmedas por el viento, me quedé cabeza abajo mirando cómo encendían las luces de bengala. No podía escuchar sus risas, pero veía sus gestos, y los reconocía; volvía a vivir ahora ese cosquilleo que no había sentido desde que era niño.

Estuvieron ahí un buen rato y hasta prendieron un fuego con las luces de bengala; luego se fueron sin darse cuenta de que les había visto. El viento avivó la llama que casi me quemaba las mejillas, y al verme así colgado de la torre, invertido, con la cabeza en los pies, creí comprender por un momento al hombre-cohete.

Doblándome durante un buen rato como un contorsionista, conseguí sentarme jadeante en medio de la antigua maraña de acero. Ahí pasé toda la noche pensando, y el día siguiente; entonces arrojé el paracaídas hacia abajo. Aquel día vi desde arriba cómo mi mujer llegaba a la arena con el gato, imagino que buscándome. Pero creo que no se le ocurrió mirar hacia lo alto de la torre. La mañana siguiente dos obreros con uniforme del Ayuntamiento vinieron a limpiar los restos de las fiestas que aún quedaban en el descampado. Vi cómo recogieron el paracaídas y se lo llevaron en una bolsa de plástico.

Supongo que me dieron por desaparecido, y aunque todavía no sé por qué se lanzó el hombre-cohete, desde aquel bello día me quedé esperando a que el fuego me tocara otra vez, decidido a instalarme aquí arriba, no sé si para siempre.

Arrojarme al vacío y morir, volver a la seguridad de mi mujer y su gato, las inspecciones, los amigos: todo eso podía esperar. Pero no podía esperar mi vida,

la voz de la aventura que me llama, descubrirme una sonrisa extraña como la que ví aquella noche en la cara del hombre-cohete, los pocos malabarismos que

aprendí para bajar a buscar comida o mantenerme en equilibrio cuando el viento balancea la torre; la sensación incierta de despertarme con la lluvia en la cara

y la zozobra de que tal vez hoy decida lanzarme a volar, como el fuego rutilante de una luz de bengala que se enciende y se apaga cada día.

Inés Mendoza