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Sube a la tarde

SUBE A LA TARDE (Premio Accésit 2001)

Celia sube, como cada tarde, al tejado. Las sensaciones que experimenta al hacerlo son extrañas y, a veces, hasta contradictorias, pero algo la impulsa a repetir el ritual un día tras otro y aguardar la noche sobre las tejas húmedas de rocío.

Desde su atalaya solitaria asiste, una vez más, al vaivén incesante de una marea humana que se afana en un presuroso ir a ninguna parte: mujeres cargadas de carnes y de años tirando de un carrito para llegar al supermercado de la esquina antes del cierre, quizá buscando en el inhóspito pasillo de congelados la palabra amable o el oído atento que no encontraron en casa... Chicas asombrosamente parecidas gracias al mimetismo estilístico de sus atuendos, risas ahogadas en el hueco de la mano y miradas de complicidad, aceleraciones de paso repentinas y súbitas detenciones en mitad de la acera para mirar de frente a las otras o para relamerse ante el glamour prêt à porter de un escaparate; saltitos y palmoteos, como burbujas de un enorme chorro de vida...

Un gato callejero y solitario, señor de las azoteas, aparece de repente en el tejado y permanece muy quieto, casi como una gárgola, sobre el alero. Celia se remueve incómoda, sintiéndose observada por el animal.

¡Vamos, deja ya de mirarme, gato! ¡Vete de aquí!

Se diría que el felino es consciente de que se han invertido los papeles, porque parece contemplar con mayor atención y extrañeza a la intrusa, a pesar de los amenazadores aspavientos de ésta. Pero un segundo después, en el mismo instante que desaparece el último reflejo del sol en su refugio del Poniente, el gato, apenas ya una sombra, abandona el tejado con indiferencia y paso marcial, despacio, tan callada y furtivamente como había llegado.

Celia se siente aliviada, aunque...

Una campana llama a misa desde algún lugar inconcreto a sus espaldas. Entre los celajes de frío gris un tenue arrebol púrpura, preludio de la tiniebla que pronto caerá sobre los tejados, avisa a Celia del fin de la aventura diaria. Siente el frío húmedo de las tejas incrustándose en sus huesos, pero algo la obliga a permanecer muy quieta un poco más, espiándolo todo en silencio.

Sobre los mortecinos reflejos de la acera mojada de relente destacan algunos hombres maduros de ceño aborrascado que asienten, niegan o gesticulan sin recato, con una mano en la oreja, deteniéndose a trechos para mejor atender los dictados del móvil. Varios muchachos, mochila al hombro, aguardan expectantes ante la monótona existencia del único semáforo visible, como si de pronto fuera a ocurrir algo que no por previsto dejara de ser emocionante. A intervalos, más o menos regulares, pasa un autobús cargado de rostros que contemplan y se contemplan sin curiosidad, con un aburrimiento cansino. Unos hombres de piel distinta hacen cola frente a un locutorio telefónico, con sus ropas marchitas de jornalero tintadas de campo y su mirada de allende los mares siempre vuelta hacia el Sur. Otros, los que llegaron antes, charlan bajo el tingladillo de un almacén antiguo de quincallería, con el corazón henchido de voces amadas y la pupila empañada de luna.

Bajo las tejas crece el jaramago y Celia intuye el rebullir de las bestias de la noche. Los últimos gorriones revolotean buscando el cobijo de los tejados, quizá soliviantados por la imperceptible réplica de un recóndito terremoto en los Mares del Sur. Breves jirones de niebla descienden ya cubriendo los manchones negruzcos de los muros. Los edificios de tres o cuatro plantas, torres almenadas donde crecen asilvestradas las antenas, imponen su silueta siniestra. Viven en ellos los hombres como en jaulas amontonadas. Se abre, de tarde en tarde, un rectángulo de luz por donde se asoman los locos. Un televisor difunde en este momento la noticia de una terrible catástrofe en Centroamérica, como habían adivinado los pájaros. Celia permanece muy quieta y sigue con los ojos, en reconcentrado silencio, la procedencia de la voz. En el rostro se le adivina una resignación hecha de impotencia y, en mitad de la oscuridad, sus pupilas tienen el brillo triste de dos luciérnagas.

La calle ahora es un escenario teatral, con brillos metálicos y mil matices de neón y sodio. Tiene también boquetes de olor a gasoil y a orín. Los actores van haciendo mutis al echar las persianas metálicas de los establecimientos, precisamente cuando se alejan las últimas furgonetas de reparto que, al fin, acabaron su ruta. En el proscenio, un sujeto malencarado que acecha junto a una acacia, escupe por el colmillo y se vuelve disimuladamente hacia la única espectadora, con el pretexto de encender un cigarrillo, dando así la espalda al paso de un coche-patrulla. Los agentes no lo ven. O fingen no verlo. Y desaparecen entre bambalinas.

