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El monitor paraguayo

EL MONITOR PARAGUAYO (Premio Accésit 2003)

EL SARGENTO JOSÉ FARIÑA se apoyó sobre la boca fría de un cañón para contemplar la escena. En el horizonte azul del río Paraguay se perfilaban las siluetas negras de los acorazados del Imperio de Brasil, ya anunciados por las gruesas columnas de humo de sus máquinas, que en su interior quizá estaban azuzando manos de carbón de esclavos libertos mientras otras más expertas aprestarían los flamantes cañones inventados por sir Joseph Whitworth, que nunca pudo imaginar que serían probados en aquellas tierras lejanas y exóticas. Apenas a un centenar de metros de Fariña aceleraba sus máquinas el pequeño vapor Gualeguay, que escupía una bocanada gris incomparable a las de las corazas humeantes hacia las que marchaba orgullosamente. Arrastraba un lanchón de madera con siete hombres y un cañón de grueso calibre, que era acariciado como un caballo por el sargento López mientras manoteaba una lúgubre señal de adiós que Fariña hizo suya. “Buena suerte, amigo”, murmuró. Cuando el Gualeguay quedó a tiro de los cañones brasileños, hizo una brusca maniobra de retirada, dejando en el agua un semicírculo de espuma que delató la posición del lanchón, abandonado a la deriva. López y sus hombres apenas eran visibles, pero pronto se hicieron sentir con el primer disparo. Los acorazados siguieron su marcha, buscando en el agua el diminuto punto que vomitaba tiros que se estrellaban ruidosamente contra las chapas metálicas. El rápido silbido de una bala Whitworth murió tocando uno de los bordes del lanchón, levantando una columna de agua y astillas. El cañón paraguayo calló. Uno de los supervivientes, quizá el propio López, hizo una señal. El Gualeguay zarpó a toda máquina y lo retiró, escoltado por disparos brasileños que se sumergían a sus costados.

En la barranca del río, Fariña ayudó a desembarcar el cuerpo destrozado y delirante de López, que murmuraba incongruencias levantando en vilo sobre una manta. El lanchón estaba semihundido y el cañón desmontado de su cureña. Los otros tres supervivientes lo habían sujetado hasta la extenuación para evitar que cayese al agua. Fariña fue el primero en poner los pies sobre el segundo lanchón, que fue inmediatamente amarrado al Gualeguay. Seis artilleros le siguieron, compartiendo el vértigo del arrastre y la lejanía progresiva de la ribera. “Muchachos, ahora tienen su oportunidad de demostrar si son paraguayos”, arengó Fariña. “Los imperiales vienen a conquistarnos. Como no se atreven a venir solos, se han traído a argentinos y uruguayos para repartirse nuestra patria. Tenemos la oportunidad de evitar que esos acorazados avancen hacia Asunción. Por tierra no podrán vencernos. De nosotros depende la victoria”. Dio un manotazo al cañón. Sus seis hombres dieron vivas a Paraguay. Las masas de metal oscuro brillaban acremente frente a ellos. El Gualeguay los abandonó en aguas poco profundas, para evitar la aproximación de sus oponentes. El primer disparo rebotó sobre una de las corazas y se sumergió con un gemido. Los demás golpearon con ira, provocaron estruendos metálicos, se deformaron como pasteles y no lograron sino alguna que otra abolladura. Las balas brasileñas sólo mojaron a los paraguayos cuando levantaban algún torrente de agua a su alrededor. Los acorazados se mantenían a respetable distancia y sus artilleros achinaban los ojos, buscando aquel objetivo que apenas ofrecía más blanco que el de los resplandores de sus tiros. Al anochecer se agotó la munición del lanchón. Fariña hizo una rápida señal con una bandera tricolor y el Gualeguay acudió obediente. Los brasileños, hartos de disparar, llevaban largo rato en silencio. El barón de Tamandaré, almirante del Imperio, replegó sus buques, temiendo que el lanchón regresase durante la noche.

