Ella y sus enigmas
ELLA Y SUS ENIGMAS (Primer Premio 1999)
Pronto darán las seis, pero ya es de noche. Desde la ventana de mi cuarto apenas se distinguen ahora las siluetas de los árboles del parque. Tan sólo una gigantesca araucaria se atreve a alzarse, arrogante, contra la oscuridad que lo invade todo. Su penacho de ramas negras se recorta contra las últimas luces del Poniente. Un viento helado azota con furia los cristales, estrellando en ellos, de tiempo en tiempo, papeles y hojas secas. A veces una hoja queda sobre el alféizar, remolinea un poco e intenta ocultarse en el rincón. Entonces parece arreciar el viento y una ráfaga se ensaña con la hoja y la acosa hasta arrancarla de su escondrijo.
En el interior todo es silencio. Y tedio. Imagino a mis amigos pasándolo bien en el salón de juegos recreativos que hay cerca del instituto, mientras yo enmohezco enclaustrado por culpa de este inoportuno esguince. Estoy seguro de que Paco aprovechará mi ausencia para tontear con Bea.
Beatriz. Si me atreviera a ...
La araucaria ha sido derrotada en su particular duelo con el ocaso. No blande ya sus ramas como amenazantes espadas. En la lejanía ladra a la noche un solitario perro, quizá, como yo, sobrecogido por la oscuridad o por el ulular del viento.
Beatriz.
Ojalá pudiera comprender por qué me siento tan atraído por ella, cuando es bastante probable que no haya dos chicos tan distintos en todo el instituto. Es, seguramente, ese halo de enigma y de misterio que sabe dar a todas las cosas. O, tal vez, la serenidad y seguridad en sí misma que demuestra al exponer sus argumentos. Yo, debo reconocerlo, siendo muchísimo más vehemente que ella al defender mis posiciones, suelo acabar rindiéndome a la lógica de sus juicios. Y si ... ¡Caramba, casi me olvido del libro!
Toda la pared que tengo frente a mí está cubierta de anaqueles repletos de libros. No he leído ninguno de ellos, porque la verdad es que no me pertenecen. Fue idea de la boba de mi hermana tomarlos del despacho de mi padre. Según ella, mis amigos quedarían impresionados cuando vinieran a visitarme. Yo sólo leo los que nos mandan en clase de Literatura, y debo confesar que, como la mayor parte de mis compañeros, suelo saltarme bastantes capítulos. Con frecuencia nos repartimos las páginas del libro entre varios; de este modo cada uno lee sólo unas pocas, y más tarde las cuenta a los demás. Me siento un poco culpable por hacerlo, pero es que son unos libros tan aburridos... Beatriz sí que los lee. Ella siempre está leyendo. Y yo creo que no se tragó lo de mi "biblioteca personal", porque tras leer algunos títulos en voz alta ("Sociología de la educación", "La piel del Tambor", "Motivar para el aprendizaje", "Las agrupaciones flexibles", "La Regenta", "El hereje",...), comentó con cierta ironía que no me pasó inadvertida, que de dónde sacaba el tiempo para leer tanto, y que qué callandito tenía mi bibliofilia.
Recuerdo que intenté salir airoso cambiando de tema pero, para acabar de arreglarlo, sólo alcancé a balbucear un "yo... Hombre... Es que..." Hubo entonces uno de esos silencios teatrales en los que uno se pregunta si los actores habrán olvidado sus discursos, y hace fuerza inútilmente, llegando incluso a contener el aliento, en un estéril intento de ayudarles a proseguir. La verdad es que no podía sustraerme al magnetismo de su mirada. Ni siquiera noté en ese instante el violento arrebol de mis mejillas.
De repente, se descolgó la mochila del hombro y anduvo hurgando en su interior durante unos segundos. Enseguida sonrió y, mirándome muy fijamente, dijo: "Pues entonces he acertado. Te he traído esto para que no te aburras tanto mientras te repones", y me tendió un libro cuya portada estaba ilustrada con la perspectiva de una avenida con edificios de arquitectura modernista a ambos lados, toda en tonos malvas, violetas y magentas, sobre la que destacaba, en amarillo, un título que nada parecía tener que ver con la ilustración, pero que para sí querría la más pretenciosa película de indios y vaqueros: "Pupila de águila"
Aún no había acabado de echar un vistazo a la contraportada, cuando Beatriz se inclinó y, besándome levemente en la mejilla, se marchó precipitadamente, argumentando no sé qué de una obra y de la Casa de la Cultura. Y yo, después de seguirla, primero con la mirada, y más tarde con la imaginación, cuando aquella ya no alcanzaba a verla, me olvidé por completo del libro.
