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Nunca te enamores de una estanquera

NUNCA TE ENAMORES DE UNA ESTANQUERA (Primer Premio 1997)

“Voy a verla!-Exclamo por la mañana cuando despierto y contemplo, lleno de alegría, el hermoso Sol-; voy a verla. Y no tengo ningún deseo más para el resto del día. Todo, todo desaparece ante esa perspectiva.”

Goethe, “Las desventuras del joven Werther”.

Era una fría mañana, el Sol salía –no del todo convencido- y empezaba a pintar de dorado las rocas secando el rocío de la hierba.

El juez bajó la mirada hacia el mar, recordó que tenía vértigo y aceleró su torpe subida por el sendero que serpenteaba al borde del acantilado.

-Parece muerte natural.-Dijo el inspector de policía. El juez rebuscaba pensativo algo en los bolsillos de su abrigo, sacó un arrugado paquete de tabaco y gruñó quedamente.

-He vuelto a olvidar el mechero... ¿Tiene fuego?

-No fumo.-Contestó el policía.- Como decía, se trata de un hombre de unos...

-Siempre se me olvida.- Interrumpió el juez. Llevaba el cigarro apagado colgando de los labios. En ese momento apareció otro policía con un sobre en la mano.

-Hemos encontrado esto en el coche, quizás nos aclare algo.

El juez lo cogió con desgana y arrugó el poblado entrecejo, maldijo para sus adentros, había olvidado las gafas. Parecía una carta, como las que los náufragos aburridos titulan “a quien pueda interesar”. La caligrafía era débil pero de trazo fluido, propia de un espíritu que había sido puesto en libertad.

Decía más o menos así:

“Puedo sentir el aliento de la Muerte en mi nuca. La vida se me escapa como agua en un cesto de mimbre. La verdad es que es un auténtico fastidio morir tan joven..., pero conseguí lo que quería, a un alto precio, pero, ¡ja!

...al final me salí con la mía...

Decidle que la echaré de menos, que ella fue mi vida y a la vez supuso mi muerte. Y no penséis en una tragicomedia de celos y crímenes pasionales, nada de eso, se trata de algo más hermoso, más sencillo y mundano.

En pocas líneas resumiré mi biografía, será breve, ya que mi vida empezó el día en que la conocí.

Todo empezó un lluvioso mes de octubre, hace cuatro inviernos, entonces yo tendría unos diecisiete años. Ella trabajaba en un estanco, de los de verdad, de los que huelen a madera vieja y tabaco de pipa. La causalidad me llevó de la mano a comprar un sello precisamente allí, un simple sello sería el culpable de todo (mejor buscar culpables en objetos inanimados) pues ese día morí. Morí y nací de nuevo.

Ella estaba detrás del mostrador, se apartó el pelo de la cara y clavó sus ojos color miel en los míos-abiertos como platos-, tras varios intentos fallidos, conseguí balbucear algo parecido a “sello” y ella me sonrió, identifiqué en su sonrisa el característico gesto de reprimir una cruel carcajada, el caso es que en toda mi vida me había sentido tan imbécil.

En ese incómodo momento sucedió algo, un desconocido cosquilleo palpitaba en mi estómago, extendiéndose desde los dedos de los pies hasta asomarse por mi oreja izquierda, desde donde envió un fax a Cupido.

No podía parar de pensar en ella, de noche no dormía y de día no estudiaba, problema que solucioné durmiendo la siesta –sana costumbre mediterránea- y matriculándome en el nocturno. Pero esos son detalles sin importancia.

Al día siguiente de mi primer encuentro volví al estanco, y tras respirar hondo entré dispuesto a pedirle una cita. Me faltó valor y puestos a pedir algo, le pedí un paquete de tabaco, soberana estupidez, ya que no fumaba.

Todos los días, le compraba tabaco y me deleitaba con sus evoluciones detrás del mostrador, el par de minutos diarios que pasaba en su estanco daban sentido a toda la jornada.

Al principio tiraba los cigarros uno a uno, tristemente, como quien deshoja una margarita, hasta que un día, por puro aburrimiento, saqué el último pitillo del paquete, lo golpeé lentamente contra la caja, lo miré y lo olfateé para llevármelo torpemente a los labios y encenderlo.

Aspiré el humo lentamente, sentí su cálido beso en la garganta y el alma gris del cigarro bajo mi pecho. Lo hubiera encontrado placentero, casi sensual, de no haber sido interrumpido por un violento acceso de tos.

Los sucesivos cigarros fueron diferentes, cada bocanada era como besar a mi estanquera y la visión del humo grisáceo me prometía leves oportunidades de compartir alquitrán y carraspera matinal con ella.

Durante casi cuatro años he fumado en cantidades industriales, más de lo que unos enamorados pulmones pudieran resistir. La nicotina y ese desajuste hormonal –amor, dicen los poetas- hicieron mella en mi joven cuerpo. Parecía la caricatura de mí mismo, pálido, delgado y ojeroso. Era como si Cupido, en vez de una flecha, se hubiera liado a puñetazos conmigo. Por si fuera poco, el cerebro dejó de regir en ciertas partes impúdicas de mi anatomía, en realidad creo que se traslado allí..., la sola visión de un aro de humo me provocaba brutales erecciones, lo cual era bastante incómodo en ascensores y demás lugares públicos, pero tampoco quisiera extenderme en ese tema.

Me enteré de la noticia hace dos meses. El médico que me hizo las pruebas fue directamente al grano: cáncer de pulmón, coronaria obstruida y la garganta hecha añicos. No me pilló por sorpresa, tosí un “hasta luego” y salí de la consulta pensativo.

Nunca dejarán de sorprenderme las ironías del destino, una semana más tarde, mientras compraba con devota resignación el tabaco negro de siempre, me vi sorprendido por un salvaje ataque de tos, Eva –que así se llamaba mi asesina– salió del mostrador y me ayudó a sentarme, entonces SUCEDIÓ ...por fin...

No sé si por amor, lástima o puro morbo, pero secó el sudor de mi frente, me miró a los ojos febriles y me besó con infinita ternura. La ternura se fue convirtiendo en deseo desatado y Cupido nos observaba desde la ventana con cierta envidia.

Algo en mí se puso muy contento, ella debió darse cuenta porque me miró gratamente sorprendida y colocó el cartel de “cerrado” en la puerta.

Allí mismo, encima del viejo mostrador nos amamos hasta el alba del día siguiente, nos reímos y retozamos en un lecho de sellos y colillas.

Inevitablemente amaneció, me vestí con cuidado para no despertarla y le acaricié suavemente la mejilla.

Esa misma mañana me fui para siempre, para que no me viera morir.

Decidle sólo que la he amado, que nunca nadie fue tan feliz con un tumor en los pulmones del tamaño de un melón,

Y despedidme de ella.”

El juez escupió el cigarro apagado, miró a los policías por encima del papel y tras unos segundos de meditación dijo con total solemnidad:

-Hay que joderse.

Alfredo Wandosell Amate