Los enfrentamientos se repetirían durante días. Los brasileños estaban fascinados por la apostura con la que Fariña, alto y rubio, soportaba los cañonazos que explotaban a su alrededor, levantando columnas de agua que salpicaban su pequeña embarcación, mientras dirigía con elegancia el fuego de su pieza. Lo tenían por un experto artillero inglés. El lanchón fue bautizado como monitor1 paraguayo, rumoreándose que se trataba de un sofisticado ingenio fabricado en secreto en Asunción por técnicos europeos. En realidad se trataba de una sencilla embarcación construida con la pesadísima madera rojiza del urundey, tan dura que soportaba la metralla. Medía quince metros de largo, con una cureña en el centro para emplazar la pieza de artillería. Tenía dos timones, a proa y a popa. No disponía de velas ni motores; estaba concebida sólo como remolque.

Los acorazados mudaron la táctica: hartos de disparar sin éxito al lanchón, concentraron su fuego sobre el Gualeguay mientras lo transportaba, averiándolo seriamente. Los brasileños celebrarían tranquilamente su festividad nacional ——25 de marzo——, seguros de que ya no podrían los paraguayos remolcarlo hasta las posiciones de la escuadra. Tamandaré dio una fiesta en el vapor Apa, lujoso buque de madera ya obsoleto para la vanguardia. Recibió un disparo cerca de sus comensales, que se retiraron espantados, manchadas las barrigas y las piernas por la comida que huyó de los platos y el vino que sangraba los manteles. El lanchón había sido arrastrado a pulso por los soldados paraguayos desde tierra. El barón se levantó de la mesa aparentando la mayor parsimonia y contempló desde la borda, emborrachado de curiosidad, el insignificante punto desde donde el cañón paraguayo retaba a sus poderosos buques. Ordenó detener el fuego y que dos acorazados se apoderaran del monitor paraguayo a cualquier precio. Después de más de dos horas de enfrentamiento, los buques brasileños aprovecharon que la pieza paraguaya ya disparaba a largos intervalos. Estaba al rojo vivo, ampollaba las manos de los artilleros y amenazaba reventar. Fariña fue el último en abandonar el lanchón y ganar a nado la orilla. Bajaron más de setenta brasileños en tres lanchas a cumplir las órdenes de su almirante. Pero cuarenta rifleros paraguayos, a los que se unió Fariña con su pequeña tripulación, abrieron fuego desde tierra. Casi cincuenta brasileños fueron abatidos. Volverían a intentarlo al anochecer y volverían a ser rechazados. El lanchón se recuperó intacto, lo que se celebró con júbilo en el campamento paraguayo. A las dos de la tarde del día siguiente la diminuta máquina de guerra iniciaría un nuevo combate, provocando al enemigo con disparos contra la con dos cañones instalados sobre una torre giratoria blindada. nave Apa, que lucía la enseña del almirante. Tamandaré despachó tres acorazados, esta vez para destruirlo. Fariña logró derribar el mástil de uno de sus oponentes, pero ni siquiera los disparos que ensayó a boca de jarro traspasaron las corazas. “No se preocupen, muchachos”, dijo Fariña, “los brasileros tiran aún peor de cerca.” Algunas balas rasas paraguayas tocaron la línea de flotación de los acorazados, rozando el agua como monstruos marinos, pero sólo lograron bambolear los buques y herir los tímpanos de los marinos imperiales con unos estruendos metálicos que podían escucharse a varios kilómetros de distancia. El sargento paraguayo no dio la orden de evacuación hasta que los acorazados estuvieron a medio centenar de metros. Mientras nadaba, pudo ver de reojo que los tres buques brasileños concentraban todo su fuego sobre su objetivo. Un disparo alcanzó las municiones, que chillaron elevando una enorme voluta negra hasta el cielo. La pieza de artillería volaría unos segundos lamida por el fuego y se sumergiría con estrépito en el fondo del río, de donde sería rescatada por los paraguayos pocas horas después. Los marinos brasileños celebraron la victoria como una gran proeza. Esa noche, el mariscal López, presidente de Paraguay, felicitó personalmente a Fariña y dio una fiesta en su honor. Le aconsejó que apuntase a los portalones de los acorazados.

