Llueve
LLUEVE (Primer Premio 1998)
Llueve. La abuela cose en el rincón. Junto a la mesa camilla cose la abuela. Mesa
de faldones estampados ya tan gastados que parecen grises, descubriendo de cuando en cuando alguna flor grande y opaca, como de hielo. En ella cose la abuela, despacio, pegando sus gafas desconchadas al zurcido y rezurcido trapo blanco que sostiene entre las piernas. Cose haciéndose un ovillo, como escondiendo su tarea de miradas extrañas.
Llueve. Los niños, de rodillas sobre una silla de anea, apoyan sus naricillas chatas en el cristal. Son dos ventanales en la puerta de la casa. Una casa fuerte, de buenas maderas, pequeñas ventanas que rara vez se abren y gruesas paredes de ladrillo y argamasa que ya van cediendo al paso del tiempo y su propio peso. Forman círculos de vaho dejando la nariz como una huella en su efímero carné de identidad. En ellos dibujan rayas o letras que desaparecen al instante. Mensajes de futuro que huelen a campo, a mulas y estiércol. “A ver quién hace el redondel más grande. A ver quién dibuja un carro. A ver quién hace dos bolas de niebla. A ver quién pinta dos pollos…”
Las risas y juegos de los niños se repiten como la lluvia. No se oyen, están ahí, como otro sonido de fondo. Al fin consiguen crear reguerillos de rocío que chorrean por la ventana. Primero uno, luego otro más largo, un tercero… Cambian el juego y sigue igual.
La abuela cose. A un lado, tira suavemente, al otro, tira… A un lado, tira, al otro, tira…
Arrebujada en la costura recuerda los años de joven, cuando cosía su ajuar con alegría, soñando con un hogar que nunca fue, con un futuro que ya pasó, poco a poco, sin cesar, como su aguja, como todas las agujas, a un lado… al otro, a un lado… al otro. Aquel novio que tuvo la Mari Paz, ¿Qué será de él?
Nunca supieron nada de ellos desde que se fueron a “las Alemanias”. Era guapo, y la Mari Paz una buena zagala. A un lado…al otro. ¿Le habré echado el amasijo a las gallinas? Que manera de llover…A un lado, al otro…
Un reloj despertador que en su tiempo pareció de bronce marca el ritmo a la lluvia: Go-ta-go-ta-go-ta-go-ta-go-ta. Cuando amaina un poco se siente detener, y cuando arrecia, parece apretar su fuerza, intentando mover más aprisa sus agujas, pero no puede, se queda en un intento interior que quisiera reventar su vieja carcasa abollada en los costados. Es inútil, todo es lento, muy lento. Las manecillas siguen su curso inalteradas, salvo el segundero, que hace ya años, cayó en su intento de alcanzar la cima de la esfera. Nadie recuerda que nunca fuera capaz de rozar otro número que no fuera el seis. Siempre el seis.
La madre deslía madejas de lana. Poco a poco confecciona su ovillo mientras las madejas desaparecen del cesto de caña. Mira a los niños, mira a la abuela, mira el ovillo, mira la madeja, suspira. Mira el reloj, mira la ventana, mira el ovillo, mira la lluvia. “¡Qué manera de llover!” Mira sin ver, mira y suspira. Sólo ve cómo pasa el tiempo, cómo cada vez el reloj marca sus horas más adelante, cómo al día siguiente el mismo reloj volverá a efectuar el mismo recorrido, y todo seguirá igual. “Si Dios quiere”.
“¿Qué?” Dice la abuela con su voz quebrada. “Na, abuela, na, no digo na” contesta la nuera. Que ¿Qué dices?. “Qué na, abuela, na, ¿Qué quiere que diga?. “Pues hija…”
La breve conversación rompe el aire cargado. Todo está cerrado, muy bien cerrado para que no entre el agua, pero el agua entra. Entra por las paredes, por las tejas y el techo rojo de madera del Canadá que no será tal cuando algunas colañas se han llenado de agujeros de carcoma que también gruñen al ritmo de la lluvia, al ritmo del reloj, al ritmo de las punzadas de la abuela.
Cada trueno hace temblar los cristales de la ventana por donde ahora los niños miran las ondas que la lluvia dibuja en un charco. Ondas simples, de corta vida, donde otra igual a ella le corta el paso y la convierte en un recuerdo que ni siquiera existe, el recuerdo de otra onda lo hace desaparecer sin dejar ya nada que no sea una gota de agua en el gran charco de feo marrón.
Un “Santa Bárbara Bendita” se musita en la estancia, intercalándose entre las luces de los relámpagos que iluminan la oscura tarde y los duros truenos que se acercan y se alejan indicando la situación de la tormenta.
Las goteras de la cocina, junto a la campana cartagenera que se apoya en dos paredes maestras de la casa, acompaña la soledad de la triste chimenea, negra de
hollín, negra de años, que no puede impedir que en cada tormenta le enjuaguen la cara unos chorros de miel que le recuerdan que aun apunta al cielo.