Tiene que estar por aquí. ¿Dónde lo habré puesto? Seguro que la metomentodo de mi hermana tiene algo que ver con su desaparición. Es posible que lo haya colocado en alguna estantería entre famosísimas obras de autores conocidísimos para mi padre, atendiendo a ignotos criterios de agrupamiento o a caprichosas manías suyas. La mente de mi hermana es todavía un territorio inexplorado.
En los cristales han aparecido ahora pequeñísimas gotas de lluvia que, poco a poco, van uniéndose entre sí, a medida que el viento arroja más y más, y se deslizan en caprichosas trayectorias cristal abajo, portando cada una de ellas, regalo de los faroles cercanos, su minúscula perla de luz blanca.
¡Ah, aquí está! Es de suponer que el riguroso criterio empleado por mi hermana para asignarle un sitio en la estantería habrá sido: "ejemplares con los más dispares tamaños y grosores".
He visto a mis padres admirar con devoción casi religiosa algunos de sus libros, y deshacerse en elogios hacia ellos como si fueran pequeños tesoros. Casi siempre se trata de ejemplares raros o con encuadernaciones muy cuidadas, que hacen estos libros, según ellos, extraordinariamente valiosos. Sin tener cubiertas de piel estampadas a fuego, ser un ejemplar prohibido, tener una dedicatoria de su autor u otras rarezas que en mi ignorancia no acierto a imaginar, el mío es un libro infinitamente más valioso que toda la biblioteca de mis padres, porque me lo ha regalado Ella y, seguramente, cada una de sus páginas está impregnada del aroma de su piel.
Se me acaba de ocurrir algo. No sé bien si es una sospecha o una intuición pero... ¿Habrá una dedicatoria? Me siento ridículo sin acabar de decidirme, así que, lentamente, sin poder reprimir la excitación, levanto la portada. Nada. La primera hoja está virginalmente en blanco. Empiezo a sentir en el estómago una vaga desazón cada vez más próxima a la angustia. Sé que no hay razón para ello. Después de todo, ella ya ha hecho bastante teniendo la amabilidad de regalarme el libro y, además, es más que probable que sus sentimientos no sean idénticos a los míos pero, aun así, no consigo evitar esa sensación de tristeza y decepción.
¡Sí! Estaba en la segunda hoja, justo debajo del título. Con su apretada y picuda letra ha dejado algo escrito:
"Búscame en Martina, Igor"
Beatriz
Ella y sus enigmas. Lo ha hecho para obligarme a leer, sin duda. De todas formas, el abanico de posibilidades de diversión que se me ocurren en mi estado es más bien reducido.
Martina giró despacio el pomo de la puerta y empujó con suavidad . Así daba comienzo el primer capítulo del libro. No me sorprende en absoluto leer por segunda vez el nombre de Martina. Ya había supuesto yo que su dedicatoria estaba estrechamente relacionada con lo que me aguardaba dentro del libro, así que...
Hola, Igor. ¿Qué tal?
La puerta está entreabierta y entra un insospechado chorro de luz desde el pasillo. En medio de la claridad me ha sobresaltado vivamente el contraluz de una silueta menuda de largos cabellos y ropas vaporosas. Debería decirle que mi nombre, en realidad, es Alfredo pero, por alguna extraña razón sé que no es verdad, que he dejado de ser Alfredo para ser Igor. Y lo raro es que sigo siendo yo.
Joder, Martina, qué susto me has dado. No te he oído llegar.
Lo que ocurre es que siempre estás absorto en tus fantasías minimalistas. Sabes que aquí puedes pisar la Luna con sólo salir al pasillo, o perderte en la jungla amazónica simplemente cerrando los ojos, pero sigues obsesionado con la sordidez. Déjame ver qué lees hoy: "La monótona existencia de Alfredo Gómez, estudiante lesionado". Eres incorregible, Igor.
Y, apenas ha acabado de decir esto, ha arrojado el libro al rincón más oscuro y ha venido a sentarse sobre mis piernas, pasando luego sus brazos alrededor de mi cuello. He notado la suavidad de su piel y la humedad de su boca. Un estremecimiento de placer me ha recorrido la espalda mientras me olvidaba de que, afuera, el viento y la lluvia ¿la apatía y la ignorancia? seguían azotando obstinadamente las paredes de esta casa de paredes malva.
Cristóbal Crespo García