Al día siguiente las municiones serían llevadas poco a poco desde tierra por expertos nadadores, en vueltas en pelotas de cuero. Iniciaron las hostilidades los paraguayos disparando contra su objetivo predilecto, el Apa. Dos acorazados, el Tamandaré y el Bahía, se adelantaron a rendir visita. Pero Fariña hacía gala aquel día de una puntería inverosímil que amenazaba las troneras enemigas y hacía saltar los pernos de las chapas. Uno de los disparos se introdujo en un portalón del Tamandaré. El proyectil entró en el puente de mando, rebotando de un lado a otro de la casamata de acero que, construida para proteger a la oficialidad, se convirtió durante unos interminables segundos en su tormento, despedazando a cincuenta asustados brasileños, que no tenían donde esconderse. En represalia, todos los fuegos de la escuadra se concentraron sobre las posiciones paraguayas durante horas. Por la noche, el mariscal López prendió sobre el pecho de Fariña la estrella de Caballero de la Orden del Mérito. El sargento Moríñigo lo reemplazaría en la siguiente jornada. Fariña contemplaría el espectáculo desde un punto elevado de la barranca del río, en compañía de centenares de soldados a los que los oficiales dispensaban de obligaciones mientras duraban los combates. Moríñigo sufrió el ataque de cuatro acorazados cruzando los fuegos sobre el lanchón, respondiendo con su cañón hasta el fin de las municiones, momento en que sus hombres se lanzaron al agua. Pero él quedó a bordo haciendo fuego con su fusil, impávido ante la aproximación de los siniestros buques de metal negro. Una bala de grueso calibre acertó en el centro del lanchón, partiéndolo en dos, sin ofender a Moríñigo, que continuó disparando hasta que el agua devoró sus piernas. Regresó nadando calmosamente, sin desprenderse de su arma. El mariscal López, que contemplaba la escena con prismáticos, ordenó que llevasen desde la retaguardia más lanchones, pero el primero en partir fue capturado por los buques brasileños. Cuando el barón de Tamandaré lo examinó, no pudo soportar la humillación. El segundo llegó su objetivo, siéndole colocado un cañón y poniendo a su frente al sargento Moríñigo, que lograría hundir el transporte brasileño Duque de Saxe.

Los periódicos argentinos llenaban páginas comentando las hazañas de los lanchones paraguayos. Los redactores de La América, de Buenos Aires, se escandalizaban por la pobre actuación de la escuadra: Todo el poder naval del Imperio, que se envanece de su gloria y de su fuerza, ha sido humillado por una miserable canoa paraguaya, tripulada por los hambrientos y andrajosos soldados de López ¡Esto es increíble! ¡Esto es vergonzoso!. Por su parte, La Nación Argentina anunciaba la falsa noticia de la muerte de Fariña como una gran victoria. El ingeniero norteamericano al que se refería el diario El Paraná... Las crónicas sobre los memorables combates causarían gran sensación en Europa. En Francia se definiría al lanchón paraguayo como redoutable engien de guerre2. La prestigiosa revista francesa Le Monde Ilustrée describió prolijamente el combate con un croquis, definiéndolo como una escena sin analogía en los anales militares de ningún pueblo. En las tertulias europeas, los intelectuales empezaban a hablar de la desigual guerra que el pequeño y desconocido Paraguay libraba contra un Imperio y dos Repúblicas dispuestas a repartírselo. Fariña, a quien los aliados ya daban por muerto, se había hecho célebre en el mundo entero.