Por la chimenea, en la cocina, y en el dormitorio, el agua tañe las campanas
hechas con barreños y pozales de cinc que recuerdan que hay tejas que cambiar. Que el abuelo no habría dejado que eso pasara, pero como no está, cada año hay otra o dos más, nuevas, parece lo único nuevo que pueda entrar a la casa. El tin-tin-tin agudo del principio va dando lugar a un plop-plop-plop de después, con un intervalo rítmico entre la misma gotera pero desasociado con la compañera, de forma que nunca logran ponerse de acuerdo, y el timbreo forma una cancioncilla irregular que cada vez que la madre intenta seguir el juego de los toques le acaba doliendo la cabeza, pero que por inercia vuelve a caer en la tentación y, entre ovillo y madeja, se deja embaucar por el canto de sirenas que le atormenta.
Las tormentas de septiembre auguran el invierno, frío, viento, borias, días cortos con largas noches. Aun persiste la pesadez del agosto, su fosca y el aire tibio. Son suspiros por un cambio que lleva a otra monotonía, a un respiro, un pasar por mismo lugar, por el mismo tiempo.
Llueve. La abuela sigue su costura, como si le fuera la vida en ello. Su mundo se ha quedado en unos pespuntes que apenas ve. ¿Qué hay del resto? ¿Qué le queda? “Ojalá me muera pronto” dice para sí.
Los niños han conseguido abrir un poco la puerta porque la madre no está muy atenta a nada de lo que hagan, cansada de tanta monotonía pero entregada a ella. Ha entrado un chorro de aire fresco que hace despertar a todos. Ante el grito de su madre, corren por la habitación jugando a la pillá. Se suben en la cama del cuarto del tío. No se puede correr en días de tormenta. No se puede pisar el suelo. Los rayos entran por la cabeza y salen por los pies. Uno se ilumina como un cohete de fiesta y cae el suelo como una brasa.
La abuela cuenta sus historias de miedo a quien quiera escuchar. La madre, harta de oírlas, forma su madeja en la cabeza con los cuentos, algún hecho que recuerda y los sonidos de las goteras. Los niños, acostados boca abajo sobre la colcha, con las palmas de las manos en las sonrosadas mejillas, escuchan con avidez las narraciones de la abuela.
Como atraído por sus supercherías, un rayo cae en uno de los altos palmeros que se erigen como mástiles de un barco a la deriva. Todos saltan de su sitio dirigiéndose a los ventanos de la puerta, todos menos la abuela, que susurra una oración.
El padre entra corriendo. Un chubasquero ha pretendido resguardarlo de la lluvia. Los leves susurros de la casa desaparecen para dar paso a un huracán de aire puro mezclado con olor a vacas que trae impregnado en los embarrizados pantalones: “Los cherros ya están cambiados, los hemos pasado al patio del ganao por si baja la rambla. Se nos ha ido el palmero de la ceña.
Con la llegada del padre se ha abierto la puerta de par en par. La olor a tierra
mojada inunda las habitaciones. El agua que ha robado al huerto moja las porosas losas de la entrada. Un sinfín de explicaciones y comentarios desborda la casa.
Un rayo de sol pinta el huerto. La tormenta ha conseguido empapar la seca tierra y cesa en su empeño. Como por orden divina se abre el cielo, comienzan a verse pájaros como salidos de alguna cueva o caídos desde más arriba de las nubes. El charco grande reposa su limo y se convierte en un espejo de color. La luz ha llegado, el palmero aun humea y los sonidos del campo se hacen patentes poco a poco. Las ovejas balan dichosas pidiendo escapar de su corral. Ha cesado el tic-tac del reloj y las goteras suenan más alegres.
Los niños salen a la calle como si fueran de feria. Los naranjos brillan como recién pintados saludando al sol, la higuera parece sacudirse el agua y muestra sus higos en flor, abiertos de par en par manando una miel pegajosa. Los almendros desnudos sudan el susto pasado. El huerto entero se ha llenado de serranas y el padre ofrece a los niños unos cubos para que las cojan. Esconden sus cuernos al contacto de las calientes manos de los chiquillos que ríen y disfrutan convirtiendo todo en un juego. Pisan el charco cuando la madre no mira, removiendo el fondo. Forman torbellinos de barro que vuelven al fondo buscando su perdida paz en el regreso a la amada tierra.
Un baramío se escucha a lo lejos. Es la rambla. El padre coge a los críos y los lleva a la esquina del patio del ganado. Se ve un reguerillo por entre los montones de estiércol que va creciendo hasta convertirse en un riachuelo, y poco después en un verdadero río de lodo que deshace los pequeños montículos en pocos minutos. No hay peligro, la rambla no se ha desviado y toda la familia, incluso la abuela, se acerca para verla pasar. Es la rambla, con su fuerza, su justicia, reclamando los cauces por donde siempre pasará, tras una buena tromba refrescando los campos y evocando otras lluvias, otra tempestad que pasó y que nunca volverá a ser la misma, porque el reloj habrá continuado, se habrán arreglado goteras o existirán otras muchas. Habrán otras abuelas, otras madres y padres, otros niños que serán otros y que serán los mismos.
El imperio del rey sol domina los campos, pero uno de estos días, volverá a llover.
Antolín Muñoz Sánchez