Celia sigue quieta, casi pegada al verdín de las tejas.

La noche, negra ya como la boca de un saco de carbón, se ha tragado del todo a esta ciudad antigua. La voz en off continúa el relato de la tragedia de los miserables del mundo, condenados por los setenta y un sanedrines de esa tierra que mata a los profetas en nombre del Progreso y la Libertad... De su progreso y su libertad, piensa Celia.

Otro loco abre un postigo a la noche y pone en la negra pared de cemento un sello de luz lechosa. Un leve ruido sordo y el imperceptible roce del aire, hacen intuir a Celia que el loco acaba de tirar un tiesto del alféizar. Sobre los mellados adoquines de un estrecho y empinado callejón se despanzurra con hueco estrépito la malva de olor del último San Valentín. En el vano aparece el loco rascándose una sotabarba espesa y azul, y mira hacia la calle con ojos espantados.

Cagoen...

Se han iluminado de repente otras ventanas y otros locos han dejado de coser telarañas por un momento embargados por la curiosidad. Seguramente abrumado por la inesperada afluencia de público, el solitario actor abandona precipitadamente el abrigo discreto de la acacia, dispuesto a buscar otros escenarios más íntimos donde representar su bululú.

¿Qué pasa? -pregunta a la vecina del segundo un anciano con batín a cuadros, llevándose una mano sarmentosa a la oreja del audífono.

Se ve que el del tercero está "calentando" otra vez a la parienta responde desde el primero un grueso cincuentón de cabeza calva e imponentes mostachos que viste el uniforme de la benemérita con la guerrera desabrochada. No, si al final tendremos que intervenir las autoridades.

¿Qué ha pasado? -insiste una nueva voz, esta vez femenina, desde el interior de la casa del señor del batín y el audífono.

No sé, Josefa. Dicen que van a pasar Sus Majestades -tergiversa el anciano.

¿Sus Majestades? -se extraña el guardia civil, atusando maquinalmente sus bigotes- ¿Y cómo es que no nos ha informado nadie...?

Celia sonríe divertida ante la comicidad de la escena. Sin embargo, se siente violenta y sabe bien que su presencia, ignorada por todos, tiene algo de indecente y un inoportuno rubor pugna por subir hasta sus orejas. ¡Tendría que bajar ya...! Pero aún demora unos instantes el momento de volver a casa.

Súbitamente un sexto sentido le advierte de un peligro inminente. Celia contiene el aliento por un segundo. Su aguda mirada descubre el cañón de un arma que le apunta desde una ventana anónima en el tercer piso y, en ese mismo instante, un chasquido ahogado le indica que acaban de dispararle.

Todo sucede en apenas una fracción de segundo. Celia descubre el brillo mortal del proyectil abandonando el ánima del cañón y rasgando la humedad de la noche y, presumiendo el lugar del impacto, con agilidad felina, consigue apartarse de su trayectoria y se coloca fuera de tiro, parapetándose tras la chimenea, ante la inminencia de un nuevo disparo.

Inesperadamente alguien enciende la luz de la habitación y el francotirador queda al descubierto.

¿Cuántas veces tendré que decirte que no quiero que juegues con mi escopeta de aire comprimido? -pregunta en tono amenazador un corpulento muchacho a quien debe ser su hermano menor-. ¡Acabarás saltándole un ojo a alguien!

Celia respira con alivio y cree reconocer, antes de que la habitación vuelva a quedar envuelta en sombras, el vigoroso sonido de un merecido bofetón.

Sin tiempo a recobrar el aliento, su infalible instinto vuelve a advertirle de un nuevo peligro.

¡Celia! ¡Celiaaaa...!

Falsa alarma. Esta vez es Felisa, su amiga.

¡Vamos, baja, que ya va haciendo frío!

La voz de Felisa es cálida y reconfortante, especialmente hoy, después del sobresalto. Viven juntas. Pronto hará cuatro años que comparten la casa, y han aprendido a convivir queriéndose y respetándose, sin pedirse a cambio otra cosa que cariño y amistad, día a día, como al margen de este mundo de locos. Celia se levanta y se despereza, poniendo los ojos semientornados en lo lejano. Y, por fin, se decide a bajar.

Encuentra a Felisa haciendo punto junto al fuego, como de costumbre.

Toma, bonita, te he comprado esa carne que anuncian en la tele que tanto te gusta.

Felisa contempla a Celia mientras come, como de costumbre. Después, como de costumbre, Celia se enroscará entre sus piernas y, ronroneando de satisfacción, descabezará un sueñecito, mientras la anciana acaricia con dulzura infinita su tibio pelaje angorino.

Cristobal Crespo García