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La caza

LA CAZA (Premio Accésit 2004)

LA CAZA comienza cuando estás cerca. Intuirte agazapado en la oscuridad como la presa advierte entre las briznas de hierba a su depredador. Adivinar tus manos tan hechas de odio. En la caza, el aire apenas roza las espigas pero alerta de tu presencia felina. Así podrás explicarte mi elección de un perfume tan fuerte como regalo de tu último cumpleaños. Necesito tu olor nauseabundo para controlarte, mantenerte a raya, aguardar en mi escondrijo que soplen vientos mejores. Tal vez, conscientemente, me concedas esa pequeña ventaja. Llegas a casa, te sueltas el cinturón, tu aliento apestado de alcohol lo inunda todo. Llegas a casa, te sueltas el cinturón, tu aliento apestado de alcohol lo inunda todo. Llegas a casa, te sueltas el cinturón, tu aliento apestado de alcohol lo inunda todo. Llegas a casa... segundos antes de desmayarme.

Porque el depredador conoce la fragilidad de supresa.

Nunca sabré de qué precisó el miedo para anegar nuestra relación. Pero tengo la certeza de que ponerme a salvo fue mi única estrategia de victoria. Tampoco sabré el momento exacto en que bajé la guardia y acostumbré tu tez lobuna a mi habitación, mi armario ropero, mis perchas y objetos de aseo, mi refugio pastoril, mi vida toda. Si un día llegaste con lo puesto con tus ojos duros. Hasta me hizo gracia esa expresión de eterno cabreo. Luego hube de tragarme lo poco de chiste que tenías. Créeme, no es más fácil sortear tus cambios de humor repentinos que sobrevivir a un pelotón de fusilamiento. Por lo menos al fusilarte no te dejan malherida y, si esto ocurre, te rematan. No sabes lo que es escurrir el bulto lleno de hematomas perennes, cardenales que primero son cobrizos, verde mar, y luego se amoratan paulatinamente, poco a poco, con la crueldad de un asado dorándose a cada vuelta.

Tu presencia es una muerte lenta y dolorosa.

Pero lo que más me fastidia de este macabro juego de caza son mis hijos. Digo míos porque de ti sólo llevan el apellido. Es imposible mentirles sobre el merecimiento de tu agresión. Mi sonrisa no los convierte en daños colaterales. Son las primeras y únicas víctimas, porque a mí ya no me dueles. Encima los críos van y lo largan en el colegio. Pero hasta esto te sale bien. Lo que puede ser un movimiento aleatorio favorable del destino, se convierte en la mayor humillación de mis propias tropas. No es fácil aguantar el tipo frente a una profesora recelosa. No es sencillo encubrirte como un dolor necesario. Después de agotar las excusas de la bañera, la estantería suspendida en la nada, esa puerta que no ves a la noche (“qué cosas tienen estos críos”), la noche, donde todos los gatos son pardos (“sí, qué cosas tienen”), es de noche donde escuchas mis dientecillos de roedor asustado (“lo que no ven lo inventan, ya ve usted”), de noche es cuando no sé dibujarte (“qué imaginación, habrán salido al padre, seguro”).

Por eso no dudo en aconsejarte esta camisa o la otra, en plancharte perfecta la raya del pantalón, avisarte sobre tu barba de tres días, lávate los dientes, cámbiate de calcetines. Así pareces otro. Casi no das miedo. Ahora es la directora la que quiere conocerte para despejar dudas.

Que no es tan fiero el león como lo pintan, caramba.

Y ya sé que no te hace gracia, pero no me aguanto la risa de imaginarte utilizando las mismas artimañas que intimidan a tus superiores y clientes, pensando que el colegio es un supermercado de valores, donde hacer tangibles las divisas, por quíteme a mí estas calabazas, como cuando Pablo y Nico sólo aprueban una y ninguna respectivamente, vamos, no vaya a joderme usted el verano. En la oficina funciona. Pero la realidad es bien diferente. Tu distancia es atroz en temas familiares. Sólo puedo soñar con una salida de tono cuando Pablo o Nico, Nico o Pablo, te arrebatan el mando a distancia.

Aparecemos en el colegio cogidos de la mano representando una función con dos exitosas interpretaciones. La tuya, todo hay que decirlo, es más que sobresaliente. Desdices, acariciando mi mano como si a fuerza de rutina inconscientemente lo hicieras, cualquier atisbo de duda. Tu premio es el fin de las interferencias ajenas. La verdad que no desmereces a esos creídos de la pantalla grande que cuelgan el cartel de no hay entradas. Que Hollywood se está perdiendo un primera fila contigo. Mi nominación es un lento regreso a tu guarida.

Porque la presa tarde o temprano abandona su escondite.

Reconozco que equivoco la ecuación al no delatarte. Pero debo ser cauta para derrotarte del todo. Invertir el comportamiento puede sorprender al verdugo.

