Este sitio web utiliza cookies propias y de terceros para su funcionamiento, mantener la sesión y personalizar la experiencia del usuario.

AceptarRechazar

Cualquier otro Mesías

CUALQUIER OTRO MESÍAS (Primer Premio 1995)

Mi nombre es Hans Ter. Posiblemente usted se estará preguntando por qué no me llamo Alex Unser o Pete Kadeem. Yo también me lo pregunto.

Nací en Tegucigalpa, capital de Honduras, aunque no lo parezca. (Quiero decir aunque no parezca que Tegucigalpa pueda ser la capital de algún país). Profeso la abogacía y en mis ratos libres practico alquimia. Mientras tanto, ejerzo de psicólogo nómada, y voy regando por aspersión las almas desamparadas.

¿Podrían ustedes decirme qué hacía yo allí?. Había recorrido galerías laberínticas, producidas por un mismo embrión de hormigón que les confería la calidad de gemelas.

Pasillos, en definitiva, pestilentes y malhumorados.

A mí me habían dicho que mi misión consistía en acudir a una clínica mental y entrevistar a un desequilibrado sumamente especial con la finalidad de establecer una opinión crítica y profesional desde la cual se pudiera decidir qué hacer con él. Y, claro está, moralmente yo me podía sentir en plena identificación con la tarea a realizar. Pero, físicamente, aquello era inaguantable. Aquella clínica no era tal clínica: era un penal destinado a los degenerados evolutivos, a los locos, a los proscritos, a los Mesías. Los adobes de las paredes, de aquellas paredes malhumoradas, exhalaban un sudor opalino y gelatinoso, y los presos mentales resbalaban por ellas a cada golpe de los enfermeros. Tuve que calzar bambas con suelas de nueve centímetros de grosor: los excrementos y los restos de alimentos escupidos cubrían el piso de aquel lugar formando varios estratos de diferentes tonos cromáticos.

Ya estaba ante el que yo presumía iba a ser el último pasillo a recorrer. Y no lo pude evitar. Me asaltó la duda. Podría haberme ido de allí e inventarme una historia, así como un informe, que me habrían sacado del apuro. Pero, ¡diantre!, era prácticamente imposible escapar de aquel Averno en plena ebullición. Nunca encontraría el camino de regreso. Incluso me hallaba privado de la posibilidad de la ayuda del personal facultativo de aquel antro: se les ordenó que no me molestaran en las dos siguientes horas. Además, de haberlo conseguido, dudo que mi capacidad narrativa tuviese el caché suficiente como par llenar un par de folios verosímiles. Me encontré, por tanto, como aquel idiota al que le dan a elegir entre la espada o el muro. Rechacé la espadapara quedarme, como infante castigado, contra el muro de mis lamentaciones.

Avancé por aquel último corredor esquivando toda suerte de elementos intempestivos. Encontré durante el camino seis celdas, tres a mi izquierda y otras tantas a mi derecha. No hube de caminar en exceso (concretamente hasta la primera celda de mi izquierda) para toparme de bruces con los primeros atisbos de la fauna salvaje que primaba por aquellas lindes. Me vi sumergido, casi sin quererlo, en cruel lid dialéctica, tan noble como absurda, con un personaje calvorota y tuerto.

- Eh, tú –me apremiaba desafiante.

- ¿Quién?, ¿Tú? –respondí aterido.

- Sí, tú, el de la cara de ratón. ¿Qué haces? –esto no era una pregunta, era un bofetón.

- Pues, ya ves. De visita –a alturas ya estaba yo imbuido en una sardana muy particular.El quedarme estático para mantener la conversación con aquella cosa que residía tras una tísica verja metálica supuso que mi peso actuara negativamente y, poco a poco, me iba hundiendo entre capas de grasa de ventilador, migas de pan y esputos verdes de galleta dura. Mi respuesta a este fenómeno fueron unos saltitos ininterrumpidos –primero con un pie, después con el otro-, para intentar aliviar la presión que mi cuerpo ejercía hacia el centro de aquella inmundicia. Unos saltitos que se prolongaron durante todo el diálogo con el preso; diálogo que, por cierto, continuó de la siguiente forma:

- No, idiota. Te pregunto qué haces en la vida –aquello fue un mazazo. Aquel tipo me había ganado la partida.

