La luna grande
LA LUNA GRANDE (Primer Premio 2002)
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado.
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados.
PABLO NERUDA
-Cuéntamelo, mamita
El joven araucano subía las noches de luna llena al monte de Tenuco, levantaba los brazos al cielo y musitaba una oración en el idioma de los pequeños pueblos y las grandes tribus; las sedentarias y trashumantes; en la lengua de las alpacas y vicuñas; en el idioma de las flores, de los peces y las rocas. Al pronunciar aquellas palabras, que sólo él conocía, se iba transformando en pájaro. La cara sufría la mutación de las aves volviéndose redondos y amarillos los ojos, haciéndose pico la boca, y bañándose de plumas las mejillas. Los brazos se convertían en alas que le permitían elevarse en el éter y volar hacia la luna grande, reflejada en el espejo de un lago inmóvil y profundo. Se nutría del doble plenilunio, y lleno de luz, el joven araucano sobrevolaba como una luciérnaga inmensa, las tierras del Altiplano y las montañas de Tarapacá. En lo más hondo del viento escuchaba el murmullo de los ríos y el silencio de la tierra, reino de plantas y raíces tejedoras; en el vientre de la noche se oía, erizados de humedad, a los reptiles que entraban y salían de agujeros secretos; a los animales salvajes corriendo entre yucas y tamarindos. Volaba luego por encima de los poblados, callados en el interior de ellos mismos, guaridas de miel y leche, refugios de vida, y con la cara bañada de luna se posaba en los tejados más altos, y entregaba la luz que se infiltraba como una lluvia invisible en todos los corazones. Entonces el hombre creía en el hombre y en la naturaleza, imantada por la luna, y el vuelo del araucano se equilibraba en el horizonte redondo del hombre y su libertad. El pájaro regresaba al alba al monte de Tenuco, cuando la luna grande se borraba del cielo, recobraba la forma humana. El joven araucano marchaba feliz, cauteloso, arropado por la neblina del amanecer.
-¿Y volvía, mamita?
-Sí, hijo, siempre volvía, volvía en cada novilunio para hacer que el hombre viviera en libertad.
Samuel cerraba los ojos y dentro del sueño el hombre alado entraba en la luna grande y le sonreía. La madre custodiaba unos minutos al niño dormido, y huía silenciosa de la habitación.
Noche tras noche.
Noche tras noche.
Noche tras noche hasta que Samuel creció.
El muchacho abandonó los pueblos de Parinacotá, la chupalla y el huaco para marchar a Santiago. Pronto su foto apareció junto a la de otros universitarios chilenos en el registro que fichaba a los nuevos estudiantes de la capital. Al tercer mes de clase, Samuel trepó a una improvisada tribuna para lanzar la primera arenga en pro de la libertad. Al caer la tarde, un grupo de estudiantes recorrieron las calles de la ciudad lanzando salvas y cantos que se metían en todos los rincones como gritos de bienaventuranza. “El joven araucano, vuela alto, vuela alto” repetía el estribillo que Samuel había enseñado a todos sus compañeros, que a la par del himno, extendían los brazos y giraban el cuerpo simulándose pájaros.
Desde entonces aquel grupo universitario pasó a denominarse “Colectivo Araucano” y cada miércoles solían verse en un bar para intercambiar copas, ideas y noticias. Junto a Samuel, Humberto y Evita eran los encargados de que el equipo estudiantil estuviera bien organizado, de que tuviera conexiones con casi todas las provincias, de que contara con enlaces para establecer nuevos contactos o reanudar los que fueran interferidos o rotos. En aquellas tardes largas hablaban de la tierra y sus labradores, de las tejedoras de la Ligua, del Norte Chico y de los mingacos, hablaban de la utopía del ser, de los versos de Neruda, de la caverna de Platón. Aquellas tardes, frente a una taza de café, envueltos en la niebla acre de humo que llenaba el bar, redactaban manifiestos que luego distribuían a modo de panfletos por toda la ciudad. “El joven araucano vuela alto, vuela alto”
“-¿Y volvía, mamita?”
“Sí, hijo, siempre volvía, volvía en cada novilunio para hacer que el hombre viviera en libertad, volvía siempre, siempre...”
-¿Y Humberto? ¿Dónde está Humberto?
Era miércoles y no apareció. En medio de la embriaguez soñolienta y triste de los clientes del bar, la voz gangosa de la radio comunicaba que las Fuerzas Militares se estaban expandiendo por el país.
-¿Y Humberto? Humberto no ha llegado, Evita, no ha llegado.
Evita y Samuel habían adoptado el rictus de la desesperación, el doble espanto en el que cada uno de ellos empezó a sentirse infinitamente solo, condenado y perdido.