Tú lo debes saber bien acostumbrado a utilizar esta táctica conmigo. Con tu víctima. Porque también te recuerdo tras un ramo de flores o con un anillo de oro de segunda mano que tuviste a bien regalarme. Aunque tampoco es cuestión de que desplumes a las otras. Mi opinión sobre ti no puede mejorar la presente. Además, no es difícil en días de tregua esconderme tras el maquillaje, embutirme en unos Levis ajustados y calzarme ese horrible suéter que me regaló tu madre –fichado en rebajas con muy mala leche-, salir a la calle –no hay nada que unas buenas gafas de sol no puedan ocultar-, y llamar a Susana para llorar juntas.

Susana, mi paño de lágrimas antes que amiga. Susana que me riñe porque fumo como una descosida. Que luego me huele el aliento a tabaco. Susana que se muerde las uñas tanto como yo. Te juro que a fuerza de odiarte hubieras logrado convertirme en lesbiana. Pero jamás te di tanta importancia.

-No se te ocurra contárselo a nadie.

Descuida cariño, es nuestro secreto celosamente guardado. Lo cierto es que me agrada sentirme en algo cómplice tuyo.

-No vayas a cometer una estupidez que te duela doblemente.

Tranquilo, mi vida, Susana no se atreve a entrar en casa.

-¿Te has ido de la lengua con ella?

Claro que no, soy una tumba. Quizá a estas alturas ella sólo lo sospeche.

-A partir de ahora sólo vas a hablar con mi madre por teléfono.

Como tú quieras, al fin y al cabo así siempre ha sido. Que los trapos sucios se lavan en casa. Y si los hijos no quieren comer pues que no coman. Y si has tenido un mal día ahora lo voy a tener yo.

El matarife sabe cuando hiere a su presa de muerte.

Pero no desiste en su empeño de utilizar el dolor hasta ver a la presa degollada. Nico se recoge hecho un ovillo sobre sus doce años. Pablo ruega a Dios más años para partirte la crisma.

Y otro golpe

y otro

y otro.

Duelen más los ojos de mis hijos, extraviados en mi rostro descompuesto. Duele más verlos como se abrazan paralizados por el miedo y la impotencia. Pero no puedo mover un músculo para decirles: “mamá está bien, si no me hace daño, si sólo es un juego”, porque esta vez el palo de la escoba me agrieta dos costillas, aunque yo sólo noto la carita de mis angelitos y oigo sus gritos entre algodones. Ni siquiera reparo en protegerme. Y sé cuando me luxas el codo hasta donde jamás habría llegado en gimnasia, y eso que fui de las mejores de la clase, y mi madre, pobrecita ella, me pagaba una academia, en aquellos tiempos, fíjate. Y sólo veo el temor en el asombro de mis niños. Y sé que el equilibrio está lejos de esta casa, poniendo tierra a todas mis pertenencias. A todo lo que lleva tu nombre. Ya no puedo más silenciarte. Y me pregunto si vivo sola en todo el puto edificio, que nadie viene a contemplarme fijamente como lo hacen en el ascensor para indagar los restos de mi naufragio.

Esta vez quizá esté pagando una mala contestación de tu jefe, o ese cliente que no hay forma de que pague, o solamente haya jugado el equipo de tus amores, porque cuando tu equipo pierde yo pierdo con él.

Pero ya no tengo palabras que te nombren. En ti habita mi juez y mi verdugo. Hágase tu voluntad sobre la mía, una vez más. No me dejes recobrar el aliento. No permitas que reúna fuerzas suficientes para hacerte justicia. Sigue golpeando, pero por favor, esta vez no me dejes agonizar. Así me gusta, esa silla que alzas como un Sansón iracundo debe doler lo suficiente.

Aunque te salga el tiro rana.

Porque Pablo, que es todo un hombre, en la confusión de la lucha, te arrebata con la habilidad de un felino el revólver cargado que escondes bajo la gabardina, puto madero, y te llama papá como veinte veces antes de devanarte los sesos; Nico que es tu antípoda viviente y que es junto a Pablo lo único bueno que trajiste a esta casa, me abraza y me dice: “te vas a poner bien mamá”. Los dos tienen la mirada gélida como tu sonrisa. Has estado a punto de matarme, hijo de puta. Pero no sabías que el odio siempre se vuelve contra su creador. No contabas con eso. Ahora te veo como un Goliat derrotado. Yaces sobre el suelo bajo tu espalda ancha como un mapamundi desplegado. Un hilillo de sangre te resbala por la comisura del labio derecho, dándote un aspecto divertido, vamos, que no eras para tanto. No se escucha movimiento al otro lado de las paredes. Los vecinos deben estar sordos, como tú, que te quedas mirando fijamente a la nada con tus grandes ojos fijos, la verdad que son hermosos ¿no te lo había dicho?

LA CAZA termina cuando estás cerca, inmóvil, vacío... segundos antes de desmayarme.

Porque ahora, por fin, parecemos una verdadera familia.

Daniel Aldaya Marín