- Soy artista. Mi nombre es Max Mournay –repuse falto de convicción.

- Y, ¿Qué hace un cabaretero barato aquí? –se preguntó el hombrecillo con sincera incredulidad.

- No le respondí, puesto que a esa misma pregunta trataba yo de encontrar respuesta. Lleno de ira doblé mi cuerpo sobre mis caderas, es decir, me agaché. Hundí mi mano derecha en el fango putrefacto del suelo –en la izquierda llevaba el reloj-, amasé una gran cantidad de materia descompuesta y mierda variedad y la arrojé hacia aquel preso. Me llevó medio segundo efectuar esta operación, tiempo en el cual al preso le fue imposible cerrar su boca ahuecada, y el proyectil vino a acomodársele en pleno paladar. Era mi venganza al no poder machacarle la cara.

Decidí olvidar el incidente y, ¿por qué no?, triunfante, avancé, cual Atila victorioso, dejando tras de mí la mayor estela de anonimato e imbecilidad jamás concebida. Mi destino: aquella celda del fondo que carecía de rejas y que, en puesto de éstas, tenía una impresionante cristalera cuyo grosor competía con el de las suelas de mis bambas. Una cristalera que no padecía la ignominiosa decadencia del resto del conjunto arquitectónico al que pertenecía.

No me alejaré en exceso de la realidad si me atrevo a aventurar que ustedes se preguntarán ávidamente qué había en el interior de aquella estancia a la que yo iba encaminado con la sana intención de cumplir “satisfactoriamente” mi encomendación. Sin embargo, ustedes sí que serían incapaces de, en un alarde de prestidigitación, adivinar cuánto parecido guardan nuestras opiniones respecto a dicha cuestión. Y es que, a pesar de haber estado dos horas con aquella cosa, a pesar de haber intentado encontrar cualquier explicación congruente, aún sigo haciéndome esa misma pregunta. No fui, no soy, si seré capaz de definir al ser que estaba dentro de la celda. Tengo la misma impresión que cualquiera de ustedes; impresión que ahora mismo es nula e inexistente. Con todo, limitado por mi ineptitud y , por supuesto, por la visión sobrecogedora de aquel personaje extraordinario, procederé a una burda descripción del mismo, para lo cual pido la estrecha colaboración de cada de uno de los lectores, quienes habrán de añadir, con total arrogancia y sin afán de antagonismos, todos los detalles que mi mente no supo captar y que –tengo que decirlo- mi prosa no sabe expresar.

Me encontré, de súbito, en el interior de un habitáculo ofensivamente pequeño. Era obvio que el habitante del mismo -supuse- se levantaba todas las mañanas con el pie izquierdo. De hacerlo con el derecho, más de una vez se habría dejado la dentadura contra los bordes pedregosos del lavabo. El camastro pendía peligrosamente del techo, mediante la unión con dos cadenas excesivamente tensas y delgadas. El inquilino –supuse esta vez con más acierto- dormía en una especie de balancín cuya precaria constitución le aseguraba la rotura de dos o tres costillas en caso de siniestro. Por lo demás, la habitación carecía de cualquier tipo de mueble, exceptuando una mesa y una silla, ambas metálicas, pegadas a la pared del fondo, sobre las cuales residían algo que parecía una bandeja con restos de comida (sobre la silla) y nuestro amigo (sobre la mesa).

La oscuridad hacía gala de su eterna primacía sobre las personas que la reclaman hacia sí. Con aquel individuo no podía ser excepción. Me acerqué a él y solamente discerní su silueta a trazos; una silueta que se me antojaba caprichosa e irregular. Sumido en la oscuridad escuché una voz estridente, sin forma. Procedía de la cavidad gutural del ser que tenía frente a mí:

- Eh, tú –su voz sonó displicente.

