La luna en el jardín
LA LUNA EN EL JARDÍN (Primer Premio 2001)
Mi intención era ponerme a escribir, de verdad, y no sé cómo me he encontrado delante del espejo del vestidor con el trapo y el cristasol en las manos. Ya ves, un cuarto de hora sacándole brillo al espejo, siempre alguna mota de polvo, algún restregón minúsculo. La lucha ha sido frenética y estoy exhausta. He decidido encontrar largos momentos en los que ponerme a escribir. Al fin estoy convencida de la necesidad de mi labor creativa aunque no sienta el apoyo de nadie. Mi madre dice que las mujeres muy listas..., que..., en fin, no recuerdo exactamente, pero algo así como que el matrimonio y la inteligencia (en la mujer, claro) están reñidos. Por eso, por rebeldía, he decidido firmemente sentarme a escribir. Aunque estoy pensando que podría seguir con los espejos de los baños aprovechando que el trapo aún está húmedo.
Me he levantado. Miguel ya se había ido. Era el momento ideal para encerrarme en el cuarto y escribir. Delante de él no me siento a gusto, incluso ahora que no está estoy sufriendo por si vuelve y me descubre. Puede que hasta se cachondee con algún comentario como: “¿Qué? ¿Escribiendo tu diario?”. Y no lo dice pero está pensando que las mujeres sólo hacemos tonterías. Pero yo he tomado la decisión de abrirme este espacio y lo voy a conseguir. A veces no sé muy bien por donde empezar, hoy mismo me he limitado a recordar aquel episodio de mi infancia en que mi padre me reñía por no leer las vocales correctamente. Si lo leyera Miguel...Más vale que no lo lea. En su familia no saben que me gusta escribir, ninguna de las otras cuñadas tiene carrera, ni trabaja ni nada. Dedicadas al hogar, a acicalarse para sus maridos. Yo quiero hacer algo más con mi vida pero, cuando sé que viene Miguel, corro al cuarto de baño a soltarme el pelo y retocarme el maquillaje. Mira, no me gusta que me encuentre hecha una maruja.
Creo que no sé muy bien lo que quiero, ni lo que soy, y me da una vergüenza terrible que esto ocurra ahora que voy a cumplir treinta y cuatro años.
Por la tarde han venido mis amigas a tomar café. Algunas de ellas siguen solteras. Yo las envidio secretamente porque pienso en todo el tiempo que tendría para mí misma. Ellas en cambio se mueren de ganas por casarse. Al despedirme de ellas he estado muy cariñosa con Miguel, hemos hecho el amor a una hora no habitual (las ocho de la tarde, antes de cenar) y le he preparado una cena estupenda. Me he sentido feliz por unas horas -mi papel muy asumido- hasta que me he encontrado sola fregando los platos en la cocina mientras el leía su best-seller de turno en el sofá del salón. Ha terminado cabreándose: “¡No hay quién entienda a las mujeres! ¿Ahora te molesta que lea?”. No sabía muy bien qué me molestaba pero me sentía muy desdichada. Me he encerrado en mi cuarto, a escribir, y no he podido hilar dos palabras del enfado que tenía. Lo peor de todo es que he terminado planchando la ropa atrasada. Él seguía en el sofá, leyendo, tan tranquilo.
Como hoy me ha venido el período y me sentía ligeramente indispuesta, Miguel se ha ofrecido a lavar los platos. Le encanta, le hace sentirse un héroe moderno en rescate de la fémina desvalida. Yo me siento una inútil por ser mujer, prefiero el resto del mes en que esta pérdida de sangre no nos hace tan vulnerables, tan al amparo del macho. Esto es lo que pienso pero delante de él me hago la tontita, la dolorida, y pongo cara de pena hasta que me prodiga algún achuchón. ¿Estoy mendigando su cariño aprochándome de mi invalidez? No sé exactamente lo que hago. Al final he terminado muy enfadada conmigo misma porque soy mal ejemplo de la mujer independiente y subversiva. En el fondo no soy más que otra apabullada. Él se ha vuelto a su despacho, se sentía muy feliz, ¡y que luego digan que él no lleva a su mujercita en bandeja! Total, para lo que ha hecho...cuatro platos, dos vasos y unos cubiertos. Me he puesto a escribir en el cuarto de baño. Le he dicho que iba a depilarme. No sabía qué poner y me he dedicado a describir el patito que adorna una de las lejas. El patito me ha devuelto a la infancia, el patito me hablaba de niños, el patito era amarillo, el patito me ha hecho llorar. He dejado la descripción a medias y le he preparado una buena cena a mi marido. Quizá debería olvidarme de mi “obra” y ser feliz con la vida que tengo, no hago más que poner barreras a un matrimonio feliz con mis pretensiones de escritora.