Durante casi tres semanas, la poderosa escuadra imperial estuvo en jaque frente a sus insignificantes oponentes. Todos los efectivos paraguayos y aliados, durante los épicos enfrentamientos, dejaban sus quehaceres y contemplaban absortos el espectáculo, declarando una tregua tácita a lo largo de las dos márgenes mientras disfrutaban de los desiguales combates. Los soldados aliados adquirían mayor respeto por los paraguayos viendo cómo se desenvolvían Fariña y Moríñigo: no sólo con el valor feroz que ya bien conocían en los guaraníes, sino con una inteligencia, habilidad, e incluso elegancia que fascinaba a los que los veían. En aquellos días surgió la costumbre de que cuando en las avanzadas se encontraban patrullas enemigas sin oficiales y distantes de sus jefes, en lugar de combatir se reunían a escondidas a tomar mate y a intercambiarse las cosas que escaseaban en los respectivos campamentos. Los aliados tenían una curiosidad insaciable por conocer a aquellos soldados inverosímiles; los paraguayos se dejaban querer, envaneciéndose de sus hazañas. Los soldados de ambos bandos, sin ninguna razón para creerlo, empezaban a pensar que la paz era posible entre los beligerantes, especialmente cuando contemplaban los duelos de Fariña, viendo en la orilla opuesta a sus enemigos disfrutando del mismo espectáculo y transidos por los mismos sentimientos. Todo parecía factible en aquellos momentos.

Los paraguayos alistados forzosamente en las filas de los aliados no podían soportar la emoción de la cercanía de su tierra, que se mezclaba con el orgullo para empujarlos a cruzar a nado los tres mil metros de agua que separaban las riberas del río Paraguay. Los mercenarios europeos se desmoralizaban y evitaban el combate con aquellos temerarios paraguayos. Algunos desertaban y se perdían en las despobladas y prometedoras tierras argentinas en busca de fortuna; otros entraban en Paraguay, atraídos secretamente por aquellos seres legendarios, valientes por desesperación y heroicos por fatalismo. Pero algunos paraguayos no lo soportaban y cruzaban el río en dirección contraria para pasarse a los aliados, seguros de que el destino de la guerra estaba decidido por la desigualdad de fuerzas. Un tal Romero se ganó la confianza y buen trato de los enemigos revelándoles un lugar ideal para desembarcar en territorio paraguayo; una franja de terreno seco rodeado de pantanos que impedirían a los paraguayos entorpecer la invasión. El general brasileño Osorio fue el primero en pisar tierra paraguaya, lo que le valió la concesión por el Emperador del título de marqués de Erval. Los lanchones ya estaban destruidos y los acorazados se enseñoreaban del río. Los paraguayos tuvieron que abandonar la ribera y adentrarse en su pantanoso territorio, para defenderlo palmo a palmo de sus invasores. Desde las páginas de un periódico paraguayo, la mujer de Romero lo repudió, al igual que muchos miles de hombres de ambos bandos, por haber marchitado la efímera ilusión que Fariña y Moríñigo les habían regalado.

Moríñigo moriría días antes del desembarco, tras instalar temerariamente una batería a flor de agua para poder bombardear de cerca de los acorazados sin la protección de ningún parapeto. Se mantendría impasible al estruendo de las bombas a su alrededor hasta ser despedazado por una sibilante bala Whitworth. Unos instantes antes había apagado calmosamente con un balde de agua la mecha de una bomba a punto de estallar a su lado.

Fariña cayó prisionero dos años y medio después, cuando los aliados estaban a punto de tomar Asunción y los supervivientes del ejército paraguayo huían hacia las cordilleras del norte del país. Fue tratado con respeto y admiración por los brasileños, que le invitaron a embarcar en los acorazados para conocer de cerca los terribles buques a los que con tanta audacia había combatido. Viviría prácticamente en la miseria durante los turbulentos años de la posguerra, marginado por la nueva élite paraguaya títere de los aliados, en una época en la que los brasileños conspiraron para lograr la anexión de Paraguay y los argentinos para evitarlo y apropiarse de una buena porción de su territorio; ese enfrentamiento serviría para que Paraguay subsistiese, aunque reducido a un tercio de su extensión. Durante sus últimos años, cuando ya empezaban a cerrarse las heridas de la guerra, Fariña recibiría su pensión de veterano y los primeros homenajes de su vida. Falleció en Asunción, el 11 de septiembre de 1917, cincuenta años después de su enfrentamiento con los acorazados. En Caacupé, su pueblo natal, se le levantaría un monumento en 1922 que perpetuaría su nombre, que hoy se puede leer en una calle de Asunción.

Carlos Pagán Barceló