-Humberto ha sido detenido, y vosotros correréis la misma suerte si no os marcháis de Santiago –anunció el profesor Romualdo García que se había acercado al bar.
¡Sangre y viento!
¡Viento y miedo!
Al otro lado del ventanal aleteaba un pedazo de ciudad incierta, temerosa, desconfiada. La gente corría huyendo del viento, de la sangre, del miedo. Los soldados se iban aposentando en las esquinas como muñecos mecánicos dirigidos por la artillería que portaban, las tropas hacían la nueva revolución: la de la tierra aplastada, la del hombre sobre el hombre. Era la revolución contraria de los que habían hecho de su ideal un melodrama olvidado. La voz nasal del locutor transmitía por la radio unos actos cuyo engranaje era interrumpido de vez en cuando por ráfagas de música caribeña, desacertada y anacrónica. El profesor Romualdo García salió del local y se unió al tumulto que atravesaba en ese momento la calle. Samuel y Evita se miraron.
-Humberto no vendrá, Evita, ya no vendrá jamás.
Samuel conocía ese gesto de la comisura de los labios, esa expresión de terror y rabia que se había ido aposentando en los ojos de su compañera. Pero aprendió que ya no era, como en otras ocasiones, el indicio de un desaliento pasajero, sino un hábito definitivo de su ser.
-Tenemos que marcharnos, Evita, tenemos que huir si no queremos que nos apresen.
Ella miró el viento, los soldados, la gente en tropel, y levantándose de la mesa se acercó a Samuel que estaba junto a la puerta para escapar. Al punto un estremecimiento de vigor pareció recorrió el ánimo de los dos estudiantes, las actitudes desmayadas se desvanecieron, y cogidos de la mano se disponían a mezclarse entre la muchedumbre que bajaba por la calle, tal y como lo había hecho antes el profesor.
En el momento de salir dos soldados se cuadraron en la puerta encañonándolos, y los obligaron a entrar de nuevo. Los siguió un coronel que voceaba derribando mesas, arrojando vasos al suelo, disparando sobre las botellas de las estanterías. Se acercó a los jóvenes que lo miraron, fustigados por el miedo.
El coronel se había erguido agigantado, tremebundo, vociferante, con la pistola apuntando al corazón de Evita. Al principio el terror se fue colando por sus ojos hasta enroscarse en las pupilas como una culebra. Delante de ella se había abierto un abismo que no sabía sortear, un abismo en el que caía una y otra vez desde el vértice de su conciencia cuando recibía las miradas sucias de su opresor. Evita era una muñeca frágil llenándose de soledad y desesperanza.
-¿Por qué no me hablas a mí de la libertad, preciosa? ¡Venga, háblame de tus bonitas ideas de libertad!
Evita sacó fuerzas para odiarlo por última vez y se atrevió a escupirle en la cara. Al punto sobrevino el disparo en el corazón y la sangre manó desde el pecho destrozado hasta el vientre estremecido. El cuerpo cayó desplomado al suelo, el rostro se iba desfigurando en un gesto de súplica, la voz luchaba trabajosamente por salir de la boca agonizante, las manos temblaban entre las manos de Samuel que se había arrodillado a su lado. La oscuridad bajó para siempre a los ojos de Evita que lo miraba sin verle, bajó a sus labios donde se habían quedado palabras que la muerte le prohibía ya decir, bajó a sus manos desencajadas de las manos amigas.
-¡Viva la libertad! ¡Viva la liber… -la frase se quebró en la garganta de Samuel.
El coronel lo abofeteó y le colocó la pistola en la sien.
-No vas a tener la misma suerte que tu amiguita, sería mucha fortuna la tuya si ahora te reventara la puta cabeza de un balazo. No, pedazo de maricón, no. Voy a conseguir que te arrepientas del día que naciste, llegarás a maldecir a la que te parió, te lo juro, igualito que el hijo de puta de Humberto Pérez.
Dos soldados le vendaron los ojos a Samuel y lo condujeron a la calle. Metieron al joven estudiante en un coche y lo llevaron a un lugar, que por la duración del trayecto, le hizo suponer estaría apartado de la ciudad. Durante el tiempo que pasó en el vehículo Samuel fue oyendo el grito oscuro de la gente, el grito oscuro de la noche, el grito oscuro de las armas. Tras aquellos pasajes de ira y tumulto ingresaron en otro de silencio. El viento había dejado de batir sobre los cristales, de vez en cuando se oía el graznido de algún pájaro nocturno, y el crujido de las ruedas sorteando los socavones del camino.