- ¿Quién?, ¿Tú? –mi voz sonó hueca, como mi estómago.

- Sí, tú, el del bigote de cerdas. Acércate a aquel taburete y coge el rincón.

Procuré no reírme. Entendiendo el malentendido, me acerqué al rincón que me indicó y cogí el taburete que allí había. Un taburete de taberna, alto, de madera dura y ennegrecida, con olor a cerveza. Me pregunté cómo lo habría conseguido.

- No pienses más –me dijo-. Lo conseguí gracias al estraperlo. A mí me respetan –aquello me sentó fatal. No sólo porque hubiera adivinado mis elucubraciones, sino porque se había permitido intuir que yo no era respetado. Me hubiera gustado repetir con él el episodio del preso calvorota y tuerto, pero me vi aturdido por la visión limpia y pulcra del suelo de su celda, lo cual me hizo carecer de cualquier tipo de arma arrojadiza.

Fui hacia él, decidido a acabar cuanto antes esta engorrosa tarea. Hizo un leve movimiento invitándome asentarme a su vera; invitación que yo acepté, percatándome de que mediara más espacio entre él y yo que entre la puerta de salida y el que suscribe.(Adviértase así el insidioso tama o de la celda). Una vez que pude gozar de una luz más permisiva, el desencadenamiento de los hechos se tradujo en este diálogo de besugo (greguería: beso que se dan los de Lugo):

- Ah, tú –articulé yo.

- ¿Eh?, ¿Yo?. ¡Ah, ya! –musitó él.

- Perdón. Yo...... -¡qué vergüenza sentí!.

Este absurdo diálogo, que no fue tal, sino una derivación oral del miedo escénico, fue producto de la visión turbadora que, ahora sí, tenía nítida ante mí, con líneas y detalles definidos, con todos los aspectos perfectamente imaginables; en definitiva, incomprensible. Incomprensión que procedo, por fin, a clarificar en la subsiguiente declaración de principios estéticos que constituye mi descripción.

Era un perro. Tenía metro y medio de envergadura. No sé concretamente qué clase de perro era; era uno de esos que un día intentó morder una pastilla de turrón de almendra duro y se le descoyuntó la mandíbula o maxilar inferior, la cual se superpuso a la mandíbula o maxilar superior, dejando así al descubierto los colmillos o incisivos de la ya mencionada mandíbula o maxilar inferior. Su rostro era fielmente canino. En todo caso, se le podía reprochar su hocico prognato y barbilampiño. Su pelaje era profuso, con colores canelas o amoratados; sus miembros parecían potentes, bien torneados. En un principio, creí distinguir en su configuración tres piernas o patas (¡ah, horrible dilema!). Sin embargo, no tardé en advertir que aquello que yo supuse era su tercera pata (o pierna), no era más que un, sin duda exagerado, miembro viril.

Inmediatamente, quise borrar de mi atención aquel falo presuntuoso, que acabaría por sumirme en la más desvelada frustración si seguía dedicándole la misma contemplación atenuante. De este modo, ejercité los músculos de mi cuello hasta encontrar una visión menos desalentadora. Deposité mis instintos inquisitorios en la parte superior de su rostro, en unos ojos fugitivos que se hundían, cada vez más, hacia el interior de su cabeza, como queriendo empotrarse en su cerebro. Pero, lo que más me llamó la atención fue la presencia de un mostacho, al modo de Nietzsche, que, aunque opulento, toleraba la presencia encima suya de aquellos colmillos anteriormente nombrados.

