Este sitio web utiliza cookies propias y de terceros para su funcionamiento, mantener la sesión y personalizar la experiencia del usuario.

AceptarRechazar

Mis pies y tu ombligo

MIS PIES Y TU OMBLIGO (Primer Premio 2000)

Esta mañana, en la ducha, me detuve y observé mis pies durante un rato. Es curioso, a pesar de convivir con ellos durante tantos años nunca antes les había dedicado un par de minutos de atención, tal vez una rápida pedicura o la colocación descuidada de una tirita en una ampolla, pero sin detenerme en una contemplación reflexiva, como mirando un boceto de Tàpies sin saber situar la parte de arriba. Hoy los miré y reparé en lo tremendamente antiestéticos que pueden llegar a ser - aunque deba reconocer su importante tarea, alternativa natural al carnet de conducir.

Mis pies, mis dos pies mojados, peludos, simiescos.

que son un par de pies estándar, ni muy grandes ni muy pequeños, y analizando un cómputo general de pies a nivel regional dudo que destaquen especialmente por su fealdad. Son curiosamente simétricos, a la cabeza de cada uno, un orgulloso dedo gordo contempla a los demás con cierto aire prepotente y un anárquico grupúsculo de huesillos y venas se distribuye por toda la accidentada geografía de ese par de apéndices carnosos. Mis pies, mis pies feos.

Tras colgar la toalla, abandoné el cuarto de baño pensando en la verdadera importancia del zapato, que desarrolla una labor casi eufemística, diría yo.

Estornudé y volví a la cama, contigo. Hacía una bonita mañana de domingo aunque el frío de noviembre se resistía a dejarnos. Tu bostezaste mientras yo me despedía de tu ombligo. Me encanta tu ombligo, ese simpático tragaluz que gobierna en el centro de tu vientre, un vientre levemente redondeado y cálido, perfecto para recostar mi cabeza en las tardes grises de otoño. Hubo un tiempo en el que yo también tenía ombligo, pero hace años desapareció bajo un bosque enmarañado de pelo rizado; por eso creo que le cogí tanto cariño al tuyo, era algo así como “el ombligo que nunca tuve” un bonito y femenino ombligo, cúspide de mi particular cosmogonía “ombligocéntrica”.

No me apetecía demasiado levantarme, sobre todo por la certeza de que una vez que abandonara tu cama ya no volvería a ella. Ya lo dijiste ayer bien claro: “Esta es la última noche”, y yo soy hombre de palabra, un estúpido hombre de palabra que ya no volvería a veros, ni a ti, ni a tu ombligo.

Segundo intento de levantarme. Me puse los calzoncillos y los calcetines.

Intento fallido.

Regresé a la cama. Me dolía terriblemente la cabeza y fuera hacía tanto frío... En invierno siempre duermo con calcetines, se me congelan los pies en la cama. Recuerdo la furibunda mirada que me lanzaste nuestra primera vez, cuando los calcetines fueron la única prenda que no abandoné por el camino de la entrada de tu piso hasta el dormitorio. De nada te sirvieron las explicaciones, me los tuve que quitar porque eran, según tu punto de vista, de lo más anti-erótico. Después estuviste toda la noche quejándote de los frías que estaban mis pobres extremidades inferiores. En fin, no se puede tener todo.

Volví a estornudar violentamente y toda la cama se estremeció como en sus mejores tiempos. Sin duda echaré de menos ese crujido tan musical que hacían los muelles de tu colchón, pero todo se acaba, eso ya lo sabía. Hay gente que guarda el corazón en una urna de cristal y viven moderadamente felices y aburridos; el primer día que te ví, cogí mi corazón, lo sopesé y calculé la velocidad del viento para lanzártelo como si fuera una pelota de béisbol. Al primer lanzamiento fallé y el pobre se estrelló contra un muro sonoro y chapoteante “¡platch!”. Lo cogí, aparté una colilla que se la había quedado pegada entre los ventrículos y lo lancé de nuevo, esta vez te acerté en pleno rostro.

Metáforas aparte, he de reconocer que tuvimos un bonito noviazgo.

Me estoy imaginando lo que contarás a tus amigas esta tarde, a la hora del café. Pedirás un bombón con mucha leche condensada y la echarás todo el sobre de azúcar (¡Ahg!).