Al bajar del coche una brisa húmeda, una brisa de pólvora y sangre, azotó la cara de Samuel. Lo condujeron al interior de un recinto y allí le destaparon los ojos. Estaba en una habitación pequeña, las paredes estaban mordidas por la humedad. Una bombilla, sujeta de un cable pelado, emitía una luz anémica. Los ojos enfangados del coronel se habían clavado en sus ojos como sanguijuelas.
-Venga, cántale ahora a tu libertad ¿Sabes cuál es tu libertad? Esta, esta es tu libertad, asqueroso gusano –clamó el coronel metiéndole el cañón de la pistola en la boca.
Samuel contuvo el aliento hasta que la sangre rugió en sus oídos, sentía vértigo, era como si el cargador girara sin parar sobre los dientes. La humedad se colaba toda en sus huesos, el olor pastoso de la noche y la furia se extendía como un halo alrededor. Dos soldados colgaron por los brazos al joven, y le fueron aplicando, bajo la atenta mirada del coronel, descargas eléctricas por todo el cuerpo que habían desnudado con violencia.
-Grítale ahora a tu libertad, grítale, araucano de mierda.
Y el torso se estremecía, azotado por la corriente, y el dolor estallaba por dentro como un volcán de sangre derretida.
Bien entrada la noche, abandonaron a Samuel en un descampado dándolo por muerto. Éste intentó levantarse, pero su debilidad se lo impedía. Apenas podía avanzar reptando dificultosamente, con frecuencia sentía que las piernas se le paralizaban, permaneció inmóvil un rato hasta que el sopor y la fiebre lo llevaron al sueño. “¿Y volvía, mamita?” La madre bajó la mirada sin contestar. El joven araucano, olvidado el idioma de la naturaleza, volaba hacia una luna ensangrentada que teñía de rojo el monte Tenuco, las tierras del Altiplano y las montañas de Tarapacá. Las alas se iban quebrando en el aire ennegrecido, el vuelo era un rastro de pesadumbre que caía sobre los tejados más altos, la luz de cieno se colaba en los corazones enfrentando al hombre con el hombre, enfrentando al hombre con su libertad. “¿Por qué, mamita? ¿Por qué?”
-Despierta, Samuel, despierta.
El profesor Romualdo García zarandeaba al joven intentando sacarlo del horror de la pesadilla. El estudiante pasó el brazo por el cuello del profesor y montó en el coche. Comenzaba a amanecer.
-Han asesinado a Evita, don Romualdo, la han asesinado ¿Y Humberto?
-Nada podemos hacer ya por ellos, Samuel.
Romualdo conducía velozmente, con el peso de quien vive en el límite de sí mismo, en un trance de la vida lejos de la memoria y la dicción. Samuel notaba a medida que avanzaban cómo si la distancia lo desprendiera de un pasado al que no quería renunciar y del que estaba obligado a huir, era el fugitivo de una ciudad condenada, sepultada en un crepúsculo de muerte, barro y fuego.
La entrada del aeropuerto, a donde se habían dirigido, estaba flanqueada por dos soldados que hicieron señas para que el automóvil se detuviera. El profesor pronunció unas palabras que Samuel no pudo entender y que sirvieron de contraseña. Al instante se adentraron en la pista. Pasaron algunas horas en la sala de embarque junto a otros pensadores, filósofos y periodistas que aguardaban el vuelo del exilio. A media mañana subieron al avión que los llevaba rumbo a España. Cuando despegaron, Samuel miró a través de la ventanilla y vio un cielo desolado como un páramo que sepultaba su tierra herida. Sentía como si fuera a la derrota de sí mismo, joven araucano yendo por el vacío, ingrávido, perdiéndose en la inmensa nada, dejando para siempre el corazón destrozado de Evita y la desesperación espantosa de Humberto.
Cuando Samuel llegó a España sobrevino un miedo hecho de otro modo, un miedo que no mordía como una hiena, era el miedo grande y blando de haber elegido vivir en la nostalgia. Ya no hablaba de la tierra y sus labradores, ni de las tejedoras de la Ligua, ni del Norte Chico y los mingacos. Añoraba las palabras que describían la utopía del ser y la caverna de Platón. Repetía versos de Neruda hasta la extenuación: Sube a nacer conmigo, hermano./ Dame la mano desde la profunda/zona de tu dolor diseminado./ No volverás del fondo de las rocas./ No volverás del tiempo subterráneo./ No volverá tu voz endurecida./ No volverán tus ojos taladrados…
Nueva tierra. Nueva patria.
Día tras día.
Día tras día.
Día tras día.
El pequeño Samuel se mete en la cama. Su madre se sienta a su lado y lo arropa.
Cuéntamelo, mamita.
Y el joven araucano, convertido en pájaro, voló y voló hasta llegar a un lejano lugar donde brillaba de nuevo la luna grande.
Josefina Solano Maldonado