Ignoro si ustedes tendrán bastante con esta descripción tan abotargada, pero yo, en aquel momento, ya me encontraba abrumado por la impotencia. Y, puesto que este hecho muestra a las claras mi total incapacidad deductiva y , puesto que no estoy dispuesto a seguir evidenciándome sin necesidad, ya que aquí el protagonista debo ser yo, me encaminaré, sin más dilación, al abandono total de mi ejercicio descriptivo, dejando este trabajo al libre amparo y albedrío del lector quien, en su pretensión de superarme, esclarecerá sin limitación los puntos que yo haya podido omitir. Lector que, no obstante, habrá de reconocer sus propias taras y exigirme la narración sucinta de los hechos, así como la leal trascripción de los diálogos. Narración y trascripción que, por consiguiente, continúan así:

-Mi nombre es Mo Nicks. Soy criminólogo –dije yo, intentando salir de mi estupefacción.

-Bienvenido, señor Nix –agregó el perro.

-No, no. Nicks. Con “cks”, no con “x” –cualquier idiota hubiera evitado realizar semejante comentario, pero yo ya estaba en un estadío mucho más ínfimo.

-Desconozco la razón de su grata visita –repuso el perro con un tono que era premonitorio

de una larga perorata-, pero no me perdonaría a mí mismo si desaprovechara esta ocasión que usted me brinda para desahogarme un poquito.

Viendo las tornas que aquello tomaba, decidí hacer la pregunta que los psicólogos

duchos en la materia consideramos clave para un beneficioso desarrollo de nuestro

trabajo:

-Bueno; y, ¿qué le trajo a usted por aquí?

A la cual fui respondido:

-Oh –un “oh” histriónico-, yo he llevado una vida una tanto ajetreada. No en vano,

me llamaban “el Crápula”. Pero, debajo de mi vida de farándula y majorettes se escondían

las necesidades de un literato obligado a mezclarse en ambientes turbios para una plena recreación de su obra. No obstante, esta vida desvencijada no ha sido obstáculo para que, en los últimos años, haya tenido el éxito que mi persona requería. He sido un literato sofista. He ganado obras con mi dinero –aunque hablaba muy bien, aquel perro no dominaba a la perfección el uso de los complementos. He vivido gracias a mi talento, una vez que fue reconocido, en los lugares más lujosos y ansiados. Pero no he podido alejarme, como todo ser instruido, de la angustiosa necesidad que siente todo aquel que se lanza al pensamiento en verdad de una búsqueda –aquello afianzó mi teoría sobre su mal uso de los complementos. Y, ha sido por esto último, que no por otra cosa, por lo que me he visto aquí encerrado. Me han tomado por loco y, simplemente, he sido purga de una víctima cultural.

Como ustedes podrán adivinar, yo estaba deseando largarme de allí. Despejados m(mancha de huevo)s, descubrí que aquel ser era inofensivo. M(mancha de huevo)bar, sin embargo, cuán petulante era. Me (mancha de huevo)samente cuánto tiempo más tardarían en interceptar(mancha de huevo)tahíla de despropósito. Mientras tanto, cont(mancha de huevo)ea, y mi hambriento estómago había apelado a mis oj(mancha de

huevo) se fijaran en un trocito de queso putrefacto. Llegados todos a un acuerdo, mis ojos vigilaron la situación, mi mano izquierda se acercó con cautela al trozo de queso y mi boca completó la misión suicida, al tiempo que aquel Beltenebros de mención cervantina

continuaba discurseando con pasión:

- Y llega a tal extremo la envidia y el estado anquilosado de las instituciones, que ni siquiera me han advertido con anterioridad de su visita. Puesto que, de haber sido así, habría preparado (nota aclaratoria del narrador: es preciso, para el lector no caiga en confusión, que se vea con buenos ojos el quid pro quo de esta embarazosa situación. El paciente ha de ser, necesariamente, el perro, puesto que los perros no son políglotas. Siendo esto así, el psicólogo no podría ser el perro y, además, si el paciente fuera un humano, hemos de saber que los pacientes de los psicólogos no tienen la obligación de hablar el idioma perruno. Por tanto, el psicólogo, como poliglota que es y como buen entendedor de dicho idioma, habrá de ser un humano, y el paciente habrá de ser el perro. Para los que tengan más ansias de conocimiento sería conveniente explicar que el idioma perruno se compone de determinadas concatenaciones estentóreas que vienen a sonar así: “guau, grrrrrr, guau”.) un solemne discurso de agasajarle para bienvenida. Impedido como estoy por la imprevisión de su llegada, me permitiré, sin embargo, jactarme de mis dotes interpretativas para ejecutar ante su celebérrima defensa la presencia -¡bravo por las gramáticas!-de mi persona.