Ayer noche no conseguía dormir. Veía un foco de luz redondo y preciso a través de las ranuras de la persiana y no conseguía descubrir qué era. Vivimos en un quinto, no podía tratarse de una farola. Miguel me daba la espalda. Dormía profundamente pero no me atrevía a levantarme por si lo molestaba. Tras mucho escudriñar las rendijas, eso sí, desde lejos y sin gafas, reconocí que se trataba de la luna. ¡Qué cosa más tonta! La luna se asomaba a la soledad de mi alcoba y me trajo una claridad de pensamiento como no había tenido desde hace mucho: voy a hacer un curso, algún curso debe existir que te enseñe técnicas de escribir y yo seré una buena alumna, como siempre lo fui. Me alegró tanto esta decisión que ya no concilié el sueño en toda la noche. Hoy arrastro mi cuerpo por el supermercado y la frutería pero la decisión que me trajo la luna ha valido la pena.
Por la tarde, en cuanto Miguel se ha sacudido la modorra del sofá y se ha ido a trabajar, he cogido el bolso y me he dirigido a la universidad. Y sí, ya estoy apuntada a unas jornadas “Mujeres Escritoras en la Nueva Zelanda del Siglo XX”. En fin, no había otra cosa y el caso era hacer algo que tuviera que ver con la escritura y las mujeres, lo de Nueva Zelanda es lo de menos. Me va a ocupar tres tardes de cinco a ocho durante dos meses y aún no he encontrado el momento de decírselo a Miguel. Me parezco tan cobarde, tan doblegada al yugo patriarcal que tras mirarme al espejo, aparezco en el salón y le suelto a bocajarro que estoy harta de no hacer nada, que yo fui una buena universitaria, que parezco una esclava, y que me he apuntado a unos cursos tres tardes a la semana que para eso es mi vida. Me mira asustado, dice que bueno, que le parece bien. Sé que vuelvo a parecer una histérica y me habla pausadamente para demostrar su autodominio -¿Ves, niña? Así es como hablan las personas mayores -. Acaba diciendo que lleve cuidado con eso de las mujeres escritoras, que siempre intentan llenarnos la cabeza de fantasías. Él piensa que vivo en una nube, que todo esto no hará más que darle alas a mi imaginación, y en parte lleva razón, yo pretendo alimentar mi vida interior y llenar mi cabeza de ideas para tener algo que escribir. Miguel no entiende.
Asistí tres tardes al curso, una semana completa: la presentación y entrega de materiales, una introducción a la historia de Nueva Zelanda y un primer recorrido por los escritores de este pequeño país. Sólo el pisar la universidad de nuevo me llenó el corazón de gozo. Estaba entusiasmada. Bebía ansiosa lo que los ponentes decían. He tomado más de seis folios de apuntes, además me estoy enamorando de la remota Nueva Zelanda. ¿Había pensado yo alguna vez en este país? Hoy era la cuarta tarde y Miguel ya ha comentado que no le queda ninguna camisa planchada. No sé si insinúa algo, me he despedido y he vuelto para la cena, que he preparado yo, naturalmente. Por primera vez no me ha preguntado “¿Qué tal el curso?”. Se ha limitado a “¿Cenamos?”. Después me he hablado de sus problemas con Ruiz que es un incompetente y les va a echar la gestión a perder. Y todo me daba igual. Veía la luna a través de las ranuras de las persiana en la cocina.
El miércoles la ponente empezó a hablarnos de una tal Katherine Mansfield, nos ha mandado leer “La Fiesta en el Jardín” y, si Miguel me deja, lo haré esta noche. No me lo impide abiertamente pero enciende la tele y grita de vez en cuando: “¡Nena, mira qué toma! ¡Mira, mira qué preciosidad de escenarios! ¡Ven aquí, mujer, que te estás perdiendo una obra maestra!”. Y por no hacerle el feo acabo sentada a su lado, admirando su cine, pensando en la de cosas que podría estar haciendo mientras Van Damme exhibe sus artes marciales. Al fin me levanto en los anuncios con la excusa de ir al baño y le echo un vistazo al comienzo del relato: “Y después de todo el tiempo era ideal. No podrían haber tenido un día más perfecto para una fiesta en el jardín…”Me voy metiendo en el relato, eso sí que es escribir, pero ¿como se le ocurre empezar así de pronto? Y después de todo el tiempo era ideal. ¿Quién lo dice? La escritora seguramente no, sino alguno de los personajes que habría dudado sobre la idoneidad del día para una fiesta al aire libre. Así, de repente, sin previso aviso ya estoy en la mente del personaje. Y después de todo. Y después de todo yo no era una esposa infeliz hasta que descubrí la de cosas que podría hacer con el tiempo que me robaba la dedicación exclusiva a las tareas del hogar... Y después de todo ella amaba a su marido, simplemente le enervaba su machismo, su dar por hecho el papel de la mujer en la casa...Y después de todo, ella empezaba a ser feliz con esos cursos que le abrían nuevos horizontes...Yo también podría escribir la historia de mi vida comenzando por “Y después de todo...” La historia de mi vida, ¡cómo si yo tuviera algo interesante que contar...! He oído a Miguel echar la llave de la puerta blindada, como todas las noches, pero hoy..., no sé..., se me ha encogido el corazón.