Una vez tengas la voz totalmente edulcorada les contarás cómo me dejaste, ante la mirada de aprobación de esa amiga tuya que no me soporta, también dirás que me lo tomé muy bien y que una semana más tarde volví a tu piso a pedirte una despedida como Dios manda, en fin, un último revolcón, y que te dí tanta pena que, después de aclarar convenientemente que era la última vez, nos metimos en la cama y nos despedimos con tanto entusiasmo como si fuera la primera vez que nos ... ejem ... despedíamos. Por último relatarás cómo me fuí, bien entrada la mañana, silbando y con una entereza digna de todo un caballero.

Yo, sin embargo, pasaré toda la tarde en casa, viendo la tele y atiborrándome de couldinas, presa de un tremendo resfriado. Y todo me pasa por vengativo, me explico: Hace exactamente una semana pronunciaste la aterradora frase “tenemos que hablar” y, evidentemente, tuvimos que hablar. Creo que equivocaste un poco el término porque nuestra supuesta conversación consistió en una especie de monólogo melodramático - posible efecto secundario del exceso de azúcar en el café -. Con los ojos llorosos me dijiste que te habías acostado con otro (un anónimo e impersonal “otro”), y no contenta con ello, sugeriste que lo mejor para los dos era dejar esta relación y quedarnos con un buen recuerdo.

“¿Buen recuerdo?, fue lo único que dije. En verdad no fue, la mía, una actuación muy brillante, parecía una improvisación en el guión de tu ensayado monólogo.

Más de una vez te he comentado que no me gustaría que fueras infiel, pero entiendo que la naturaleza humana es débil, y si te acostabas con otro preferiría que no me lo dijeras y permanecer feliz en mi santa ignorancia - feliz y cornudo -.

Pero no, tu ambigua concepción de la sinceridad me tuvo que amargar el día.

Una vez escuché en una película, no recuerdo cual, que cuando una persona, llamémosla (A), es infiel, se siente mal, mientras que su pareja ignorante (B) no tiene ningún problema; esa persona A en cuestión decide contárselo todo y así se libera de los remordimientos y quien se siente mal es la pobre B. En definitiva, lo de A es puro egoísmo.

No me concediste tiempo para reaccionar, antes de que pudiera enfadarme ya me habías dejado, con lo cual no pude recurrir a la terapéutica salida de mandarte al carajo. Inteligente maniobra.

“¿Qué es lo que se suele hacer en estos momentos?”. Pensé al llegar a mi casa. Algunos en mi situación optan por salir a la calle, emborracharse y llevarse a la cama lo primero que pillan - persona, animal o cosa - pero esa me parecía una salida poco elegante y de imprevisibles consecuencias. Descarté también la depresión, no conduce a nada.

Soy algo rencoroso y no estoy orgulloso de ello. Se me ocurrió una venganza sutil y suave, casi infantil pero no exenta de cierta virulencia. Encendí la calefacción al máximo y, bien abrigado, comencé a practicar flexiones en el suelo. Cuando estaba empapado de sudor subí a la azotea de mi edificio, me despojé de toda la ropa - incluidos los calcetines - y me tumbé con un escalofrío sobre el cemento húmedo para que la noche sembrara de rocío mi pecho desnudo. Repetí esta operación, ante el estupor de algunos vecinos insomnes, durante cuatro días, hasta que empecé a notar ese peculiar cosquilleo en la nariz, los ojos llorosos y la carraspera. Estaba resfriado, y ya conoces mis resfriados. Modestamente soy un artista en cuanto al estornudo se refiere, tu virtud es el contagio, no sé si por solidaridad o envidia.

Ayer por la tarde me preparé un remedio casero para disimular los síntomas de mi “arma secreta”, consiste en calentar un vaso colmado de ron y añadir miel, té y limón. Tengo mis dudas sobre su efectividad, pero tiene buen sabor y ayuda a disipar ciertas molestias provocadas por el exceso de sobriedad. Después de tres vasos del druídico medicamento, caminé hasta tu casa y el resto ya lo sabes.

No te imaginas lo que me costó aguantar los estornudos; y ahora estoy a tu lado en la cama, después de haberte contagiado un tremendo resfriado con premeditación, alevosía y nocturnidad.

Este el momento de emprender el tercer y último intento de levantarme, dando así por concluido este epílogo de nuestra relación.

Creo que echaré de menos esas tardes frías de invierno con nosotros en la cama, tú, yo, mis pies y tu ombligo.

Alfredo Wandosell Amate