Aquello era inaguantable. Sin saber cuándo acabaría aquella epopeya y resintiéndome de la pesadez que el trozo de queso ingerido estaba empezando a causar en mi aparato digestivo, me vi forzado a evacuar un par de ráfagas que me incomodaban y que eran metáforas gaseosas de lo que yo pensaba para mis adentros. A semejantes hedores respondió el perro con una pausa que agradecí de todo corazón, pero, poco después continuó su drama, cuyas características me permiten cortar por lo sano este cuarto apéndice.

-Concupiscencia y saber profano –comenzó el perro- acuden a mí. Por mí pasa el remedio contra la circunspección. Atesoro una nueva filosofía, la del abyecto, la de la molécula. Soy un gesto ditirámbico que clama destrucción de axiomas pétreos, cuya única arma de demolición es la arrogancia del efebo. No soy un Paracelso cualquiera, ni pretendo ser lectura de siglos venideros. Los sabios del Bósforo me muestran su culo en señal de sometimiento cruel y positivista. Soy la panacea de la libertad, el paradigma de un mundo caótico, verdadero, enérgico. Un mundo en el que fluyen corrientes etéreas de naturaleza desajustada, de configuración espúrea. Los seres me brindan sus copas y yo hundo en ellas las penas de la caridad, algo a lo que no le está permitido ni su existencia conceptual. Las palabras vacían sobre mí su contenido visceral en estado denigrante de descomposición y yo las purifico haciéndolas universales, rutinarias. La génesis rompe el granito sin explicación y surge la vida negándote a ti, afirmándose, como expresión matemática sin representación en este mundo, al cual pretendo destruir, para no intentar comprenderlo todo, si acaso algo.

Seguidamente, el perro cayó exhausto al suelo. Me levanté, sincerados mis sentimientos hacia él, con la intención de incorporarlo y restituirlo, pero se me adelantaron dos enfermeros con complexión de gorila. Uno de ellos golpeó mi débil consistencia y me tumbó. Desde el suelo pude comprobar lo grande que era aquel animal híbrido (el enfermero). Yo había compartido a ese ser por unas horas y no supe escudriñarlo como hubiera sido correcto. El trío de locos (los enfermeros y el perro) abandonó la celda y, aunque no mediaron palabras, noté que tenía que irme. El perro miraba a los enfermeros con el rictus de la víctima que acaba de conocer a su verdugo. Lentamente, todos fuimos deshaciendo el laberinto de aquella institución mental, reconstruyendo el camino de salida. Al llegar a un pasillo que se bifurcaba por enésima vez, me indicaron que tomara la prolongación de la izquierda, que no tendría problemas para salir. El trío siguió por la derecha. Yo sabía muy bien adónde iban; el perro comenzó a delirar. Tras quince pasos, los gritos del perro apenas se hacían audibles:“.....exigir no es eximir........ reminiscencias semíticas............................Indoeuropa renaceparda...........................abril sudoroso de etnias..............maldita conciencia deJudas.....................................”.

Pasados tres días de aquello decidí escribir este manuscrito, relato o como quieran ustedes llamarlo, cual si fuese un panegírico a la hipocresía. Tengo la sensación de haberme lavado las manos. Me siento como un idiota. Han sido seis días de rememoración esquiva y escritura inútil, porque aquel perro seguirá siendo, sea lo que sea lo que yo escriba acerca de él, cualquier otro mesías de paso efímero por la vida. No quiero ser culpable, ni marcar con demasiada insistencia mi cobardía, pero prefiero mandar a la palestra a un papanatas antes que a una verdadero profeta. Y sigo, y seguiré, sin comerlo ni beberlo.

Miguel Villora Sánchez