Miguel ha dicho: “El viernes tenemos cena”, y claro, no hay más que hablar. Una cena con sus compañeros de trabajo, con sus mujeres huecas, con sus conversaciones insulsas, a las tres copas: soeces, a las cinco copas: de vergüenza. Y yo el viernes tengo curso y estamos a mitad de comentar “La fiesta en el Jardín” y Laura Sheridan quiere suspender la fiesta porque un pobre hombre ha muerto en la carretera, justo delante de su puerta. Y lo sé porque ya he conseguido leerlo (Miguel llegó más tarde a casa), la fiesta seguirá adelante y Laura tendrá un encuentro con la otra cara de la vida: la pobreza y la muerte. Su gran despertar, un instante de gran descubrimiento. Pero el viernes la cena. He decidido rebelarme calladamente contra semejante atropello. No pienso arreglarme ni pizca, que comenten lo que se les antoje a esas desocupadas. Me van a despellejar. Así Miguel se lo pensará dos veces antes de imponerse sin más. Pero luego ha aparecido con dos rosas que le había comprado a una china, el viejo truco, pero he picado porque venía muy guapo con su traje nuevo, su corbata amarilla, su sonrisa de oreja a oreja, sus rosas en la mano, sus besos en mi cuello, su lengua en mi oreja, en mi lengua, sus manos en mis pechos..., en fin, he sucumbido como una colegiala. Y me estoy poniendo un vestido precioso que compré exclusivamente para la cena, y he ido a la peluquería y me he hecho la manicura y me estoy maquillando frente al espejo viéndome guapísima, pensando que Miguel va a presumir mucho de mujercita, acordándome de Laura Sheridan visitando la casa del difunto con su cestita en la mano, y me voy irritando con mi falta de integridad, con mi fácil acceso
al nivel de mujer objeto. Paro en seco y me voy así, tal cual, sin peinarme las cejas,
¡hala!.
El curso está a punto de finalizar. Miguel no lo dice pero se muere de ganas por que vuelva a ser la misma. “El miércoles acaba el curso ese ¿no?”. Lo que no sabe es que ya nunca seré la misma. No se le pienso decir, no podría disfrutar igual si él compartiera mi secreto. Estoy logrando abrirme ese espacio dentro de esta vida en apariencia rutinaria y monótona. Una burbuja para mí, para crecer, para mis ideas y mis sueños, para que no entre nadie, y mucho menos Miguel. Pero él no lo sabe, todo lo contrario, cree que ya estoy aburrida del curso y que he recuperado el buen humor porque me han desengañado mis pretensiones de ser algo más, que me conformo con vivir a su lado y asistir fielmente a sus necesidades. Esta noche, cuando eche la doble llave a la puerta blindada, abriré mi recinto, ya incluso soy capaz de hacer el amor con él mientras vago por mis sueños. Y la luna tras las rendijas me ayuda mucho. Así seré capaz de escribir. Un día llamará Miguel y estaré en Nueva Zelanda, sólo es cuestión de práctica.
Le estoy oyendo cuchichear por teléfono: “...muy extraña...ha hecho de comer guisantes...¡ sólo guisantes!...nos vemos luego”. Le he asaltado en el pasillo:
-¿Con quién hablabas?
-Un amigo
-¿Qué amigo?
-Un compañero del trabajo.
-¿Le interesa a él mucho lo que comemos?
-Hablaba de su mujer.
-¡Ah! También cocina guisantes. ¡Claro, están tan buenos!
Le he dejado marchar aunque sé que me está mintiendo. ¡Pobrecillo! Le hago creer que me lo creo. Lo ideal sería que pensara que estoy medio majara, quizá así podría librarme de alguna tareas y dedicarme más a escribir. Por ahora plancho la ropa, abro mi guarida, viajo a un remoto país y escribo historias en mi mente para que él no las encuentre, para que no se ría de ellas.
El miércoles acabó el curso. Si bien no he aprendido a escribir, estoy aprendiendo a viajar. Eso sí, siempre a Nueva Zelanda, nuestras antípodas. Por otro lado, a veces mi vida es tan feliz que no comprendo mucho por qué esta necesidad de soñar. Miguel cada vez es más atento, me besa en cada esquina- aunque luego no hagamos el amor por la noche- y me pregunta constantemente: “¿Cómo está mi mujercita?”. Luego descubro su táctica de acaramelarme no sé muy bien con qué intención y me pongo a la defensiva, y lo dejo sin cenar como represalia y entonces viajo, viajo a Nueva Zelanda. Y aunque me pregunte: “¿Te encuentras mal? ¿Te sientes cansada? Deberías echarte un rato”, lo ignoro. Miro por la ventana. Parece que busco la luna. Le digo que busco la luna, pero en realidad paseo por la fiesta en el jardín de los Sheridan. Laura me ha invitado a su fiesta. Va a ser una fiesta preciosa. Las margaritas resplandecen y las rosas, cientos de rosas han brotado en una sola noche, como si los arcángeles las hubieran visitado. Y después de todo el tiempo era ideal. “Cariño, no te preocupes más, yo te pondré una señora que te ayude con las tareas del hogar”.
Milagros López López